Conozco a Joaquín Cortés desde hace treinta años. Le he visto bailar en innumerables ocasiones y he vivido muchas horas de intimidad con él (incluídas varias noches de farra). Nunca me he atrevido a considerarme su amigo, pero mi simpatía y mi cariño por él eran grandes. Rectifico; mi cariño por él sigue siendo grande, a pesar de que nuestra relación es inexistente desde hace varios años.
He creído mucho en él como bailarín. Creo que en la danza española reciente pocos artistas han tenido las facultades y el talento natural que ha tenido Joaquín. Fuí yo quien le bautizó como «el águila flamenca», un término que usó la prensa de todo el mundo. Le he defendido con firmeza ante quienes le atacaban tanto personal como artísticamente.
Hace ya tiempo que Joaquín se enfadó conmigo a causa de una crítica (que, además, subrayaba su calidad como bailarín). Cuando quise aclararlo, me reprochó, entre otras cosas, que nunca hubiera dicho de él que era el mejor bailarín español de la historia. «Nunca lo he dicho -le contesté- ni nunca lo diré. Por mucho que te admire, yo no soy quién para hacer una afirmación de tal calibre. Pero te desafío a que encuentres a un periodista que haya hablado de ti mejor que yo».
Desde aquella charla, que se produjo en el Hotel Urban de Madrid y de la que salí muy alterado por lo que acababa de escuchar, no he vuelto a hablar con Joaquín.
Toda esta explicación de mi pasada relación con Joaquín Cortés -siento tanto personalismo- viene a cuento de la entrevista que le ha concedido a mi compañera Mayte Alcaraz en ABC con motivo del estreno en Barcelona y Madrid de su espectáculo «Esencia». En ella, insiste en el victimismo, que ha sido una constante en su discurso en los últimos años, y entre otras quejas razonables -el IVA al 21 por ciento, la dejadez de las autoridades con respecto a la danza o la falta de referentes en este mundo-, se lamenta de la falta de apoyo que ha recibido por parte de la Administración.
Particularmente significativa es la respuesta a una de las preguntas que le hace Mayte. «Además de usted, ¿qué otro artista español señalaría usted como icono del arte español en el mundo?», le pregunta. Su respuesta es tajante. «Julio Iglesias y yo.» Poco comentario merece esta contestación, que refleja bien a las claras el alto concepto que tiene Joaquín Cortés de sí mismo, y la falta de conocimiento (o de memoria). ¿Te suenan, querido Joaquín, estos nombres?: Plácido Domingo, Tamara Rojo. Penélope Cruz, Javier Bardem, Antonio Banderas, Paco de Lucía...
Os aseguro que no miento cuando digo que siento una gran tristeza y me produce mucha lástima comprobar el grado de inmadurez de Joaquín Cortés, cuyo narcisismo no solo no ha menguado, sino que parece crecer con los años y es inversamente proporcional a su falta de conexión con el público (y ojalá Barcelona y Madrid me quiten la razón y llenen sus actuaciones).
La última vez que lo vi bailar, hace seis años, escribí en este mismo blog: «Tengo la sensación de que sube al escenario sin convicción, de que ha perdido la ilusión por el baile. Insisto, es una sensación. Joaquín despliega en "Calé" su amplio catálogo de posturas, se fía a un taconeo todavía poderoso, busca una y otra vez la complicidad y el aplauso del público, y su carisma asoma en muchos momentos. Pero ni en su baile ni en sus coreografías (el espectáculo es un recorrido por su carrera) hay ligazón ni continuidad. He visto decenas de veces su soleá por bulerías y ahora no la reconozco». No tengo la esperanza de que su trabajo en «Esencia» me haga cambiar mi convicción de que Joaquín Cortés hace tiempo que dejó de ser un artista fascinante y magnético para convertirse en una suerte de charlatán de feria de nuestro baile. Espero que me contradiga. Sinceramente.