A pocos profesionales, de entre los muchos y excelentes que han dejado huella en la historia del cine en España, les corresponde tan acertadamente el calificativo de “cineasta” como al director aragonés José Luis Borau Moradell.
A diferencia de otros nombres del cine español más presentes en los medios y cuyos nuevos trabajos siempre son recibidos con grandes alharacas y enorme derroche comercial y publicitario, Borau, persona apasionada, vehemente, tímida y osada al mismo tiempo, impregnada por el carácter tópico de la nobleza y la terquedad aragonesas (él mismo ha declarado que: “basta que me digan que una película no se puede hacer para que a mí me interese e intente hacerla”), siempre ha destacado como ejemplo de profesional discreto, eficiente y de calidad innegable.
Tras largos años dedicado a la profesión en múltiples de sus variantes, ha logrado desarrollar una trayectoria cinematográfica muy personal, alternando géneros y temáticas, con intereses a veces coincidentes con el gusto del público y a veces diametralmente opuestos, pero casi siempre con gran aceptación de la crítica especializada.
Una trayectoria, eso sí, a menudo alejada de las apetencias de los circuitos comerciales, lo que quizá ha menoscabado algo el grado de su reconocimiento por el gran público. Pero el valor primero, la razón primordial por la que es merecedor del título de “cineasta”, muchas veces demasiado aplicado a la ligera, es porque Borau, una de las cuatro bes de nuestro cine (junto a Buñuel, Berlanga y Bardem), reúne en una sola carrera, además de una obra amplia y diversa como director, los oficios de crítico, investigador, editor, profesor, promotor y actor ocasional, llegando incluso a presidir durante cuatro años la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, órgano en el que se agrupan los profesionales españoles del medio.
Resulta complicado encontrar en el panorama nacional otra figura de la misma categoría que, gracias a su profundo y experimentado conocimiento de todas y cada una de las facetas que rodean la creación cinematográfica, pueda formular análisis y establecer diagnósticos tan precisos y exhaustivos acerca de los crónicos problemas que vive el cine español, al mismo tiempo que su testimonio constituye una fuente única e imprescindible para la conservación de la memoria histórica de lo que ha sido el desarrollo de la cinematografía española durante los últimos cuarenta años.
La gran virtud de Borau reside en haber sabido compaginar su extensa actividad dentro de la industria como un importante baluarte de la misma con una cierta actitud de rebeldía, un ansia de ir por libre, de no ceñirse únicamente a los criterios del público o a las modas entre los productores, de outsider, como califican en Hollywood a quienes intentan salirse de los habituales mecanismos de la producción y la creación cinematográficas.
Para el gran público, la imagen reciente más difundida de José Luis Borau probablemente sea su aparición en una gala de entrega de premios de la Academia, vestido de etiqueta, con rostro decidido e indignado, casi rojo de ira apenas contenida, mostrando a los asistentes y a las cámaras fotográficas y de televisión concentradas en el lugar sus manos teñidas de blanco, eco del clamor y la rabia de una sociedad que vivía en los noventa un recrudecimiento del terrorismo, un símbolo de la protesta de los artistas en general, y del estamento cinematográfico en particular, tantas veces injustamente acusado entonces como ahora de cierta tibieza frente a la tragedia terrorista por quienes buscaban intencionadamente su ceguera ante sus despropósitos políticos.
Las blancas palmas de sus manos fueron durante bastantes segundos el único objetivo de las cámaras y los flashes de la prensa gráfica, y es una de las imágenes más repetidas en televisión cuando de compromiso intelectual con los problemas sociales se habla. Porque Borau, además de buen cineasta, es un profesional comprometido con la realidad como pocos, y así cabe deducirlo de toda su filmografía.
Pero si esta es la imagen más reciente de Borau que ha alcanzado cierta difusión, para acercarnos a la primera, anónima y casi perdida en el pasado, hemos de buscarla en una casa cercana al Canal Imperial de Aragón, en el zaragozano barrio de Torrero, un caluroso ocho de agosto de 1929. Aragón en general y Zaragoza en particular es una tierra profundamente ligada al cine, no sólo por haber servido de enorme plató en múltiples ocasiones a producciones tanto nacionales como extranjeras de todos los calibres y presupuestos, sino también por ser prolífica en el surgimiento de profesionales del cine, uno de cuyos mayores puntales vino al mundo en la turbulenta Zaragoza de finales de los años veinte, década marcada por las luchas sociales, las manifestaciones, las huelgas, los asesinatos políticos y las bandas de pistoleros anarquistas que hacían de la ciudad una réplica a pequeña escala de la violenta Chicago de los años dorados.
España vive entonces inmersa en un lento giro hacia la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de un Alfonso XIII demasiado complaciente con las funestas políticas del general, y la primera infancia de Borau coincide con la llegada de una República que concitaba grandes esperanzas.
La familia de Borau pertenece a una clase acomodada: su padre, Félix, de pensamiento republicano aunque sin militancia política formal conocida, trabaja en el Banco Hispanoamericano, y su abuelo paterno, que vive con la familia hasta su fallecimiento pocos meses después del nacimiento de José Luis, y que es el encargado general, dispone incluso de chófer. Durante los primeros años de vida de Borau la familia se muda varias veces de casa, estableciéndose finalmente en un edificio de cinco plantas de la calle Albareda de Zaragoza.
Los primeros recuerdos de infancia de Borau evocan sus tardes de juegos solitarios en habitaciones en penumbra de aquel piso, y también los grandes desfiles que acudía a ver de la mano de sus padres, en especial los actos del día de la República, cuando su padre lo llevaba sobre los hombros mientras la comitiva oficial discurría desde la Plaza de España hacia la Gran Vía y el Campo de la Victoria, e incluso se refieren al convulso y violento ambiente de la Zaragoza de los pistoleros (los pacos), que perturbaban con disparos y disturbios los paseos del pequeño José Luis con su madre, Antonia Moradell, por el Paseo Marina Moreno (ahora, de la Constitución). El hecho de que José Luis sea hijo único hace que se aglutinen en torno a él todos los mimos, cuidados y preocupaciones de toda la familia, incluida la tía Mercedes, persona que siembra en el joven el gusto por el dibujo, el cual le hará pensar en un primer momento en seguir cuando sea más mayor los estudios de arquitectura.
El dibujo será una temprana afición que tendrá que competir, sin embargo, con la atracción que el niño José Luis empieza a sentir por la literatura y el cine, del que Zaragoza es ya en aquella época uno de los lugares de España donde tiene mayor aceptación, con múltiples salas y cinematógrafos a los que acude en masa el público como habitual forma de diversión. La llegada de la guerra civil, que el pequeño José Luis recibe con la alegría inocente del niño que festeja el cierre de los colegios, le ofrece el espectáculo de una ciudad caótica y ajetreada, un conglomerado urbano situado en la retaguardia franquista en la que a cada momento se producen traslados de tropas, se establecen campamentos de soldados en marcha hacia los frentes, trasiegos constantes de trenes llenos de hombres y mercancías, llegadas continuas de heridos a los hospitales, colectas constantes de víveres, ropa de abrigo, medicamentos o donativos para destinar al esfuerzo guerrero, y por encima de todo, una ciudad en la que los cines eran refugio, no ya para mitigar los problemas cotidianos de penurias y escasez con unas horas de asueto, sino en sentido estrictamente literal, invadidos prontamente por la multitud en cuanto se escuchan las sirenas de alarma de bombardeo, un lugar oscuro en el que los haces de luz de las linternas y los sacos terreros son el único paisaje, y en el que hasta hacía pocos instantes la gente miraba absorta en la pantalla las tribulaciones de personajes ficticios de celuloide, la irrupción de la triste realidad en esa hermosa mentira que es el cine.
Félix Borau es un conocido simpatizante de la República dentro de los círculos en los que se movía antes de la guerra. Eso induce a pensar que puede tener problemas con los sublevados, una denuncia, un comentario, un desliz, tantas y tantas cosas que enviaban por entonces a muchos inocentes a las tapias de Torrero, cuyos balazos debieron ser tapados con refuerzos de madera porque cada disparo amenazaba con hacer caer el muro repleto de agujeros de bala. Antonia, la madre de José Luis, por el contrario, es dama conocida por su ideario conservador y su religiosidad. Eso puede hacer pasar las represalias de largo, pero para asegurarse, Antonia decide entregar un pesado reloj de oro como donativo para la causa “nacional” y así lograr que la familia sea vista con buenos ojos por los subversivos.
Con todo, Félix mantendrá su postura antifranquista, y durante la Segunda Guerra Mundial, a pesar de vivir tan cerca del Gobierno Militar y del cuartel de la Falange, llegará a desempeñar pequeñas labores logísticas para la difusión de propaganda aliada. Pero en aquel tiempo, y por si acaso, es mejor no dejarse ver demasiado, y los Borau incluso aceptan que familiares de fuera de la ciudad que huyen de los combates y del pillaje y el saqueo que se produce en los pueblos del frente de Aragón, se refugien en su hogar zaragozano. El propio José Luis Borau recuerda a su tía Alejandra y sus primas Gloria y Petra, que viajaban desde Monegrillo a Zaragoza para quedarse en su casa. Por desgracia, una bala “perdida” termina con la vida de su tía en un control de carretera cerca ya de la ciudad, así que acogen a sus primas, unas jóvenes mucho más mayores que José Luis, y que, sin embargo, se convierten en las únicas compañeras de juegos y canciones de un niño nervioso, travieso y rebelde para con los mayores (es capaz de esconderse durante horas o de llevar la contraria a sus padres a grito pelado) que no tenía amigos, que nunca recibía visitas de compañeros del colegio, ni salía en grupo al río, al campo, o a holgazanear por las calles.
La memoria cinematográfica de Borau recuperará años más tarde esas mismas escenas en películas del neorrealismo italiano (los bombardeos, los ruidos, la oscuridad, los refugios de los sótanos, amueblados con mesas, sillas, camas, cortinas y otros muebles como si de pequeñas viviendas provisionales se tratara), el cual, además de retratar con gran proximidad sus propios recuerdos de guerra, contribuyó a elaborar su propio estilo cinematográfico años más tarde: “la película ideal es aquella en la cual la cámara, que es una convención como la cuarta pared del teatro, no se nota. Y eso lo tenían muy claro Fritz Lang –hacia su cine siento una especie de enamoramiento-, John Ford o el propio Rosellini, que me deslumbró: yo soy una consecuencia del neorrealismo” (Vidas de cine, Antón Castro).
Pero entonces la dedicación al cine aún queda muy lejos. Superado el enfrentamiento bélico, Borau vive su solitaria juventud y adolescencia en la posguerra zaragozana enfrascado en sus estudios de bachillerato que le permitirán más adelante acceder a la Facultad de Derecho, pero sobre todo, volcado en sus aficiones literarias y cinematográficas.
Alterna lecturas prohibidas por la censura de la época con los grandes clásicos españoles, a Hemingway (al que llega a conocer personalmente en las Fiestas del Pilar de 1956 y con el que vuelve a encontrarse tiempo después en Pamplona), Faulkner o Dos Passos, con Quevedo o Cervantes, y guarda una muy especial predilección por Baroja y por Miguel Delibes, al mismo tiempo que se deja caer cada vez más a menudo por el cine “Actualidades”, el “Monumental”, el “Frontón” o por el “Teatro Circo”, siguiendo un instinto que empieza a superar las fronteras de la afición y poco a poco se convierte en pasión, el cine.
Sus padres son más aficionados al teatro, pero él pasa horas frente a la pantalla viendo las evoluciones de El Gordo y El Flaco, boquiabierto ante la honda impresión que le proporciona Nobleza baturra, o inquieto ante las peripecias de Tarzán, gusto este último que comparte con su padre. Su atracción por el cine empieza a ser tan obsesiva que cuando aún cuenta solamente con doce años de edad no se corta en decir a sus compañeros de colegio de Agustinos que de mayor quiere dirigir películas. Pero lo que Borau recuerda con más cariño y el dato más revelador de la cierta ingenuidad con la que el joven José Luis se acercaba lentamente a la que iba a ser su profesión es su admiración por la actriz, hoy prácticamente olvidada, Diana Durbin, a la cual escribe a los estudios Universal, en Hollywood, California, de donde recibe dos fotografías dedicadas que inocentemente cree firmadas de puño y letra por su adorada diva y enviadas en exclusiva para él.
Con el tiempo, la combinación de sus aficiones, el cine y la literatura, de la cual ha adquirido también el gusto y la costumbre de escribir sus propios relatos, encuentra un idóneo vehículo de expresión en el empleo que José Luis Borau consigue como crítico de cine para el periódico Heraldo de Aragón, lo que le permite, además de desarrollar su estilo de escritura, dar rienda suelta a un agudo espíritu crítico. José Luis apenas cuenta con veinticuatro años cuando se hace cargo de la crítica cinematográfica del diario (temblores y flojera de piernas entran ante la idea de que un joven hoy en día pudiera aspirar a esa edad a puesto tan relevante, y los imprevisibles resultados provenientes de la ausencia de referentes culturales que tal medida podría provocar, seguramente muy distintos a los certeros y rigurosos comentarios fílmicos de Borau durante esta etapa como crítico).
Entre 1953 y 1956, Borau se dedica a desempeñar esta labor, firmando con su propio nombre o bien con el pseudónimo de David reseñas de los estrenos cinematográficos de la cartelera zaragozana, películas españolas que propagan los valores y principios del régimen o producciones americanas esperadísimas y que han pasado por el tamiz de la censura una vez abierta la mano por las autoridades o con los remiendos correspondientes para camuflar lo que no debía llegar al público (caso flagrante el de Mogambo, 1953, de John Ford, donde fue mucho peor el remedio que la enfermedad, convirtiendo una historiad e adulterio en un incesto) pero también elaborando crónicas de festivales tan prestigiosos como Cannes o San Sebastián (donde ganará la Concha de Oro veinte años más tarde).
De sus viajes de festival en festival, Borau recuerda la anécdota de cómo llegó a conocer a Pablo Picasso, quien recibió al futuro cineasta y a sus acompañantes, todos desconocidos para él, como un magnífico anfitrión. Un recuerdo un poco más amargo es su intento por conocer a Charles Chaplin aprovechando su paso por Vevey, la localidad suiza donde el cineasta inglés se había refugiado tras su exilio de Estados Unidos a causa de la persecución del Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, que le acusaba de comunismo: tras acechar la casa del genio durante mucho rato y después de un intento infructuoso de ser recibido, tuvo que conformarse con ver a Chaplin, o al hombre que él tomó por Chaplin, a través de la ventanilla de un coche que se marchaba de la casa.
Pero de momento el cine sigue siendo para Borau una pasión y un entretenimiento. Es preciso buscarse un futuro, y por ello, una vez finalizados sus estudios de Derecho, se presenta a unas oposiciones convocadas en el Instituto de la Vivienda, en las que obtiene plaza. Su nuevo puesto le obliga a cambiar Zaragoza por Madrid, aunque durante algún tiempo continúa escribiendo puntualmente sus crónicas cinematográficas.
Sin embargo, la tentación es demasiado fuerte, y una vez en la capital no tarda en solicitar inmediatamente el ingreso en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (antigua Escuela Oficial de Cinematografía) de Madrid, en el que obtiene el diploma en dirección en 1960, a los treinta y un años. Para la obtención del título es preceptiva la realización de un primer trabajo cinematográfico, y Borau cumple con nota con su ópera prima, En el río, que enseguida es recibida con el aplauso de la crítica y que le permite conseguir el premio fin de carrera del Instituto.
Por otro lado, la película de Borau entusiasma e inquieta por igual a sus mentores, por la gran calidad de una cinta perteneciente a un estudiante, pero también por el “peligroso” tema de la cinta, un joven seminarista, ingenuo y apocado, y las impresiones que en él genera una pareja de turistas norteamericanos que van a parar al pueblo donde el joven pasa sus vacaciones, un pintoresco lugar deprimido, atrasado, tradicional, en el que nunca pasa nada, perdido al margen de la modernidad y los nuevos tiempos, donde Borau realiza un retrato nada conformista con la situación española frente a los valores que predominan en los países de nuestro entorno.
La obtención del título y del premio fin de carrera no facilitan el paso de Borau a la dirección cinematográfica como profesión, sino más bien al contrario, los recelos que su primera y osada película despiertan en las altas instancias oficiales que dirigen la industria cinematográfica española, unidos a la propia debilidad intrínseca de la misma, se empeñan en cerrarle a Borau las puertas de un cine que continúa más pendiente de las comedias costumbristas y folclóricas y las elogiosas exaltaciones de los valores patrios que tanto gustan al régimen, temáticas que para nada coinciden con los proyectos e ideas que rondan por la cabeza del joven director.
Tras algún tiempo en el que compagina su empleo en el Instituto de la Vivienda con sus reseñas periodísticas y la realización de dos cortometrajes documentales (Capital Madrid, Las bellas de Mallorca), a Borau le llega su primera oportunidad de un modo insospechado: desde Italia se está abriendo paso en Europa una nueva forma de retratar el western, que va desde la mala copia de los clásicos norteamericanos a cierta visión original y nueva que va a darle oxígeno en los años y aun décadas posteriores a un género tan antiguo como el cine y que ya está en franca decadencia en su país de origen.
Esta nueva forma de filmar westerns ha llegado a España de la mano de un desconocido director italiano de peplums, las películas de romanos, llamado Sergio Leone, que está rodando en Almería la primera obra notable de lo que se llamará después spaghetti western, el primer capítulo de la llamada “Trilogía del dólar”, Por un puñado de dólares, con un joven actor de televisión llamado Clint Eastwood. Este nuevo estilo ofrece a los productores españoles un nuevo camino a explorar que les permita rodar otro tipo de historias más cercanas al gusto del público y de inmediato comienzan a surgir proyectos nacionales dentro del nuevo género. En coproducción con Italia, el productor Rafael Merina busca un director que sea capaz de rodar en poco tiempo una de estas películas del oeste que suponen bajos costes y éxito asegurado entre el público, y Borau, cuyo estupendo debut aún es recordado en la profesión, es el elegido. La película se titula en España Brandy (Cavalca e uccidi, 1964), y su trama explota todos los tópicos facilones de un género ya agotado: un pistolero de turbio pasado que acude a un pueblo de Arizona reclamado por la dueña de una granja para hacer frente a un poderoso ganadero que tiene oprimida a la comarca. La crítica recibe entusiasmada la película, que aunque realizada con escasez de medios y dentro de la más nula originalidad de la mayor parte de los westerns “a la europea”, resulta de una factura más que digna.
La buena recepción entre el público que tiene esta película de encargo y el propio trabajo de Borau, del que los productores quedan muy safisfechos, le proporcionan al poco tiempo una segunda oportunidad en la que va a poder demostrar mucho más las grandes cualidades como cineasta que lleva dentro y que el western o el cine de costumbres folclóricas del régimen no le permiten desarrollar convenientemente. La segunda película de José Luis Borau, Crimen de doble filo (1965), muestra ya claros indicios de su inmenso potencial como cineasta. Basada en un guión de Juan Miguel Lamet, la película es un thriller dramático en el que se cuenta la historia de un pianista tímido y solitario, de personalidad frágil y carácter débil, que presencia un asesinato cometido en el edificio donde vive; su timidez, sus dudas y su pusilanimidad le impiden contar en un primer momento a la policía todo lo que ha visto y oído, y el miedo a no haberlo hecho en el momento en que debía, y las llamadas telefónicas anónimas que empieza a recibir en su propia casa unidas a la sensación creciente y agobiante de que alguien le sigue, que controla sus movimientos, entradas y salidas, son elementos que configuran una historia, híbrido de cine negro y película de costumbres, que Borau conduce con pulso narrativo firme, de atmósfera absorbente, excelente fotografía en blanco y negro, y que sigue de modo solvente los parámetros clásicos del género establecidos en el cine negro francés y estadounidense.
Con todo, Borau no evita introducir ciertos elementos de crítica social en la película, e incluso se permite reflejar ciertos aspectos negativos del régimen a través de un retrato poco complaciente de la policía, representada como un ente casi amenazante e intimidatorio para el testigo, al que culpabiliza tanto o más que al propio autor del asesinato, una visión poco edificante del estamento oficial de la que, incomprensiblemente y como ha sucedido tantas veces, la censura del régimen hizo incompetente caso omiso.
Ese mismo año filma un nuevo corto documental, titulado Albergues y paradores, una especie de publirreportaje que muestra las maravillas naturales y el despertar de la incipiente industria hostelera de una España que empieza a recibir visitantes extranjeros en cantidades ingentes, con actrices como Lucía Bosé, María José Alfonso o Gemma Cuervo. Al año siguiente, continúa su serie de documentales con Lección de Toledo, con la presencia de la cantante María Dolores Pradera, corto en el que por vez primera y única Borau se hace cargo de la dirección de fotografía, iniciando así un progresivo interés por todas las otras facetas cinematográficas que le permita ampliar el control de los proyectos que asume, y otro sobre su tierra natal, Zaragoza es algo más, con Sonia Bruno. En todos estos cortos, al igual que hizo en sus trabajos previos a su western, Borau se hace cargo de escribir el guión.
Sin embargo, la crisis del cine español es crónica y no hay muchos proyectos en marcha que puedan interesar a José Luis Borau, al tiempo que aquellos que pretende filmar no reciben el apoyo de los productores. Entretanto, continúa ligado al cine realizando su debut como actor (Borau va a desarrollar una pequeña trayectoria propia interpretando pequeños papeles en cintas propias y ajenas, motivada en parte por un profundo amor al cine en todas sus formas y ámbitos, en la necesidad económica y en el ahorro de costes como productor) en la película de Manolo Summers El juego de la oca (1966), crónica de un romance veraniego entre dos compañeros de oficina que han mandado a la familia de vacaciones, dirige algunos capítulos de la serie de televisión Cuentos y leyendas (1968), mientras prepara su salto a la producción, uno de los pasos más importantes en su carrera y que le permitirá producir sus propios proyectos. En 1967 nace “El Imán”, la productora dirigida por José Luis Borau, que produce la película de Iván Zulueta Un, dos, tres, al escondite inglés (1969), donde se reserva un pequeño papel y que en esencia es una gamberrada fílmico-musical acerca de un grupo de jóvenes músicos inconformistas que tratan de boicotear la canción que va a representar a su país en un famoso festival, y la cinta de Jaime Chavarri Estado de sitio (1970), que no termina de arrancar en taquilla.
Tras cinco largos años sin rodar un largometraje y sin ponerse tras la cámara desde sus cortos de 1966, Borau parece concentrarse en su labor de productor, que hasta el momento no le está dando grandes resultados con los proyectos elegidos, recibidos con tibieza por la crítica y de forma no demasiado entusiasta por el público. Sin embargo, su eclosión como productor, y también como guionista, está a punto de suceder. En 1971, Borau produce una de las películas de mayor éxito internacional del cine español, Mi querida señorita, de Jaime de Armiñán, la historia de Adela, una mujer de mediana edad (sorprendente interpretación de José Luis López Vázquez), madura y solterona, que empieza a dudar de su condición sexual ante la llegada de una voluptuosa criada (Julieta Serrano) y las atenciones que le dispensa un veterano galán (Antonio Ferrandis). Borau no sólo produce la cinta, sino que escribe el guión y se pone tras la cámara dirigiendo la segunda unidad. La película es un éxito rotundo.
En la España que va avanzando hacia el cambio definitivo, levanta gran polvareda la original historia de emancipación sexual de un hombre que ha sido criado desde la niñez como una mujer, y su inevitable descubrimiento de la verdad ya entrado en la madurez, la crítica responde entusiasmada y el público en masa. La gran aceptación de la película fuera de España tiene su punto culminante cuando la Academia de Hollywood escoge la cinta entre las cinco finalistas al premio a la mejor película extranjera, galardón que finalmente es otorgado a El discreto encanto de la burguesía, de producción francesa pero dirigida por Luis Buñuel.
Este éxito es el primer tanto que puede apuntarse Borau como productor, pero en una cinematografía que empieza a despertar tras largos años de pobreza de ideas, tópicos y falta de ambición, y salpicada con diseminados aunque frecuentes destellos de calidad, no se traslada a nuevas producciones o a proyectos interesantes que le apetezca dirigir. Al menos hasta unos pocos años después, 1975, el año de la muerte de Franco que para Borau, además de suponer una nueva aparición como actor en una película (La adúltera, de Roberto Bodegas, junto al también director-actor Antonio Drove), es además el año en el que alcanza sus mayor logro como productor, director y guionista, la popularidad, y el reconocimiento unánime de crítica y público. En este año Borau estrena el estupendo thriller político Hay que matar a B. y la magnífica Furtivos, todo un hito en el cine español hasta la fecha y un clásico imprescindible de la primera época de la transición política.
Estas películas son proyectos personalísimos de Borau, que se hace cargo de dirección, producción y guión. La primera de ellas, Hay que matar a B., responde a la moda que entonces se había extendido en torno a las películas de temática política a raíz de los grandes éxitos de cineastas como Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, 1965) o Costa-Gavras (Z, 1969), y que alcanzará la cima del éxito con Alan J. Pakula (Todos los hombres del presidente, 1976) en las que las tramas se sitúan en círculos de poder, en los sótanos de los gobiernos, donde abundan los secretos de Estado y las investigaciones que amenazan con sacarlos a la luz, crímenes de carácter político…
La cinta de Borau es una intriga de índole política, de confusa trama, rodada con actores semiconocidos mezclados con viejas glorias del cine americano (Burgess Meredith o Patricia Neal), de trama intencionadamente vaga e imprecisa en un intento por evitar posibles extrapolaciones a situaciones reconocibles, y aunque tiene cierto éxito entre el público, es muy mal recibida por la crítica, que lo mejor que publica de ella es que está rodada “a la americana” (todo un cumplido, si se piensa bien). Sin embargo, la película, sin ser una gran obra, sí tiene un acabado más que digno y no cabe duda de que será recuperada con el tiempo entre los clásicos españoles de culto como la gran película que es.
Historia muy diferente es la de Furtivos, el mayor éxito de Borau y la película que le coloca sin lugar a dudas entre los grandes directores del cine español. La película es una devastadora metáfora de la situación social y política en España, y su valor sociológico aumenta exponencialmente al haberse estrenado apenas dos meses antes de la muerte de Franco. La polémica cinta, el mayor éxito de recaudación del cine español durante varios años, narra la truculenta historia de Ángel (interpretado por Ovidi Montllor), cazador furtivo que vive en el monte, cerca de las espesuras de los bosques de la montaña, en compañía de su madre (la gran Lola Gaos), un personaje tiránico y violento, y que en uno de sus ocasionales visitas a la ciudad para vender el producto de sus actividades y hacer algunas compras en el mercado conoce a Milagros (Alicia Sánchez, cuyo desnudo frontal sin duda es una de las razones, y no la menor, del escándalo levantado por la película en su momento), escapada de un reformatorio y amante de un conocido delincuente habitual conocido como El Cuqui. Ángel la acoge y la lleva con él a la vieja casona cerca del bosque donde vive con su madre, un lugar frecuentado por muchos cazadores domingueros, entre ellos varios jerarcas y funcionarios franquistas (Borau se reserva como actor el papel del principal de ellos) a los que Ángel acompaña y sirve de guía para abatir piezas. La antipatía de la madre hacia Milagros así como la atracción que Ángel siente hacia ella, unidas al aspecto claustrofóbico de las relaciones entre los personajes, sobre todo el carácter edípico de la dependencia de Ángel con respecto a su madre, desembocan finalmente en un drama donde corre la sangre el viejo estilo de la España rural. La clara simbología de cada personaje y el ácido retrato que Borau hace, no sólo de la vida en España en aquel tiempo, sino también de los estereotipos de las clases dirigentes del franquismo, unidos al certero momento de su estreno, otorgan a la película una dimensión político-social enriquecedora y que no ha perdido hoy en día ni un ápice de su valor, un valor éste paralelo a la polémica levantada por la película en distintos ámbitos de la política, la sociedad y la cultura de aquellos días. Borau logra aunar, por fin en un trabajo dirigido por él, y a la edad de 46 años, el unánime reconocimiento de la crítica con una gran aceptación por parte del público, e incluso logra cierta repercusión internacional, apareciendo Furtivos en las listas de mejores películas para la crítica especializada de entre las estrenadas en Reino Unido en 1976 y en Estados Unidos en 1977. Como perfecto colofón a su magnífico trabajo, Borau, quien sin embargo no considera que Furtivos sea su mejor película, recibe la Concha de Oro del festival de San Sebastián, el mismo certamen sobre el que había escrito crónicas veinte años atrás para Heraldo de Aragón. Del enorme éxito de Furtivos dirá Borau años más tarde: “he de confesar que me siento un poco aplastado por aquella película. Que la sigan recordando en la prensa o en la calle al cabo de 27 años tiene un sentido agridulce para mí. Ni siquiera es la película que más me gusta. Los recuerdos del rodaje sí que son excelentes porque el equipo se llevó muy bien, yo me llevé muy bien con ellos y pese al frío y a las inclemencias de todo tipo, fueron semanas inolvidables”.
Estos son sus momentos de mayor reconocimiento, pero sigue manteniendo sus trabajos a un ritmo espaciado y con gran nivel de exigencia ante los proyectos que se plantea, lo cual le lleva a estar varios años sin dirigir de nuevo una película. Con todo, en la segunda mitad de los setenta irá alternando la dirección (la estupenda La sabina, de 1979, también escrita y producida por Borau, una historia repleta de pasión incontenible en la que las ingentes temperaturas de una calurosa Andalucía sirven de metáfora al deseo que un escritor inglés, interpretado por Jon Finch, en España tras la pista de un compatriota desaparecido, siente por una joven racial y ardiente, espléndida Ángela Molina), la producción (In memoriam, de Enrique Brasó, 1977), la escritura de guiones (Camada negra, dirigida por su amigo Manuel Gutiérrez Aragón en 1977, drama de un joven quinceañero enrolado en un grupo de ultraderecha encabezado por una seductora mujer, El monosabio, de Ray Rivas, dirigida en 1978, un drama taurino de espontáneos y viejos fracasados) y de nuevo la actuación (Sonámbulos, de Manuel Gutiérrez Aragón, sobre la protesta de un grupo de actores por la liberación de presos anti-franquistas, o Cuentos para una escapada, dirigida por Jaime Chávarri en 1979).
Las dificultades de la propia industria y los discretos resultados de las películas que ha producido, motivan que su siguiente obra no llegue hasta 1984. A pesar de que el resultado es más que aceptable, recibirá un gran varapalo por parte de la crítica, y el escaso funcionamiento en taquilla le provocará a la productora serias pérdidas económicas. Río abajo, nuevamente escrita, producida y dirigida por Borau, rodada en Estados Unidos con David Carradine y Victoria Abril como rostros más conocidos es una historia de frontera con tipos duros y violencia, y constituirá, además de una experiencia de rodaje agotadora, un serio fracaso económico, aunque de pronta recuperación gracias al éxito de taquilla que será años más tarde la siguiente película de Borau, Tata mía (1986), que él mismo escribe y dirige, con Imperio Argentina al final de su carrera interpretando a la mentora de una mujer que, tras largos años de encierro, se marcha del convento en el que ha vivido. La película no gusta a la crítica, pero sí al público, y da a Borau un respiro que, una vez más, no tiene continuidad.
Serán diez los años que habrá que esperar hasta ver una nueva película de José Luis Borau en las carteleras. Es un director “a la antigua”, con gustos muy personales a juicio de los productores, que buscan fórmulas más convencionales con el menor riesgo y la mayor rentabilidad posible, más ligadas a los gustos de un público que cada vez acude menos al cine, y muy poco a ver cine español. Durante ese tiempo Borau colabora como actor en Malaventura (1988), de Manuel Gutiérrez Aragón, en Todos a la cárcel (1993), reciente clásico de Luis G. Berlanga, o en Ilona llega con la lluvia (1996), película del colombiano Sergio Cabrera según la obra de Álvaro Mutis, y dirige y escribe, junto a Carmen Martín Gaite y Elena Fortún, la exitosa serie de televisión Celia (1993). También vuelve la vista a su antigua afición literaria, y publica en 1990 un ensayo cinematográfico sobre la olvidada y enigmática figura de Henry D’Arrast, cineasta vasco-francés de éxito enorme en la primera etapa del cine sonoro, “el cineasta que dio un papel de villano a Charles Chaplin”, como escribió Cabrera Infante, y que sirvió de inspiración a Paul Auster para la historia de El libro de las ilusiones. Esta vieja conjunción de pasiones, el cine y la literatura, llevan a Borau a crear por esa época una editorial de libros de cine, “Ediciones El Imán”, que ha editado, entre otros, los libros Cazador blanco, corazón negro, de Peter Viertel, o El imperio Bronston, de Jesús García Dueñas.
Pero durante estos años, la actividad que acapara la atención de Borau es la presidencia de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, a la que accede en 1994, en principio para sólo dos años, pero que abandona en 1998. Entre sus logros, los actos de celebración del centenario del cine en España, que, con buen criterio, Borau lleva a su Zaragoza natal, cuna de la primera producción cinematográfica española, Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, en 1896. La festividad coincide con el nuevo estreno de Borau, Niño nadie, extraña historia en la que un profesor escapa de una pequeña ciudad de provincias hacia la capital para poner en práctica las enseñanzas de un muy particular predicador, que pasa desgraciadamente sin pena ni gloria para la crítica y el público.
Parece que se apaga la estrella creativa de Borau, concentrado en sus “otros oficios”. Pero casi por sorpresa se descuelga en 2000 con la magnífica Leo, con Javier Batanero, Icíar Bollaín y Luis Tosar como protagonistas, negra crónica de suburbios y polígonos industriales medio deshabitados en la que un vigilante nocturno, taciturno y algo acomplejado, se enamora de una joven que recoge cartones y que le pide acabar con el hombre que la domina, en un triángulo y un tratamiento fílmico que en algo recuerda a su maravillosa Furtivos de veinticinco años atrás. La crítica recibe con gran aplauso la última película de José Luis Borau hasta la fecha, e inmediatamente se la coloca en la carrera de convertirse en la mejor cinta española del año. Borau recibirá en la correspondiente edición el premio de la Academia como mejor director, un reconocimiento por parte del estamento oficial del cine merecidísimo, pero quizá algo tardío. Desde ahí, su dilatada y ejemplar dedicación al mundo del cine y del arte en general le ha valido, además del premio Aragón de las Artes otorgado en 1998, el nombramiento como miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis, de Zaragoza. El broche de oro lo puso su galardón como Premio Nacional de Cinematografía en la edición de 2002.
Las últimas actividades de José Luis Borau han sido la publicación del libro de relatos Camisa de once varas, el análisis de cómo el cine ha impregnado el castellano como lengua, Palabra de cine, y una última aparición ante las cámaras en el documental El productor, dirigido en 2006 por el veterano Fernando Méndez Leite, que analiza, muestra y examina el tan denostado y tan desconocido para el público, oficio de productor a través de los testimonios de eminentes profesionales españoles como Fernando Bovaira, Agustín Almodóvar, José Luis Gómez, Fernando León de Aranoa, Javier Aguirresarobe, o el propio Borau. En palabras del propio Borau, su libro “es una colección de relatos, once exactamente, que no tienen en común otra circunstancia que la de haber sido ideados a lo largo del tiempo y del espacio, puesto que los fui inventando en distintos países y en distintos momentos de mi carrera profesional. A veces, prepararon guiones que no se llegaron a hacer y he aprovechado ahora esos materiales dándoles una forma literaria. Tres de ellos se han escrito expresamente para el libro. Se titula Camisa de once varas porque me parece curioso y sobre todo muy arriesgado que a estas alturas de la vida yo irrumpa en el campo literario y quizás se me pueda acusar de que me meto donde no me llaman”.
Su actividad no se detiene, más bien al contrario. Tiene escrito y listo para rodar el guión de La pajarita de oro, pero, como viene sucediéndole durante toda su carrera, no encuentra productor, una anomalía que no debiera nunca afectar a un profesional tan contrastado en una cinematografía menos preocupada por la crisis económica, las pérdidas y el éxito fácil y barato. José Luis Borau, cineasta nacido en tierra de cineastas, otro célebre aragonés de una lista ya larga y maestro de toda una generación de directores, que reconoce en Luis Buñuel al mejor cineasta español de todos los tiempos y en Pasión de los fuertes de John Ford o Encadenados de Alfred Hitchcock sus películas favoritas, es, además de memoria viva del cine español, testimonio de otra forma, probablemente, más rica, compleja, personal y comprometida de hacer cine. Uno de esos creadores que hacen del cine un arte, espejo para futuros cineastas y con el que la cinematografía española ha contraído una impagable deuda. Pero ante todo es un hombre sencillo que reconoce que su mayor satisfacción en el cine ha sido “comprobar que algunas de mis fantasías eran aceptadas como propias por muchos espectadores”.