
Quizás amigo lector, como un servidor, unas pequeñas ojeras aún se muestran en tu cara, tras levantarte muy temprano ayer para ver la primera carrera de la Fórmula 1 desde Australia. Hoy te contaré mi experiencia como espectador en 2024 de un finde en las carreras en Montmeló. Si no te gusta el olor a goma quemada, y los chirridos de los frenos de estas bestias al llegar al apex de la curva, te animo a bajar hasta la cata propiamente dicha, pero si sientes el aceite por las venas, y sueñas con ser despertado por un V8 a toda potencia, te animo a seguir leyendo.
El año pasado por fin me armé de valor para hacerme con un pack para la Fórmula 1. Desde chaval veía las carreras, en ocasiones hasta en alemán a través de satélite por DSF, a veces desconectado por completo, cuando la tiranía de Michael Schumacher, hacía las carreras un monólogo. Recuerdo haber visto muchas de las victorias de ídolos como Nigel Mansell, Ricardo Patrese, Hakkinen y la dupla de Mclaren Prost y Senna, en aquel coche de ensueño MP4/4 con los colores de Marlboro. Recuerdo haber visto en directo el accidente mortal de Ayrton, y como se me heló la sangre. Volví a engancharme con el genio de Fernando Alonso, y en los últimos tiempos con Sainz, Hamilton y Mad Max. Soñaba con verlos en directo y por fin acudí.

El bus que te lleva del hotel te deja en un parking en un polígono, cercano al circuito. Los accesos son una locura de tráfico, seguramente inevitable, pero gracias a los dioses, los buses tienen preferencia. Nada mas bajar, ya se oían los motores de los libres de la F2 y F3, y el corazón se agitaba como un pura sangre en la recta de salida. Una vez cruzas las puertas de Montmeló, especialmente el viernes, te das cuenta de la gente, y de lo grande que es el Circuito de Barcelona Cataluña. Pasé muy cerca del escenario, por el que los pilotos saludan a la afición el viernes, pero yo, cual novato, debía buscar primero mi lugar en la pelouse.

Es bonito estar allí, con gente tan enferma como tú, con sus gorras, sus enseñas y sus colores, unidos bajo la misma bandera a cuadros. Es increíble ver la Orange Army, los holandeses que siguen a su campeón del mundo, en autobuses que parecen aviones o directamente cruceros, con todo lujo; les envidio profundamente, así da gusto ir de un circuito a otro de Europa. Tiendas por doquier y lugares para refrescarse en unas jornadas no especialmente calurosas este año pasado, veremos este. Alcancé mi pelouse, un lugar tan romántico como incómodo. Hierba de pocos milímetros sobre suelo seco y a veces con piedra, donde coloqué mi toalla. Algo que no te dicen en los videos de youtube es que lleves calzado muy muy cómodo y resistente, ya que hay que patear mucho y el suelo les hace sufrir. Mis zapatillas solo duraron el viernes, y aún quedaban varios días por delante. Me llevé dos baterías portátiles, ya que no paré de hacer fotos y videos el viernes y el sábado, y salté como más de la mitad de la grada cuando Norris logró la pole frente a Max, y todos los holandeses se callaron a la vez, mientras el gran Andreu Buenafuente, speaker del circuito, nos cantaba los resultados de la qualy. Cada paso por nuestra curva de los nuestros, era un júbilo y un grito de ánimo, esperando que algo de ese calor llegase a nuestros pilotos. La grada de los alonsistas y la grada de los fans de Carlos, era una fiesta constante.
A la Fórmula 1, salvo que tengas asiento guardado, se va mas o menos como a la playa, protector solar 1000, nevera hasta arriba y bocatas por doquier, con sombrilla pequeña y silla de playa plegable, que me agencié la tarde del sábado.
Aquel domingo, extrañamente en mí, no encendí el móvil hasta que llegué al bus, quizás pensando en guardar toda la batería posible. Camiseta de Ferrari puesta, con el 55 de Carlos Sainz, y gorra de la Scuderia. Pero al encender mi móvil, me enteré que mi padre había fallecido esa noche, así que pare el bus, me volví al hotel, y de ahí, vuelta a Burgos, roto y cabalgando a toda velocidad, cuál centauro del desierto. Ni Max me hubiera alcanzado. Ese mismo día me prometí que volvería para ver la carrera de este año, cumplir mi sueño, y allí estaré a finales de mayo, por mí y por Él. Cuando pensaba en qué vino podría titular esta entrada, la imagen de la canica, de la niñez con las rodillas rotas jugando con ellas, volvió a mi mente. Debía ser este.
El vino Juguetes Perdidos Chardonnay 2020 elaborado por el enólogo Gonzalo Celayeta, como capítulo 2 de su colección Juguetes Perdidos, desde Olite y pertenece a la D.O. Navarra. La colección, según su propia web «nace como un homenaje a esos objetos sencillos, pequeños y analógicos que poco a poco han ido pasando a la historia y que forman parte de nuestros mejores recuerdos«. Elaboraciones pequeñas, como la de este vino que tiene una producción de 4000, son fiel reflejo de una búsqueda del tesoro particular que desarrolla trabajando las castas mas tradicionales, pero con un punto muy personal, que al precipitar el vino en la copa, nos muestra rápido que no es la típica chardonnay. Monovarietal de uva chardonnay, sobre lías, con un paso por barrica posterior de cuatro meses.

Este blanco presenta un color dorado brillante, con algún resto de lías, pero una presencia imponente; buena intensidad aromática, ajustada acidez, la barrica apenas marcada pero sí mas presente en boca, siendo un blanco con peso, recuerdos a bergamota, cuerpo medio, graso, con una largura discreta, quizás ha sido un vino que he tomado fuera de su mejor momento, además de haber vivido varios traslados, pero sigue siendo un vino interesante, y que nos recuerda que debemos mirar más a menudo, a los vinos navarros, tan poco conocidos. No recuerdo de dónde me llegó, y menos cuando la compré, pero sigue mas que vivo en 2025. Me gusta mucho cómo ha jugado con la barrica para afinar esa acidez, a veces asalvajada de la chardonnay, para darle un punto muy elegante.
R.
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do navarra chardonnay




