Cierra los ojos y escucha como las notas del Himno de la Alegría de Beethoven invaden tu cerebro. No estás en una fastuosa sala de conciertos sentado en una butaca de terciopelo rojo sino en pleno descampado sobre una incómoda silla de plástico. No los abras todavía. Las notas de cada instrumento y las voces de su coro poseen una resonancia especial, como si los miembros de esta singular, y única, orquesta sinfónica africana aportase a cada compás una vida propia.
Revista Cine
Ya puedes abrir los ojos pero tampoco verás nada. Acaba de irse la luz, acontecimiento tan habitual que nadie del público se inmuta, y la orquesta sigue tocando. Un violinista se levanta discretamente y sale al exterior del recinto para reparar la avería. Cuando consiga restablecer la luz, volverá a ocupar su asiento y seguirá tocando, como si nada hubiese ocurrido.Esta es una de las escenas de este alucinante documental que ha barrido con todo los premios de los festivales a lo largo y ancho del mundo. Claus Wischmann y Martin Baer, expertos en grabaciones de conciertos y óperas, al descubrir esta orquesta sinfónica decidieron que debían contar su historia y se lanzaron de cabeza a su primera película documental para el cine.Lejos de los “divismos” de una orquesta occidental, la sinfónica Kimbanguiste se compone principalmente de aficionados y amantes de la música de todos los orígenes y condiciones. La mayoría de sus 200 componentes tienen uno o dos trabajos que les ayudan a subsistir en Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, la tercera más poblada de África con sus 10 millones de habitantes y, casi con seguridad, una de las más caóticas del mundo.Esta orquesta, que ya ha cumplido 15 años, ha sobrevivido a dos golpes de estado y una guerra civil gracias a la energía y al coraje de cada uno de sus componentes. La mayoría de ellos se levantan a las 5 o 6 de la mañana para trabajar y cuando acaban andan varios kilómetros para asistir a los ensayos. Construyen sus propios instrumentos (violines, bajos, trompetas…), crean su propio vestuario y hasta han organizado un servicio de guardería mientras duran los conciertos.Los directores siguen a estos protagonistas en la cotidianeidad de sus visas diarias y observan su transformación al llegar a los ensayos, y no digamos, a los conciertos frente a centenares de espectadores, que aplauden a rabiar un repertorio de Mozart, Carl Orff o Verdi.El espectador no consigue salir de su asombro ante este admirable ejercicio de una pasión en común. Apasionante y apasionado documental que bien merecería dos o tres bises.