Revista Cultura y Ocio
Queremos visitar hoy Banqueting House, uno de los pocos monumentos de Whitehall que nos falta por conocer. Pero, al llegar, comprobamos con desilusión que el edificio está cerrado por obras. En Londres, como en todas las grandes ciudades, siempre hay obras. Lo extraño es que en la página web que hemos consultado para verificar los horarios no se diga nada sobre el cierre. Como estamos muy cerca de la abadía de Westminster, otro lugar en el que aún no hemos puesto el pie, decidimos probar suerte allí. Al pasar, en el autobús, he comprobado con asombro que la cola para entrar no es soviética, como acostumbra, sino muy moderada: apenas unas docenas de personas. Y ni siquiera llueve. Cuando llegamos a la entrada del templo, nos recibe un concierto de campanas. No sabemos por qué repican, pero lo hacen con armonía y decisión. Ángeles me confiesa que al principio las campanas siempre suenan bien, pero que, si duran demasiado, acaban levantándote dolor de cabeza. A ella le pasa en el hospital, que recibe el frenesí campanil de la iglesia de San Lucas, tan airosa como pertinaz. Antes de cruzar la puerta de la abadía, una cajita reclama que dejemos en ella los chicles, y, en efecto, por la ranura asoma una pasta informe de goma de mascar, de todos los colores y se diría que de todos los tiempos: alguna parece haber sido masticada por Eduardo el Confesor. La idea está bien, pero deberían vaciar la caja más a menudo. Sobrecoge el precio de la entrada: 20 libras por cabeza, pero a uno se le mitiga la indignación cuando se entera de que, contra todo pronóstico, la abadía no recibe ninguna ayuda ni de la Iglesia de Inglaterra, ni de la Corona, ni del Estado: sobrevive solo con lo que dejan sus visitantes. Y mantener esto es mucho sobrevivir. El tique te da derecho a un breve folleto con la información esencial sobre la abadía y a una eficaz audioguía. Al saber que somos españoles, el voluntario que nos los da, ataviado con una túnica roja, nos pide perdón por el clima. La abadía de Westminster impresiona por sus hechuras: es una iglesia, pero tiene el tamaño de una catedral. Su altura es imponente. Sus orígenes se remontan a un santuario que se cree los monjes benedictinos erigieron en 616 en Thorney Island —entonces esto era una isla—, dedicado a San Pedro, cuya visión un pescador del Támesis decía haber tenido en ese lugar. La abadía histórica se construyó después en estilo románico y, por fin, entre 1245 y 1517, en estilo gótico. Esta es la que hoy sobrevive, aunque conserva restos de la anterior, como dos frescos de hace 700 años —ajados, pero que retienen todavía sus colores— en el rincón de los poetas. Pero Westminster no es solo un templo anglicano, sino también una institución de la monarquía y el panteón nacional. Aquí se han coronado todos los reyes ingleses desde Guillermo el Conquistador, en 1066, con tres excepciones: Juana I, que solo reinó nueve días en 1553; Eduardo V, que lo hizo ochenta y seis en 1483; y Eduardo VIII, el calavera que abdicó para casarse con la alegre divorciada Wallis Simpson. A los dos primeros no les dio tiempo, pues, a ceñir aquí la corona, y el tercero estaba demasiado ocupado en sus trajines de cama como para hacerlo. La coronación se hace en la silla de San Eduardo, también llamada silla de la coronación, lo que no sorprende demasiado. Se trata de un gran escaño de madera de roble, construido hacia 1300, que en sus tiempos estaba pintado y revestido de oro, con gran pompa y circunstancia, pero que los siglos, el uso, las revoluciones, las guerras y, en definitiva, la desacralización humana han convertido en algo que, por su aspecto, podría venderse en el mercado de Portobello. En particular, los turistas, peregrinos, monaguillos y niños del coro lo han llenado de grafitis. Como no nos permiten acercarnos a verla —está a cierta distancia, resguardada por un cristal de seguridad—, no podemos comprobar lo que dicen estos garabatos seculares, aunque dudo de que puedan compararse a los que encontramos en la puerta de un retrete de carretera. Pero nunca se sabe. Esta es la silla en la que el logopeda Bogue se sienta, despatarrado, mientras intenta convencer al futuro rey, tartamudo, de que no va tener ningún problema en la ceremonia, en la hilarante escena de El discurso del rey. El monarca se escandaliza por la irreverencia de Bogue, y este se limita a recordarle que es solo una silla, llena de tatuajes y asentada en una piedra —el scone de Escocia, que ya no está: fue devuelto en 1996 a los escoceses—. Otra función, no menor, de la abadía de Westminster es servir como gran panteón nacional. Aquí están enterrados, no solo numerosos reyes y reinas de Inglaterra, Irlanda y Escocia, sino también lo mejor de la inteligencia y el arte nacionales. De hecho, la abadía es un gran mausoleo mundial: quienes descansan en ella han contribuido significativamente al pensamiento, la historia y la literatura de la humanidad. El hecho de que también se entierre aquí a las esposas de los reyes permite que España esté representada entre sus muros: localizamos la tumba de Leonor de Castilla, mujer de Eduardo I Longshanks, el pérfido rey inglés de Braveheart, a la que compadecemos, si su augusto marido la trataba como trataba a su hijo (o, peor aún, a los amantes de su hijo), y sendas placas conmemorativas de Berenguela de Navarra, esposa nada menos que de Ricardo Corazón de León (que, pese a ello, no pisó nunca suelo inglés), y Catalina de Aragón, primera esposa del promiscuo Enrique VIII. Pero, además de testas coronadas y una nómina interminable de aristócratas y prelados, aquí yacen Winston Churchill y casi todos los primeros ministros de los siglos XIX y XX, Charles Darwin, David Livingstone, Henry Purcell, Isaac Newton, William Turner, Edmund Halley (el del cometa), James Cook y el soldado desconocido, rodeado de amapolas. Los escritores son, después de reyes y nobles, los que más nombres aportan a este grandioso túmulo. En el rincón de los poetas está enterrado, o goza de una placa conmemorativa, lo mejor de las letras inglesas. Lo inauguró Geoffrey Chaucer, en 1400, aunque no se retomó la práctica de inhumar aquí a los escritores famosos hasta un siglo y medio después. Vemos los nombres, entre otros, de Dryden, Longfellow, Browning, Auden, George Eliot, Dylan Thomas, Henry James, Tennyson, Lord Byron, D. H. Lawrence, Ted Hugues, T. S. Eliot, Ben Johnson, el doctor Johnson, Kipling, Wordsworth y los poetas lakistas, Owen y los poetas de la guerra, Dickens y, por supuesto, Shakespeare, con estatua propia. Mientras lo hacemos, la audioguía nos recuerda que nos encontramos en un lugar sagrado y nos anima a orar en la nave. Declino mentalmente la invitación —mi religión me prohíbe rezar— y sigo contemplando está espléndida, aunque luctuosa, celebración de la literatura, que no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo. Distinguimos entre los escritores a algunos que no lo son, pero que guardan una relación suficiente con el mundo del arte como para merecer el honor de estar aquí: el actor Laurence Olivier, por ejemplo, o el músico Friedriech Händel, que, además, ni siquiera era inglés, sino alemán. También este tiene estatua, en la que aparece gordo, como al parecer era, y sosteniendo una partitura con la primera frase del Mesías: I know that my redeemer liveth... No obstante, el grupo escultórico más impresionante de la abadía es el de lady Elizabeth Nightingale, situado en la capilla de San Miguel, en el que el horrible esqueleto de la muerte surge de las profundidades para alancear a Elizabeth, sostenida y protegida por su marido, Joseph Gascoigne. El amor de este, no obstante, no pudo evitar el golpe mortal: Elizabeth falleció en el parto de su hija, provocado por una violenta tormenta, con gran aparato eléctrico, a los 27 años. La abadía de Westminster produce una inevitable sensación de amontonamiento y, quizá, de agobio: todo se apila aquí, tras un milenio de historia, hasta el exceso: coros, órganos, lámparas, tumbas, iconos, vidrieras, lápidas, altares, mármoles, estandartes, esculturas, verjas, banderas, cruces, cepillos, escudos de armas, exvotos, columnas, pináculos, capillas, gárgolas, pebeteros, eclesiásticos y turistas. Salvo hacia lo alto, con los techos altísimos, apenas se puede admirar nada con perspectiva. De uno de ellos cuelga, sobre el altar mayor y sus inverosímiles mármoles de Cosmati, hasta casi rozarlos, una araña que oscila leve pero interminablemente, como un péndulo de Foucault. No dejamos de visitar la capilla de Enrique VII, la Lady chapel, o capilla de Nuestra Señora, dedicada a la Virgen María, con sus fastuosos techos de gótico florido, labrados en piedra, aunque levantar la vista para observarlos suponga el peligro de que te arrolle alguno de las decenas de turistas que también los están mirando sin reparar por dónde van. Hacia mediodía, la megafonía del templo pide silencio para pronunciar una oración. La oración me sigue persiguiendo, pero yo vuelvo a darle esquinazo. Salimos de la nave de la abadía para visitar el claustro y la sala capitular, muy luminosa, y que conserva pinturas y suelos medievales, a cuya entrada contemplamos la que se anuncia como la puerta más antigua de Inglaterra, fechada en 1050. Parece continuar en buen uso, aunque no sabemos a qué da paso. Otra puerta singular es la de la Pyx Chamber, que fue durante muchos siglos la caja fuerte de la abadía, donde se conservaba, por ejemplo, la moneda patrón que servía para aquilatar las que circulaban en el reino. Esa puerta, o más bien portón, es doble y tiene seis cerrojos con aspecto de haber sobrevivido al diluvio universal. Para abrirla haría falta un elefante. Llegamos, por fin, al little cloister, o claustro pequeño, en la zona del recinto de la abadía donde residen sus trabajadores. Por eso no se puede ir más allá. Por encima de la fuente y el césped verdísimo de su centro, asoma una de las torres del Parlamento. Luego, algo cansados de tanta historia y tanta grandeza, salimos al cielo gris de Londres, zarandeado por un nuevo concierto de campanas.