A los españoles lo de montar armadas nunca se nos ha dado muy bien. 27 años después de que se nos hubiera hundido la Armada Invencible en aguas inglesas más por incompetencia que por el fuego enemigo, organizamos otra armada en Filipinas que se nos fue al garete y esta vez sin haber llegado ni a ver al adversario.
A comienzos del siglo XVII los holandeses de la Compañía de las Indias Orientales (VOC, según sus siglas en holandés) hicieron su presencia en el Océano Índico. Sus objetivos eran tener acceso directo a las islas que producían las especias y desarticular las redes comerciales de españoles y, sobre todo, portugueses en la región. En ambas cosas tuvieron éxito.
Los portugueses habían llegado al Océano Índico a comienzos del siglo XVI. Durante todo ese siglo se dedicaron a partes iguales a comerciar y a rapiñar en la zona y fundaron una serie de enclaves por toda Asia. Ese conjunto de enclaves fue lo que se dio en llamar el Estado da India, que era gobernado desde Goa, en la costa occidental de la India. Dentro del conjunto de enclaves portugueses Malaca, en la costa sur de la Malasia continental ocupaba un lugar especial, al ser una escala clave para el comercio que circulaba entre Macao y el Mar del Sur de China y la India, así como para quienes operaban en el Golfo de Siam, en Sumatra y en las islas de las especias.
Los holandeses advirtieron rápidamente que los portugueses estaban sobreextendidos y que difícilmente podrían defender todo su imperio colonial. La estrategia que siguieron fue identificar unos cuantos cuellos de botella en sus rutas comerciales y cebarse con ellos. El principal cuello de botella que identificaron fue Malaca. Conquistar, o al menos neutralizar Malaca, supondría prácticamente cortar la ruta que llevaba del Mar del Sur de China a Goa.
En la primera década del siglo XVII llovieron los capones en el Océano Índico entre españoles, portugueses y holandeses. En esos intercambios los portugueses tendieron a llevarse la peor parte: no tenían suficientes recursos para defender todas sus posesiones y sus navíos y hombres acostumbrados a luchar contra enemigos asiáticos, no estaban preparados para hacer frente a buques europeos de gran calado y muy artillados. Dado que desde 1580 Portugal y España estaban unidas bajo un mismo monarca, los portugueses hubieran podido solicitar ayuda a los españoles de Manila, pero casi preferían que los holandeses les atacasen. Se temían que con la excusa de la asistencia, los españoles acabasen metiéndose en sus mercados. Y no les faltaba razón. Había grupos de comerciantes en Sevilla que se habían dado cuenta de que las islas Molucas eran un negoción y andaban pinchando para que España se metiese más a fondo en esas islas.
A comienzos de la segunda década del siglo XVII el Gobernador español en Filipinas era Juan de Silva. En los años anteriores había conocido algunas victorias contra los holandeses y el cuerpo ahora le pedía más. Según quién hable de él, era el deseo de gloria o el deseo de dinero el que le movía. Como quiera que fuere, de Silva era de los que todo lo piensan a lo grande. Eso es muy bueno salvo por una cosa: cuando los planes se tuercen, las cagadas también resultan ser de grandiosas proporciones.
A de Silva se le ocurrió que lo mejor que se podía hacer era mandar una gran flota hispano-portuguesa contra las Molucas y a estos efectos pidió al Virrey portugués en Goa que le mandase a Manila diez galeones y seis galeras. El Virrey le respondió que qué se había fumado para pedir tantas fuerzas, que se conformase con cuatro galeones y 300 soldados, que irían a las órdenes de Francisco de Miranda Enriquez. Hay que reconocer que en el contexto de escasez de recursos en el que se movía el Estado da India, la petición de de Silva era una pasada.
De Silva no se limitaba a gorronear, sino que quería también cumplir con su parte y se propuso construir en las Filipinas una gran armada para la empresa que se había marcado. Que no tuviera hombres ni materiales no fue obstáculo para un hombre tan animoso, o tan irresponsable.
Para empezar, logró que el Virrey de Nueva España le enviase tres navíos y 500 hombres. Dado que muchos de los materiales necesarios no se podían fabricar en Manila, hizo una colecta entre los habitantes de la ciudad y mandó a su ayuda de campo Cristóbal de Azcueta con 16.000 pesos en oro a que comprase los bienes necesarios en los mercados asiáticos. De de Azcueta y sus compañeros no se volvió a saber. O bien naufragaron, o bien se jubilaron en alguna isla paradisiaca a cuenta de los 16.000 pesos. Como de Silva se había dado cuenta que para combatir a los holandeses (al igual que para tantas otras cosas), el tamaño sí importa, se emperró en construir unos galeones inmensos. Lástima que los bosques de Filipinas no dieran para tanto, aunque quienes más se enteraron de eso fueron los pobres filipinos a los que reclutó para la tala y transporte de los troncos. Necesitó dos años para forjar 150 piezas de artillería en bronce, pero por la falta de dominio en la técnica, los cañones que salieron servían más para decorar que para otra cosa. De Silva era un hombre de recursos: ordenó que se retirasen las piezas de los fuertes para dotar a los barcos. Desnudó a un santo para vestir a otro. También ordenó que se hiciera acopio de comida para la expedición, pero lo ordenó con tanta antelación que para cuando partieron, una buena parte de los víveres ya se había estropeado. El agente manileño Hernando de los Ríos Coronel, que no le tenía mucho aprecio, escribió cinco años después de los hechos que unos bandidos no habrían causado mayor expolio en las islas del que causó de Silva con sus ideas.
El 12 de mayo de 1615 zarpó de Goa la expedición portugesa más con pintas de ir de farra que de partir en combate. Los 110 soldados que llevaban los cuatro galeones se habían llevado cosa de 600 personas como acompañamiento, entre servidores y prostitutas. El tránsito hasta Malaca fue penoso: se les acabaron las provisiones, las peleas fueron infinitas y hubo epidemias azuzadas por el hacinamiento de los viajeros. Llegaron a Malaca en agosto, cansados y con pocas ganas de combatir.
A los habitantes de Malaca les faltó tiempo para ponerlos en los barcos y mandarlos rumbo a su destino final de Manila. A la altura de los estrechos de Singapur, la expedición dio media vuelta, ya fuera porque les diera pereza hacer la travesía hasta Manila o porque les diera todavía más pereza ir a combatir a las islas Molucas. De los Ríos Coronel es menos piadoso que yo y dice que el capitán Miranda “no se atrevió” a continuar; si hubiera escrito hoy en día, habría dicho que “se acojonó”. Regresaron a Malaca y tuvieron la suerte del tonto. Su llegada se produjo justo cuando el rey de Aceh estaba atacando la ciudad y contribuyeron a rechazar el ataque, perdiendo uno de sus barcos. Durante veinticuatro horas fueron los héroes de la jornada.
Apenas habian derrotado a los acehneses, que una escuadra holandesa de cinco barcos apareció ante Malaca. Los barcos portugueses estaban mal situados para recibirlos y en la batalla que siguió se hundieron todos y los portugueses tuvieron 100 bajas entre muertos y heridos y perdieron 92 piezas de artillería.
A Manila llegaron noticias de que la escuadra portuguesa iba a pasar el invierno en Malaca. No está claro porqué, el Gobernador de Silva cambió entonces de planes. Decidió que iría a Malaca, enlazaría allí con los portugueses y luego se dirigirían todos juntos a atacar Java, Banda y finalmente las Molucas. Los historiadores están de acuerdo en que, si en ese momento hubiese atacado las Molucas, las habría encontrado desprotegidas y habría obtenido una fácil victoria. No sólo no siguió el curso de acción que parecía más obvio y prometedor, sino que cuando se puso en marcha la estación de navegación estaba ya demasiado avanzada.
El 28 de febrero de 1616 (casi todas las fuentes que he consultado dan como fecha para la partida la del 9 de febrero de 1616; no sé de dónde procede esa fecha; a falta de nada más convinvente yo me atengo a la del Memorial que escribió de los Ríos Coronel, que es la del 28 de febrero) Juan de Silva partió de Manila con diez galeones, cuatro galeras y cuatro pequeños barcos de acompañamiento, a bordo de las cuales había 5.000 hombres entre soldados y marineros y 300 piezas de artillería. Atrás quedaban las islas filipinas, apenas protegidas por unos cuantos milicianos mal armados y algunas piezas de artillería obsoletas.
Al llegar a los estrechos de Singapur Juan de Silva se enteró de la suerte que había corrido la escuadra portuguesa. Algunos le aconsejaron que procediera inmediatamente contra las islas Molucas. En lugar de eso, se quedó allí anclado durante un mes, tocándole un poco las narices al sultán de Johor, cuyas lealtades no estaba claro con quién estaban. Finalmente, a finales de marzo se dirigió a Malaca con parte de sus barcos. Dentro de los sinsentidos de la expedición éste fue el máximo: Malaca no estaba amenazada en esos momentos y aparte de animar a sus habitantes y devolverles la moral, no había nada más que de Silva pudiera hacer.
Bueno, sí que hubo algo más que de Silva pudo hacer: morirse. En Malaca le recibieron bajo palio, como a un salvador. A poco de llegar, entre banquete y banquete, le dieron unas fiebres que se lo llevaron en once días. El 19 de abril murió, al parecer bastante desmoralizado y convencido de que la empresa había fracasado. Sus últimas órdenes fueron que la armada se volviese a Manila con su cuerpo embalsamado. Tal vez ésas fueran sus órdenes más atinadas, porque las fiebres habían empezado a hacer presa de los componentes de la armada, que estaban muriéndose como chinches. Según de los Ríos Coronel, cada día tenían que echar por la borda entre 40 y 50 cuerpos de víctimas de las fiebres.
La armada, que iba a realizar tantas hazañas y borrar a los holandeses de las Indias orientales, regresó a Manila a comienzos de junio de 1616. No había pegado un solo tiro, pero estaba tan destartalada como si hubiera pasado un año en el mar.
Y es que los españoles sólo deberíamos hacer expediciones por tierra.