Uno de los grandes aciertos que tuvo Carlos Ruíz Zafón al escribir La sombra del viento fue el de comenzar la novela exactamente como lo hizo. La visita al cementerio de los libros olvidados posee un atractivo inequívoco para todos los que amamos la literatura y su soporte físico, para los que en uno u otro momento de nuestras vidas, o incluso de manera asidua, hemos buscado por las calles de nuestra ciudad y de otras ajenas la librería oculta, guardesa de preciados tesoros durmientes al fondo de una estantería avejentada por los años. Qué lector no lo ha hecho alguna vez, quién ha podido eludir el romanticismo que esencia tal idea.
Los lectores empedernidos no sólo adoramos el contenido de los libros, sino que amamos también toda su periferia. Las librerías, las bibliotecas, los anaqueles, el aspecto mismo de los libros reclaman toda nuestra atención, a veces hasta la obsesión. Somos como niños encaprichados con sus primeros juguetes. Las imágenes de librerías exóticas nos dejan con la boca abierta. Es, quizás, un reflejo límbico, infantil, el que se despierta en el momento irrepetible en el que se encuentra un libro buscado durante años y que ya se creía perdido para siempre.
Todo esto viene a cuento de una historia que compartí hace unas tardes, mientras un viejo amigo y yo apurábamos las penúltimas cervezas del verano. Sentados en una terraza de bar, escondida de ruidos y miradas, hablábamos sobre la muerte del libro de papel a manos del libro electrónico, sobre qué cosas se ganarían y cuáles se perderían. Déjenme que les narre la historia ahora a ustedes, porque esta es una de esas cosas que morirán con la llegada del libro electrónico:
"Al igual que le ha ocurrido y ocurrirá a muchos otros, hubo una época de mi vida en la que el dinero me faltaba tanto como pueda faltar el calor en una cerrada noche de invierno. Había ido dejando de lado muchas cosas, con más resignación que pena, y llegó un tiempo en el que, debido a su elevado precio, tuve que dejar también de comprar libros. Dado que me era imposible abandonar la lectura, tan obligada para mí como cualquier necesidad fisiológica, recurrir a la biblioteca de mi barrio me pareció lo más lógico.
Adquirí el hábito de visitarla una vez por semana y fui anotando en un papel uno por uno, por si mi memoria fuera insuficiente, los volúmenes que me iba llevando y que, con cadencia semanal, iba leyendo en mi casa. Con el paso de los meses, la lista acabó dando cobijo a un número de libros que por entonces yo consideraba elevado. Recuerdo perfectamente esa cifra final: veintiocho. Veintiocho libros que se convirtieron en el único apoyo que tuve durante meses, el único solaz en aquella época de crisis personal. Les ahorraré detalles escabrosos; quien haya pasado por momentos tan malos ya sabrá que las meras palabras no son suficientes para hacerlos comprensibles. No me detendré, pues, en ellos.
El tiempo pasó, las estaciones cambiaron, y mi situación personal y económica, para fortuna mía, también. En los años subsiguientes me dediqué a buscar, rebuscar y adquirir cuando los encontraba todos aquellos libros que, de extraña manera, se habían convertido en la música de fondo de la etapa más oscura de mi vida. Aquella lista de libros contenía lo único salvable de una época que, a pesar de lo que supuso, me resistía a olvidar. Había sido un tiempo de sufrimiento, sí, pero tal vez por ello lo consideraba más propio, más mío que muchos otros momentos más felices.
Disfruté realmente intentando completar aquella lista. Poco a poco fui encontrando y reuniendo volumen tras volumen, algunos con más facilidad que otros, y con mayor o menor esfuerzo económico. Recorrí muchas librerías, tanto "de viejo" como de novedades. El dinero ya no era tan importante (sólo lo es cuando escasea), y el valor que los libros habían tenido para mí entonces justificaba sobradamente lo que pudieran costarme de más ahora. Entre recuperaciones y reediciones llegué a reunir la casi totalidad de ellos, hasta el punto de faltarme sólo tres por encontrar, todos de la misma editorial, de la misma colección.
La Tierra dio unos cuantos giros más alrededor del Sol y yo logré establecerme definitivamente. Mi vida cambió mucho, pero siempre supe que los libros estarían esperándome en algún lugar, en el sitio más insospechado. Finalmente, hace un par de años, se produjo el que creía que sería el acto final. Me llegaron noticias de que la editorial Júcar, la responsable de haber publicado aquellos libros que me faltaban, saldaba toda la colección al irrisorio precio de 2 euros por libro. Tras la incredulidad llegó la satisfacción. Dado que se trataba de una empresa afincada en Barcelona, sólo allí iban a ponerse a la venta. El siguiente paso fue pedirle a un amigo madrileño residente desde hacía un tiempo en Barcelona que, en su próximo viaje a Madrid, hiciera el favor de traerme los tres títulos que me faltaban de la lista. Añadí al pedido otros siete libros más de la colección. No los había leído y me interesaban. El día que fui a recibirle traía 7 volúmenes en la mochila. Algunos se habían agotado antes de que él pudiera conseguirlos; sólo uno de los que faltaban pertenecía a mi lista.
Habían pasado 10 años y mi objetivo no podía considerarse cumplido. No hasta que me hiciera con el único libro que me faltaba. Me lo debía a mí mismo, a mi yo remoto, a aquel chico que las pasó tan mal. La razón iba más allá del completismo, de un capricho o de mi obcecación; venía de algún lugar profundo. Tenía la impresión de que, sin ese libro, mi memoria de esos meses no estaría completa, siempre me faltaría una semana de mi vida. Algunos meses después, recibí la noticia de que el saldo de Júcar sería puesto a la venta durante la celebración de la Semana Negra de Gijón. Llevaba tiempo sopesando la posibilidad de asistir, y la oportunidad de cerrar la lista venía a darme el empujón decisivo. Iría y completaría mi memoria.
Una vez más, sin embargo, el destino, o como prefieran llamarlo, decidió entrometerse. El padre de mi pareja falleció (el maldito tabaco), y tuvimos que cancelar nuestro viaje a Asturias. No sólo no podría ir, sino que además estaría aún más lejos, ya que el entierro era en Málaga, al otro extremo de España. Por supuesto, la desesperanza por conseguir completar mi memoria no era nada en comparación con la atmósfera familiar. Fueron días tristes debido a la significativa pérdida humana y al ambiente reinante. El efecto colateral que el inesperado cambio de planes había tenido ni siquiera estuvo presente en mi cabeza. Hasta unos días después, cuando ocurrió el milagro.
Una tarde decidimos dar un largo paseo, tomar el aire. Nos acercamos en coche a Torremolinos, ciudad que yo, a pesar de su fama turística, no había pisado nunca. Recorrimos el paseo marítimo a media tarde, entre el olor de los espetos, la gente y los chiringuitos. El Sol comenzaba a deslizarse lentamente hacia el interior, desde unas amenazadoras nubes grises hacia los lejanos tejados. Caminando por la playa del Bajondillo llegamos al pie de una escalinata que mi pareja quería enseñarme, un punto pintoresco del recorrido. Entre el hotel Meliá y un grupo de casas típicas de la zona, la serpenteante escalera se empinaba hacia la parte más comercial de la ciudad. En cada recodo, puestos de venta y manteros ofrecían todo tipo de bisutería y productos típicos.
El silencio apenado de mi pareja nos privaba del diálogo, pero a la vez me permitía ensimismarme en la contemplación de los adornos, los coloridos pañuelos y las distintas imitaciones dispuestas en los diversos tenderetes. Me detuve para comprar unos pendientes, pensando que así, quizás, lograría levantar ligeramente su ánimo. Por supuesto, no tuvo mucho efecto; la muerte de un padre no es algo que un regalo, sea éste barato o caro, pueda hacer olvidar.
Llegamos por fin al final de la escalinata, y dimos a una zona comercial de esas que proliferan en las ciudades turísticas, con callejones estrechos y carteles fluorescentes en blanco y amarillo colgando encima de los escaparates, repletos estos de los más diversos artículos. Decidimos salir de allí y buscar una terraza en la que sentarnos a tomar un refrigerio. Y en eso estábamos cuando, al girar la cabeza, vi la tienda.
"¿Te importa que entremos?", le pregunté a ella. Su semblante estaba poseído por una serena tristeza. Era una pregunta retórica, pues a pesar de su estado de ánimo, ella nunca me lo habría negado. La librería estaba en la primera planta. Se accedía a ella desde la calle por una escalera transparente tras cuyos peldaños se podían vislumbrar pilas de libros viejos. La fachada estaba decorada con carteles que anunciaban libros de segunda mano en varios idiomas. Una vez arriba, identifiqué inmediatamente el característico olor del papel viejo. Aunque no era una tienda muy grande, sí disponía de gran cantidad de volúmenes, con un anaquel central rodeado por un círculo de apretadas estanterías. También había libros amontonados por todo el suelo.
Los estantes estaban identificados con etiquetas que indicaban el género literario al que pertenecían los diversos libros. Hice un breve recorrido ocular por toda la tienda y me fui en primer lugar, como siempre hago, al sector dedicado a la ciencia ficción. No estaba mal surtido. Había bastantes ejemplares interesantes y difíciles de encontrar, e incluso gran parte de los libros de la colección Orbis y del saldo de Júcar. Pero mi libro no estaba allí. Naturalmente, hubiera sido mucho pedir. Seguimos echando una ojeada al resto de la tienda y, al cabo, nos encaminamos hacia la salida. Y fue entonces cuando ocurrió.
Mis ojos se dirigieron como de pasada a la sección que contenía los libros de religión y filosofía. Reconocí al instante el lomo en blanco y negro. Me acerqué inmediatamente y un sentimiento de estupefacción se apoderó de mí. Allí, al lado de La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, mi libro me lanzaba una sonrisa. Mi libro, La fragua de Dios, escrito por Greg Bear, un libro que, sin ser una obra maestra, narraba la destrucción de la Tierra como jamás la había visto reflejada. Una destrucción que, ahora lo sabía, había identificado inconscientemente con la propia. De no haberme encontrado inmerso en tan luctuosa semana, habría dado botes de entusiasmo como un loco. Mi pasado se había cerrado.
Y eso es todo. No centren su atención en la calidad del libro, por favor. Seguramente me parece mejor de lo que es debido a cuestiones personales, las que les he contado. No, no es por el libro, sino por las circunstancias tan especiales que rodearon su obtención. Estuvo eludiendo mi búsqueda durante años, y al final lo encontré sin pretenderlo en una pequeña tienda perdida en un centro turístico de una ciudad marítima que jamás había pisado. Para un devoto de los libros, es algo que ya no se olvida. Si quieren una coda de despedida, añádanle esto a la historia. Buscando datos en Internet sobre la librería con los que documentar esta pequeña historia, sólo he podido encontrar la foto que tienen ustedes más arriba. Eso y la información de que la librería, tras más de 35 años desde su inauguración, fue cerrada y trasladada a otro sitio. Me gustaría pensar que justo después de que encontrara yo mi libro."
Bien, esa es la historia. No sabemos si el formato electrónico será a la larga mejor o peor, lo que sí sabemos es que ya está aquí, y que va a ser, irrevocablemente, el sucesor (in)natural del papel. Todos conocemos las ventajas. Entre los inconvenientes, quizás el único cierto es que la literatura perderá parte de su poesía, la que añade el soporte. Ya no se recorrerán con los dedos las bibliotecas propias en las tristes tardes de domingo, no se sentirá esa expectación particular que se tiene al visitar una librería y hojear las novedades, ni tampoco se podrá quedar con los visitantes para recorrer librerías de viejo. Ya no serán posibles historias como esta que les he contado.