La calle se llama Majalastablas. Todo junto, un nombre extraño, resonante y con muchas aes. ¿Las tablas son majas? ¿Qué tablas? ¿Pueden ser las tablas majas? Estas y otras preguntas parecidas, que nos daban muchísima risa, nos hacíamos cuando éramos pequeños y todo nuestro mundo en Los Molinos se reducía a ir de un extremo a otro de esta calle.
Treinta años después, Majalastablas sigue casi exactamente igual. Sin asfaltar, el mismo recorrido, las mismas torrenteras cuando llueve, (casi) las mismas casas, el polvo de arena los días de verano cuando hace un calor infernal, la oscuridad de las noches cuando en las casas que la flanquean no hay gente, el cambio de rasante... y el mismo comienzo en la cuesta de la estación y el mismo final en la "calle de tu casa, Moli".
Empezando por el final que podría ser el principio, pero que es el final porque siempre ha sido así; a mano derecha hay una casa que no estaba cuando yo era pequeña. Había un prado donde el vaquero metía las vacas cuando las sacaba del pasto que había detrás de nuestra casa. A veces, la cerca se quedaba abierta y las vacas salían a la calle y los coches se las encontraban paseando tranquilamente. A mano izquierda está Piedras Grises, con un seto enorme de arizónica que no deja ver la casa. A veces hay gente, pero otras muchas veces está vacía. Hacen fiestas; o hacían. Odio las arizónicas.
Un poco más adelante está La casa amarilla, una de mis favoritas de Los Molinos. Es una casa enorme y, obviamente, es amarilla. He estado un millón de veces dentro y es maravillosa, como de película. Siempre pienso que ya no se construyen casas así; es espectacular y con un encanto increíble. De pequeña me fascinaba el gran salón con ventanas circulares, una chimenea gigante ¡y una mesa de ping pong! ¿A quién quiero engañar? Me sigue fascinando. La casa, el porche, la gran escalinata para subir al piso de arriba, la cocina amplia y blanca restaurada con los muebles de los años 50. Mi primer amor infantil vivía en esa casa ¡Hola A, si me lees! Me parecía el colmo de la guapura y el atractivo, y su madre montaba unas fiestas increíbles en verano. ¡Tenían una piscina gigante con trampolín de tres alturas! Hace poco trepé la tapia y la piscina está rellena de tierra. Lloré del disgusto, aunque sé que era inevitable que algo así pasara con esa casa. El jardín era tan enorme, ¡pista de tenis, parterres y parterres de rosas, decenas de caminos secretos para esconderse!, que se dividió cuando llegó el momento de las herencias.
Pasada la gran verja de la casa amarilla, donde pone "Torreglory", un nombre horrible y que nadie conoce, hay una versión reducida de la gran casa. Es la antigua vivienda de los guardeses y es una preciosidad, como si los enanitos de Blancanieves se hubieran hecho una versión a escala. Por supuesto, ya no viven guardeses y hace tiempo que es una vivienda independiente de la grande pero tiene tanto encanto como la casa madre. Jamás he estado dentro y siempre que paso intento ver quién vive. Me imagino viviendo en ella y asomándome a las ventanas del piso de arriba con dos trenzas y corpiño.
Nada más pasar esta casa está el cambio de rasante. De pequeños nos parecía una cuesta enorme que primero nos daba miedo bajar en bici y más tarde, perdido el miedo, fue el escenario de cientos de caídas en bici, rozaduras en las rodillas y manos despellejadas al perder el control o quedarnos frenados en la arena que el ayuntamiento echaba de vez en cuando para intentar rellenar los baches.
Cuando era pequeña empezaba ahí la "zona de miedo". A la derecha, un prado lleno de zarzas, fresnos y sin luz. A la izquierda otra gran casa, una mansión que ocupaba toda la manzana y en la que no vivía nadie. Piscina, pista de tenis, rosaleda, gran jardín y una gran casa, enorme, de piedra. Los dueños se arruinaron o algo así y la propiedad se fue deteriorando hasta que otra familia de Los Molinos de toda la vida compró todo el terreno y construyó varias casas. No están mal y gracias a ellas ahora hay luz en ese tramo, pero no es lo mismo. En el prado sigue habiendo fresnos pero ya no hay zarzas, no se pueden coger moras... se puede jugar al pádel.
En la esquina del prado de los fresnos está Los Molinillos. También conozco a los que viven allí, son amigos de mis padres. Bueno, los dueños originales eran amigos de mis abuelos, y sus hijos amigos de mis padres...puff, tengo mil historias sobre ellos. Incluso estuvimos en México en casa de uno de ellos cuando le destinaron allí... Él estaba, está, es un poco peculiar. Me daba miedo de pequeña, ahora no le soporto... cosas buenas que tiene la edad.
Justo enfrente de Los Molinillos, está San Huberto. Ni sé las veces que he estado en esa casa; miles. Desde los diez años que entré por primera vez hasta el verano pasado, que fue la última que volví a entrar. En ella vivía y vive mi amiga S. Ella y todos sus hermanos; y ahora todas las parejas y montones de niños. He dormido, comido, merendado, celebrado bodas, cumpleaños y bailado coreografías imposibles enfrente de toda una patulea de familiares a los que no sé como conseguíamos reunir para jalear a siete niñatas haciendo el tonto.
El adosado en el que han vivido varios de mis amigos, San Agustín, otra gran casa con gente sólo en verano que se sentaba en tumbonas con cojines de rayas azules y blancas, Samay Huasi, víctima de algunos de mis actos de vandalismo infantiles, El Naranco, su caravana con pegatinas de escudos de todas las ciudades de Europa en las que sus dueños habían ido de camping y su tapia, en la que nos pasábamos horas comiendo pipas y viendo pasar a la gente. Y al principio de la calle, La Perla y el Buzón.
Todo sigue ahí, todo sigue exactamente igual. O no. Hay menos gente, las casas están más tiempo vacías y ya no es una calle oscura. Majalastablas era la medida de mis paseos y de mi mundo... sigue siéndolo.
Recorría Majalastablas lo más rápido que podía porque lo importante era llegar.
Ahora la recorro llena de nostalgia, disfrutando de lo que queda, añorando lo que ya no está y recordándome y sintiéndome con doce años.
Majalastablas, la medida de mi mundo.