Tome el teléfono, tardé un par de minutos para llegar a contestar. Es poco común recibir llamadas a las 12:30 de la noche. Una voz extraña respiro de forma arrítmica y acelerada y luego menciono el nombre de mi hermana.
-No me dejes- decía- Ariadna, no me dejes…
-Aló, quien habla- conteste.
Ella se está bañando, que tal si…- Y en ese momento escuche una voz extraña o algo, el sonido espantoso me rodeaba, giraba la cabeza de un lado a otro con el teléfono en mis manos, pero no daba con lo que originaba aquel desagradable aullido.
–Qué tal si le deja el mensaje- intente continuar con la llamada pero ya habían cerrado la línea.
El teléfono estaba en el salón del piso superior, así que tras ponerlo en su lugar camine rápido hasta mi habitación. La verdad es que a los 16 años, no soy un niño que puede esconderse entre sabanas, pero tampoco estaba preparado para encargarme de algo que en resumidas cuentas parecía ser cualquier cosa menos humano.
Al llegar a mi pequeña habitación, aquel cuarto con paredes de color azul, un azul desteñido y muerto, pensaba en ello. Una duda me acorralaba, como un lobo acorrala a su presa. Por un instante la vista se posó en el librero viejo he inclinado de madera rustica y mal pulida que poseía en mi habitación, estaba cargado de todo tipo de libros, aunque no existía entre la revoltura de aquel mueble, un solo volumen que me respondiera a la cuestión urgente de la noche.
De repente, mientras miraba a las aspas negras del abanico que colgaba de mi techo cual araña metálica, di con una posible repuesta, aquella posible explicación derivaba de un informe al que tuve acceso hacia alrededor de dos meses, cuando al leer la correspondencia de mi padre supe sobre las psicofonías.
Era un hombre racional, no me dejaba llevar ni por espíritus ni por espectros, y lo más místico que lograba aceptar era a la filosofía. Ver para creer, y en eso puedo definir toda mi manera de pensar. La noche era aún muy joven y yo estaba cada vez más asustado, la posibilidad remota pero latente de que algún ser del trasmundo pudiese estar cerca mío en ese preciso momento me aterraba.
Bien pudo ser el aire frio que invadía la habitación casi emitiendo el característico ruido de todas las noches, una especie de silbido seco y ahogado. ¡Maldita ventana!, pensé. Mi habitación estaba en el segundo piso y por ello a veces la brisa entraba con más fuerza, aunque no me quejo porque la verdad la vista panorámica que posee la habitación me recompensa, bien puedo ver hasta el cementerio del pueblo desde aquí o a la pálida luna y sus cuartos menguantes, o el bosque negro de los Esnifarés donde se supone se encuentran escondidos demonios ancestrales.
Lo de las psicofonías era toda una locura, lo sé. En la casa, específicamente en el garaje, había un micrófono que se usaba algunas veces en el verano, era del vecino de al lado, Mr. Josep Parker, que solo venia de vacaciones y me pedía le guardase algunas de sus pertenencias.
El problema era llegar al garaje sin contratiempos de ningún tipo, conozco la casa, pero también le temo, es grande y vieja, ha sido restaurada varias veces, además tiene un extraño olor del que desconocemos su procedencia.
Me dispuse a atravesar el largo corredor que lleva a las escaleras, nunca me gusto ese corredor. Las caras largas de los rostros en las pinturas, parecían derretirse conforme avanzaba por el recinto, los espejos se tornaban verdes, su color original, pero no reflejaban nada, como si estuviesen vacíos. Incluso con una vela encendida, al acercarme al espejo este parecía no ser alcanzado por la tenue luz. Díez pasos llevaba, viajaba lentamente y pisaba con cuidado, de repente mi vista alcanzo a ver la escalera, estaba iluminada por la luz plateada de la luna, aquel descenso fantasmal no estaba a más de 5 metros cuando vi la primera silueta moverse, era una especie de reptil, semejante a una serpiente aunque de un tamaño considerablemente superior, los ojos le brillaban y contrastaban con la negrura de su cuerpo. Esos ojos verdes, eran verdes y azules, azules y rojos, me asuste.
Espere escondido bajo una mesa en ese corredor que desemboca en las escaleras, una mesa a casi a 5 metros del fantasmal descenso, escuchaba el crujir de la madera que levantaba la casa en sus simientes, era normal y casi que característico de ella. Pase alrededor de 10 minutos bajo aquel mueble, la bestia se movía con una lentitud desesperante y los ojos que cambiaban de color, se dejaron de ver, se perdieron en los límites de la ventana. Camine hasta las escaleras e inicie el recorrido, baje cada escalón, uno a uno, y adelante parecía aparecer otro igual, parecía no bajar del todo, parecían escaleras infinitas bañadas por una luz de averno, pero llevaba casi la mitad del descenso cuando las luces de la biblioteca de mi padre se encendieron, él no estaba en casa.
Estaba yo congelado, detenido como un muñeco de cera en medio de las escaleras, era algo más que luz, aquello que me detuvo esa noche, un sonido, una música que no era la del silbido muerto del aire frio que se cuela en mi ventana, sino algo más humano, aunque no por ello más cálido. Aquel sonido provenía del fonógrafo de mi padre, era el Nocturno número 1 de Chopin.
Ya no sé si solo sonaba en mi cabeza o era una orquesta infernal dirigida por la luna gibosa y altiva.
Regrese en mí, tras contemplar la terrible escena, era todo una locura, tal vez un sueño. Seguí bajando hasta tocar el suelo frio de la planta baja. Unas baldosas horrendas de colores rojizos y chillones me hacían sentir que caminaba sobre el infierno congelado, la música, la luz, la luna, mi padre…
Cruce el gran salón, ya de forma directa, sin esconderme, sin titubeos, sin miedo. Al llegar me detuve frente aquella puerta de madera vieja y negra, estaba entreabierta. Este era el origen de la luz, de la música, del olor desagradable que siempre albergo la casa.
Tome la perilla y por mi mente cruzaron todos los recuerdos de una vida. Empuje lentamente la puerta y entre, todo estaba en orden, los libros, las notas, los licores. Aquel estudio no poseía más que una mesa central, las paredes estaba todas ocultas gracias a estanterías colmadas de libros, que se alzaban como los pilares de alguna acrópolis griega y que se erguían hasta el techo.
Habían dos libros en la mesa, un volumen verde de Herodoto, los nueve libros de la historia, y el otro no lo identifique, estaba muy garabateado, las notas no me dejaban descifrar su contenido. Todo era normal dentro de la anormalidad de la noche, entonces escuche algo en el baúl secreto, aquel que servía de soporte a la madera que hacía las veces de mesa circular en el centro de la habitación. Solo mi padre conocía lo que albergaba al cofre que soportaba la mesa, recuerdo me dijo, que algún día seria yo… que sería yo el responsable de aquel tesoro misterioso y perenne. Pensé en empujar a un lado la mesa, pensé en salir corriendo, pensé en morir cuando en el suelo, en la esquina última de la habitación ojee las notas inconclusas de mi padre, sobre la preservación de los cuerpos, sobre los beneficios de amoniaco en seres de muerte reciente y a su lado una foto, la foto de mi madre.
Del baúl salió una voz, como la del teléfono. Una voz capaz de derretir las pinturas y alargar los pasillos, una voz que hacia eterna una bajada por las escaleras. La voz de mujer o de bestia. Una voz gutural que reclamaba agonizante…
Hijo ven por mí….