Editorial Pocket
Edhasa. 383 páginas. 1ª edición de 1963, ésta es de 2013.
Traducción de Elena Rius.
Recuerdo haber leído sobre la
obra y la vida de Sylvia Plath (Boston,
1932 – Londres, 1963) en algún suplemento cultural de los años 90, y recuerdo
haber sentido fascinación hacia su imagen joven, atractiva y trágica. Fue en
1998 cuando compré su libro de poemas más famoso, el titulado Ariel.
Un libro de poemas que no acabé de leer en su momento, no llegué a conectar con
su poesía, en muchos casos surrealista (no quiero hablar más sobre Ariel, porque habrá una reseña sobre
este libro el próximo domingo). Sin embargo, desde hace mucho tenía pendiente
leer la única novela de esta poeta, La
campana de cristal. Es uno de los relatos que escribí hace tiempo uno de
los protagonistas leía este libro, lo que tenía una simbología en el cuento (yo
sabía de qué iba la novela aunque no la hubiese leído), y aunque sólo fuese por
esto me parecía que le debía una lectura. Hace unas semanas (creo que ya meses)
se la vi en clase a una de mis alumnas de segundo de bachillerato, una alumna
aficionada a la literatura de autores como Irvine
Welsh, Ernest Hemingway o George Orwell (éste último autor lo
conoció gracias a que yo mando en primero de bachillerato para mi clase de
economía la lectura de Rebelión en la granja, de lo que
siento muy contento). Comenté el libro con mi alumna y le pedí que me lo dejara
una vez que lo hubiera acabado. A veces siento envidia de ese pequeño grupo de
alumnos del colegio donde trabajo que se han aficionado a la literatura y están
ahora leyendo a Jack Kerouac, por
ejemplo. Me da un poco de rabia cuando les veo acercarse a libros
fundamentales, que en muchos casos yo ya he leído y que ya no podré leer por
primera vez, pero en otros casos esos libros no los he leído –como ocurría con La campana de cristal-, mientras me
pierdo en un mar de novedades literarias.
Así que después de tantos años de
rondar la lectura de La campana de
cristal, por fin me he acercado a ella.
Este libro está escrito en 1961y
en él Sylvia se acerca – a través del alterego que supone su protagonista,
Esther Greenwood- a acontecimientos de su vida que tuvieron lugar en 1953. En
junio de este año Sylvia se trasladó de Boston a Nueva York para trabajar como
becaria en la revista Mademoiselle. En agosto, de vuelta a la casa materna, se
intenta suicidar ingiriendo pastillas. Se había escondido en el sótano de la
casa y fue encontrada al tercer día. Se salvó porque el exceso de pastillas
tomadas la obligó a devolver. Tras este episodio fue ingresada en un centro
psiquiátrico. En 1954 pudo, sin embargo, regresar a la universidad.
La novela comienza con Esther
Greenwood, una joven de diecinueve años, en Nueva York. Ella procede de un
pueblo a las afueras de Boston y ésta es la primera vez que sale del estado de Massachusetts. Ha ganado un
premio de redacción convocado por una revista de moda, y junto con otras chicas
de cualquier rincón de Estados Unidos comparte estancia en el hotel Amazon. El
premio les permite conocer a personas famosas en el campo en el que han ganado
su premio y trabajar como becarias para la revista.
La narración de las semanas que
Esther pasa en Nueva York está contada con gracia y sentido del ritmo. Diría
que estas páginas están influenciadas por El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, publicado en 1951. Esta
primera mitad del libro (las semanas en Nueva York) funcionan como una novela
de iniciación, muy en la tradición narrativa americana: los acontecimientos se
suceden de forma rápida y el lector se hará una composición de la personalidad
de los personajes según reaccionan a los sucesos más que por sus reflexiones.
Pero existen ciertos elementos aquí que nos hacen pensar que lo leído supera en
cierta forma a la clásica novela de iniciación: un aire sombrío se cierne de
forma constante sobre las aventuras de Esther en Nueva York. Ésta es la primera
frase de la novela: “Era un verano extraño, sofocante, el verano en el que
electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva
York.” El enunciado “yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York” entronca
con la poética de El guardián entre el
centeno, con el nihilismo aventuro beatnik, pero la forma de señalar el
tiempo -“el verano que electrocutaron a los Roseberg”- nos da ya el tono del
estado de ánimo de Esther. En la segunda página Esther nos pone al corriente
que no puede apartar de sus pensamientos la cabeza del cadáver que le había
mostrado Buddy Willard, un joven estudiante de medicina de su mismo pueblo
natal y que parece destinado, según la visión tradición del mundo de la década
de 1950 en Estados Unidos, a ser su marido. Esther se relaciona con las otras
chicas que han ganado el premio de escritura, conoce a gente en un Nueva York
sofocante, pero muchas de las metáforas con las que explica la realidad tienen
que ver con la muerte y la oscuridad.
El fin de la estancia en Nueva
York de Esther se acerca y desde la revista que le concedió el premio le piden
la realización de una foto. “No quería que hicieran la foto porque iba a llorar.
No sabía por qué iba a llorar, pero sabía que si alguien me hablaba o me miraba
con demasiada atención, las lágrimas brotarían de mis ojos y los sollozos
brotarían de mi garganta y lloraría durante una semana.”, leemos en la página
162 y a partir de aquí vamos a comprender que el verano se ha torcido
definitivamente para Esther.
Vuelve a su casa materna en el
pueblo de Boston. Y aquí parece empezar, aunque no esté marcado en el texto,
una segunda parte de la novela. Se baja del tren y va al encuentro de su madre.
Así queda descrito el momento: “Una calma veraniega extendía su reconfortante
mano sobre todas las cosas, como la muerte” (pág. 181).
Los planes de Esther no
funcionan: no ha recibido la beca de creación que estaba esperando, tal vez
intente escribir una novela de trasfondo autobiográfico…, pero los pensamientos
negativos irán apoderándose de ella y la idea del suicidio cobra cada vez más
fuerza. Hasta que lo acabará llevando a cabo la Esther de la novela de una
forma similar que lo llevó la Sylvia de la realidad. Entonces empezará para
Esther un peregrinar por diferentes instituciones psiquiátricas. Atrás quedan
para ella y el lector los días de Nueva York, que, a pesar de la losa
amenazante con que estaban narrados, constituirán el pasado agradable de la novela.
Lo curioso es que se percibe
entre una parte y otra de la novela un cambio de tono: el estilo rítmico, con
metáforas negativas, de la primera parte, da pie ahora a un estilo más seco,
más cerebral. Sylvia Plath elige un estilo más aséptico, más plano, para
describir las etapas de desequilibrios psíquicos más fuertes de Esther; y esto
hace que se dé la paradoja de que las semanas aventureras de Esther en Nueva
York parezcan estar narradas por una persona desequilibrada y las de su
estancia en psiquiátricos estén narradas por alguien perfectamente cuerdo.
La campana de cristal se
convirtió en un mito del movimiento feminista estadounidense cuando fue
publicada la novela en este país en 1971 (primeramente se hizo en Gran Bretaña
en 1963, con el seudónimo de Victoria Lucas, semanas antes del suicidio de la
autora). Parece ser que el problema psiquiátrico de Sylvia Plath sería un
trastorno bipolar que en la época no fue tratado de la forma más adecuada.
Llegó a recibir (igual que la Esther Greenwood de su novela) electroshocks.
La campana de cristal está escrita en 1961 y narra acontecimientos
de una década antes, el tema de la libertad femenina está muy presente en este
libro:
“El problema era que yo detestaba
la idea de trabajar para los hombres de cualquier forma que fuera.” (pág. 124)
“Yo no podía soportar la idea de
que una mujer tuviera que tener una vida pura de soltera y de que un hombre
pudiera tener una doble vida, una pura y otra no.” (pág. 133)
“Lo que odio es la idea de estar
a merced de un hombre –le había yo dicho a la doctora Nolan.” (pág 347)
En la página 349 aprovecha un
permiso del hospital psiquiátrico para acudir al médico y comprar un diafragma:
“Estoy trepando hacia la libertad, libertad del temor, libertad de no casarme
con la persona inadecuada.”
Quizás en la segunda parte Sylvia
Plath aceleró el proceso de escritura (he leído en internet que el libro fue
escrito en un periodo breve de tiempo), y esto hace que en algunas de sus
escenas se abuse de las elipsis y que no quede del todo clara la relación entre
los personajes; pero sin duda, La campana
de cristal es una lectura intensa, de gran potencia, escrita con las
entrañas, que tras finalizarla, cuando Esther puede retomar su vida, nos deja
el poso de una inquietante pregunta que en realidad nos apela a todos nosotros:
“¿Cómo podría yo saber si algún día en la universidad, en Europa, en algún
lugar, en cualquier lugar, la campana de cristal con sus asfixiantes
distorsiones, no volvería a descender?” (pág. 378)