Revista Cultura y Ocio

La caracola silenciosa

Publicado el 03 mayo 2015 por Elarien
La caracola silenciosa  LA CARACOLA SILENCIOSA
El reflejo de la luna ilumina la espuma al romper contra la orilla helada. Bajo el lecho del océano, una caracola recoge la cadencia profunda de la marea, el silencio de la luz, las pausas entre olas y la quietud del hielo que cubre la arena. Está rajada y, a través de su fisura, el rumor del mar se escapa. El sonido se pierde y su voz se desvanece.
Una sirena, vestida de noche, de cabellos blancos de luna y cuerpo de estrellas de ónix, lanza conchas que saltan sobre las olas y salpican gotas que burbujean antes de hundirse en el mar. La caracola, muda, contempla a la sirena. ¡Hasta sus cabellos cantan con ondas de brisa sobre el agua! Por un instante sueña con ser como ella y resonar con la voz del viento. ¡Si pudiera mudarse en sirena para sentir el sonido y cantar, solo una vez! ¿Cómo sería notar el cosquilleo de la música al filtrarse a través de ella antes de devolverla al silencio? La caracola se estremece de esperanza con el sueño de esa nota, y de añoranza ante su ausencia.
El silencio se hace denso con la noche, pesa dentro y fuera de la caracola dormida. Llega la calma de la oscuridad previa a la aurora. El tiempo se enlentece, se detiene al alba y con el día se reanuda.
Los primeros rayos de luz se filtran tímidos entre nubes de gasa. La sirena despierta cubierta de amatista. Un velo de bruma cubre el agua y amortigua el oleaje que arrastra a la caracola hacia el mar. La sirena la recoge y percibe el silencio que la llena. La acaricia dulcemente y palpa las suaves ondas de nácar rotas por una grieta invisible.
La sirena canta. Su voz se refleja en las espiras pero la melodía se cuela entre sus dedos y desaparece. El sonido enmudece. La caracola permanece silenciosa.
La sirena desaparece en la espuma, se balancea en la cresta de las olas y se sumerge hacia el fondo del océano. Sus cabellos se tiñen de agua plateada y de rayos dorados de sol. No es más que un reflejo de luz en el océano, una ola que arrastra a la caracola. Su cuerpo es una corriente, un remolino que dispersa bancos de peces.
La sirena avanza mar adentro. Cuando se cansa, busca una manta en el fondo de arena. Al caer la tarde se asoma de nuevo entre las olas para saltar con un grupo de delfines. A ratos no es más que otra ráfaga de viento que riza el mar.
El sol se pone en el horizonte y la sirena, de piel de bronce y cabellos de oro fundido, nada hacia él. Llega al lugar donde se recoge el último rayo del día y resbala con el haz hacia las profundidades. La luz se hunde hasta detenerse en el tridente de Neptuno que guarda el sol durante la noche para evitar que abrase a la delicada luna. La sirena engarza la caracola sobre un diente y hace vibrar el tridente. El mar explota en música. Las notas percuten sobre el agua, se deslizan sobre el fondo. La caracola resuena y recoge los sonidos. Su concha de nácar se enciende cubierta de ondas, se expande como el océano y guarda el ruido del mar en su interior.
La caracola tiembla, gira, ondula, se ilumina. El sonido la rodea, se diría que la sostiene. La música la llena, la colma y rebosa, hasta que, finalmente, la transforma. Como en una danza se desenroscan sus espiras y, al liberarse, se cimbrean y se estiran en una ondulante cola. La espuma la envuelve en una cascada blanca que la rodea en una larga cabellera. Su cuerpo nacarado brilla y estalla en miles de estrellas, en millones de escamas de luz. En medio de una tormenta de burbujas, se lanza impulsada por su aleta de delfín. Asciende en medio de un torbellino vertiginoso y su figura se funde con las corrientes de agua y rompe los bancos de peces. Canta... Canta y la música templa su hermosa voz de sirena.


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