Revista Opinión
Nadie se tome estas líneas como burla o sátira, ni tan siquiera parodia, de la situación que se describe. Ni como humorada, porque van cargadas con la mejor de las intenciones y no están en absoluto carentes de lógica.Muchas de las personas en situación de indigencia se han visto, a veces, inmersas, por razones sociales o familiares, en ambientes en lo que no es oportuno, por propia dignidad o respeto a los allegados, revelar o mostrar la situación de penuria en que se hallan. Si además en tales círculos afloran la petulancia y la ostentación, razón de más.Propongo pues, para no quedar relegados al ostracismo en tales bretes, un tipo de intervención en la que no se incluye ninguna imprecisión, ninguna mentira y sí algo de potencia refractaria a los vanidosos. Por ejemplo (cada cual lo adapte a su circunstancia): “Me levanto a media mañana, me pongo mi camisa Massimo Dutti, los pantalones Burberry, zapatos Lotusse y me enfundo la cazadora Jak & Jones. Me sirven el desayuno, leo la prensa y me voy a trabajar. A la hora de la comida, el chef me sorprende cada día con una especialidad distinta y los camareros siempre tienen alguna deferencia conmigo que, al fin y al cabo, soy cliente habitual. No perdono mi siestecita, mi tertulia y mi paseo por los lugares frecuentados por la más exquisita sociedad. Cuando anochece me reúno con los amigos a comentar la jornada y «chascarrillear» sobre mil temas. Finalmente el chófer me lleva casa donde ya encuentro preparada la cena. Y a descansar.” Si a esta frase le añadimos una voz engolada y grave de intelectual consagrado, como hace un amigo mío, el resultado es perfecto.Paso a interpretar el texto para que se demuestre, como ya he dicho, que no hay mentira o imprecisión. Me visto con la ropa que hay en los sitios donde ofrecen ducha y cambio de vestimenta a los indigentes, en los que no es raro encontrar buenas marcas. El desayuno (un cortadito si llega o fiado si se tercia) me lo sirve Paco, el de la tasca que frecuento y donde leo el periódico de la casa. Me voy a trabajar —¿o no es trabajo recoger chatarra, asistir a algún taller de alguna asociación altruista o aposentarse en algún lugar a pedir caridad?— y la comida la hago en algún comedor social en el que irremediablemente el menú varía al albedrío del cocinero de turno y los que atienden son voluntarios o contratados que siempre tienen algún detalle en forma de frase de ánimo o palmada en la espalda. ¿La siesta?; según el clima, ¡que gloriosas siestas se pueden disfrutar en el banco de un parque arbolado con la tonada de los pajarillos o al abrigo de una estación de autobuses con música ambiental de fondo! El paseo y la tertulia se dan en ocuparse en las tareas de la mañana y en charlar con los amigos ocasionales de la misma condición. La reunión nocturna en otra tasca donde cae algún vinito o cortado (según adicciones) que siempre alguno ha tenido un buen día y puede pagar. El chófer del metro o el autobús, abordado con frecuencia sin billete, me acerca a mi casa —¿no es una habitación el cajero automático, un techo el cielo estrellado o, aún más, un piso compartido gracias a la ayuda de alguna fundación dedicada a tal menester?—. La cena está preparada porque la he hecho por la mañana o la he conseguido ya elaborada en forma de bocadillo. Y a descansar.Lo dicho: ni una falsedad ni una inexactitud. Si esto se adereza con un poco de elegancia, buena compostura y alarde de aplomo, quedaremos estupendamente, no habremos comprometido a las personas que no deseamos que se avergüencen de nosotros y habremos acallado las gollerías de los fatuos.