Imagen tomada de aquí
Éramos
muchos. Tal vez demasiados corredores para una prueba de velocidad
como aquella. Al principio sobre todo. Pero no resultaba fácil
llegar a la meta, muchos se quedarían por el camino.
Habíamos
estado concentrados desde mucho antes del inicio de la competición,
preparándonos, mentalizándonos. Allí reunidos en un espacio
relativamente pequeño, acumulando fuerzas para el gran día que ya
se avecinaba.
Y
de pronto, alguien dio la salida.
Partimos
de allí a la carrera, con mucho ímpetu, en tromba. Íbamos frescos,
descansados, con brío, ilusionados, entusiasmados por llegar a
nuestro destino, por conseguir el triunfo. Nos jugábamos mucho en
ello. Resultaba crucial en nuestra trayectoria profesional. Era un
recorrido que demostraría la rapidez desarrollada por cada
participante. No era un maratón de esos larguísimos donde lo que
cuenta es la resistencia, el saber dosificar las energías para no
gastarlas enseguida. Aquí lo importante era la capacidad de
desplegar al cien por cien la aptitud de cada uno, imprimir la
potencia máxima desde el inicio, sin mirar hacia atrás, pendientes
tan solo de llegar en primer lugar. Aquí no valía llegar el segundo
o el tercero. Solo había premio para uno, el que primero llegara a
su destino. Y la meta estaba ahí, muy cerca…
Avanzábamos
con denuedo por un camino estrecho. Ya quedaba poco. Luego, lo
angosto del trayecto se modificó de repente y apareció ante
nosotros uno más amplio, como si corriéramos en tropel dentro de un
túnel recto y oscuro. El recorrido llegó a su fin cuando, dejando a
los demás fuera, fui capaz de entrar dentro del óvulo para
fecundarlo. La victoria fue mía.
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