Revista Arte
¿Qué pasó por la mente de aquel que por primera vez quiso hacer Arte sin saber siquiera hacerlo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros en realizar aquello que él sólo pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzó por primera vez la idea obsesiva de procurar Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas, hasta que los romanos continuaran luego con aquel aprendizaje cultural heleno, todas las dedicaciones del Arte -promotoras y ejecutoras- fueron ocasionadas por la clase social alta. Sólo ellos podían recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera acaso podrían imaginar.
Un noble romano, Cayo Mecenas (70 a.C. - 8 a.C.), amigo íntimo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante al imperio, auparía al olimpo de los exclusivos del Arte literario de entonces a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con él comenzaría aquella dedicación desinteresada en fomentar la creación de otros. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta originalmente, sí acabaron rodeándose de estos círculos elitistas sociales para medrar -justamente, sin duda- en las más altas cumbres de la Creación y de la vida.
Y así continuó la vida, hasta que el mundo clásico romano cambiara para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un intelectual romano que viviría en aquellos tiempos convulsos -en que se produjo la mayor revolución social de la Historia realmente- en donde el mundo dejó de ser pagano para convertirse, oficialmente, en cristiano. Perteneciente a la casta senatorial romana, sin embargo su pasión por la cultura y las artes -llamadas liberales por entonces, eran todas aquellas disciplinas que cultivaban el intelecto frente a las tareas manuales o guerreras- y que le llevaría a ser un admirador de la creación literaria y retórica. Ambas las utilizaría así además en su período político en Rávena -la Roma de aquellos convulsos y finales años del imperio.
Todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque -como todos- no sentirían un especial interés por lo religioso. Pero, pronto algo cambió, algo les hizo cambiar. Aquellos años fueron muy difíciles, enfrentamientos con los bárbaros, con los bizantinos; Roma estaría asediada y trastornada. Fue, quizá, una salida mental a un problema medioambiental inevitable. Y a tanto llegó la decidida conversión piadosa de Casiodoro, que crearía hasta un monasterio en Italia sobre el año 555. Y allí se retiraría, lejos de las convulsas luchas sociales, para dedicarse a la promoción cultural de aquella Artes liberales. En este monasterio se refugiarían otros, no como él sólo -desheredados algunos también-, pero decididos a conservar y potenciar la cultura, y en donde no se preocuparían ya por su manutención y su cuidado, y así, resueltamente, acabarían transmitiendo aquel saber de los textos de siempre, tanto sagrados como paganos.
El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la recreación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la Historia, la Iglesia también -nos guste o no- fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso que ojos humanos hubiesen podido contemplar, absortos acaso, en alguna que otra ocasión. Cuando el cardenal Odoardo Farnese, hijo del gran Alejandro Farnesio -nieto bastardo del gran emperador Carlos V-, decidió decorar su extraordinario palacio romano buscó al pintor desconocido Annibale Carracci. Este pintor fue ya muy atrevido, y sus alardes artísticos no le hacían ascos a la mayor sensualidad conocida por entonces en el mundo. El curioso cardenal desearía admirar aquellos voluptuosos cuerpos -gracias a la mitología- tan sólo para él, lejos así de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales del siglo dieciséis.
¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista genial creación, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de los mecenas -Felipe II- que pudiera por entonces tener un pintor? Su viaje por Italia en 1570 fue providencial, conocería al miniaturista Giulio Clovio, que acabaría ayudándole en su visita a Roma. En estos círculos tan atrevidos, tan audaces en la creación, El Greco conseguiría destacarse con una creatividad que culminaría en España, en Toledo, en los años de mayor alarde compositivo de una maravillosa y sublime creación -la manierista más avanzada- para aquella su época finisecular.
Los ambientes regios que el genial Goya pudo frecuentar en la corte española de finales del siglo XVIII, tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Sin embargo, uno de los personajes más curiosos de la familia real española -que acabaría siendo uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785), hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V. Este infante se enfrentaría incluso con el círculo más arcaico de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habrían dirigido desde la niñez- para casarse incluso con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo esposa del fatídico político español Godoy.
Pero, los creadores que comenzaron con el invento visual del cinematógrafo acabaron siendo como aquellos artistas -Velázquez, Rubens- que pudieron componenr sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores que produjeron sus propias y geniales películas. Hasta que las productoras lo cambiaron todo. Entonces, la creación se escindió. Ahora se idearían las obras que otros realizarían con sus métodos técnicos. ¿De quién, entonces, sería la autoría real de la creación terminada? El gran Orson Welles lo fue, creó, ideó, realizó, promovió y disfrutó con casi toda su obra. Otros, tan sólo acabaron desarrollando lo que otros ya pensaron antes o idearon de verdad. Muchas de las obras que vemos aún, y admiramos en la pantalla, no fueron creadas por la mente inicial del director. No. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera, que ese Arte pudiera vivir, existir, y que acabara, por fin, resulgiendo más allá de las insinuadas maneras de colegir una creación.
(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clavio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)
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