Revista Cultura y Ocio

La Dama de la Luna

Publicado el 07 mayo 2015 por Elarien
La Dama de la Luna
Hace mucho, muchísimo tiempo, en un lugar mítico y muy lejano, existió una diosa implacable, hecha de fuego, roca y lava. Su nombre era Deneb.
La vida había huido de su territorio, los bosques habían perecido abrasados y la tierra devastada no era más que un desierto de cenizas. Una nube de humo oscurecía un sol tan pálido que a duras penas iluminaba una escena gris y desoladora. Sólo bajo la serena luz de la luna se mitigaba el dolor del paisaje. La claridad plateada del astro le confería una suavidad y una calma de la que, en realidad, carecía. La osada luna, condensada en su Dama, cicatrizaba las heridas de la tierra y preservaba sus semillas de vida. Con cada cuidado se avivaba la ira de la destructiva diosa.
Atrapado en el rigor de ese mundo vivía Zohr, un dragón negro, esclavo del maleficio de la coraza tenebrosa que lo cubría, una coraza forjada por la propia Deneb. Sin embargo, a pesar de su vasallaje a la diosa de las tinieblas, el corazón apasionado del dragón le pertenecía en secreto a Selene, la Dama de la Luna. Zohr evocaba en sus sueños el momento en el que un pálido rayo lunar, al rozar el suelo, le había permitido entrever, durante un instante fugaz, la figura de la Dama. No había sido más que un  soplo de aire fresco, una aparición velada, etérea como la luz nocturna. No obstante el recuerdo de aquella visión se había grabado a fuego en el corazón del dragón, que constantemente rememoraba la silueta de su amada y la esculpía a escondidas con suspiros de humo.
En la larga noche del solsticio de invierno, la luna llena bañaba la tierra con un halo de hielo y escarcha. El dragón velaba el astro y anticipaba el momento del roce de sus rayos sobre su cuerpo. Un haz de luz llegó hasta él. Todo su ser se tensó. El brillo se reflejó en sus escamas y el contacto le hizo estremecerse de emoción. La excitación le encendió.
La Dama de la Luna En ese instante el aire refulgió, se saturó de chispas impregnadas de magia. La claridad relumbró cegadora y el resplandor se modeló en una figura de mujer: cristalina, sublime, apenas tangible, apenas visible. Selene surgió ante la mirada maravillada de Zohr. El dragón contempló a su amada con el corazón henchido de felicidad, sin osar respirar por miedo a despertar. Sus latidos se aceleraron. Todo su ser vibró bajo la fuerza de su pasión. La Dama posó sus ojos grises sobre la criatura palpitante de adoración. Sus miradas se cruzaron y el fuego que abrasaba el corazón de Zohr derritió algo en el interior de la Dama. Presa de la turbación, Selene tocó con su mano la frente febril de su enamorado. El contacto templó su fuego y bajo el roce de los dedos se grabó la impronta de una estrella de plata.
Selene acarició la coraza de Zohr, palpó el escudo de dolor que le aprisionaba y sintió que, a pesar de su rigidez y su dureza, aquella coraza no bastaba para contener su espíritu. Cautivada por la entereza de aquel ser extraordinario y frágil, sometido pero poderoso, subió sobre su lomo. En medio de un halo de claridad, levantaron unidos el vuelo. Se deslizaron en el viento como la sombra iluminada de una nube. Seducidos por la belleza del cielo estrellado, la Dama y su dragón dibujaron estelas sobre el firmamento semejantes a las de un cometa errante.
Al despuntar los primeros destellos de la aurora, Selene besó con tristeza la estrella de la frente de Zohr y se despidió de él. Recogió los últimos reflejos de la larga noche del solsticio y se atenuó entre ellos mientras se retiraba.
Sin embargo Deneb había descubierto a su enemiga en el momento de despedirse del dragón. Aunque se sentía furiosa por la deslealtad del cautivo, no quiso desaprovechar la ocasión para destruir a la Dama. Vencida esta, la luna perdería su espíritu y se tornaría vulnerable. Ese sería el momento para apagar por completo su esplendor, ya de por sí débil bajo la luz del alba. Usurparía el astro a la noche y satisfaría, al fin, su deseo de dominarla y de sumirla en la oscuridad más profunda.
La diosa desató su cólera, abrió la tierra y la alzó en una columna de roca y fuego. El humo, denso de cenizas, cegó a Selene, protegida apenas por el escudo de luz tenue del final de la noche. La columna de roca se plegó sobre la Dama en una inmensa montaña. La luna tembló en el cielo.
Al sentir a su amada en peligro, la furia del dragón entró en erupción. La estrella de su frente se iluminó. Un rayo de plata encendió sus escamas y la coraza que lo esclavizaba estalló. El hechizo reventó en un sinfín de añicos. Transformado en un dragón de luna, blanco y majestuoso, Zohr levantó el vuelo. Con su aliento de llamas glaciales atacó los ríos de fuego que arrasaban la tierra. La lava se congeló y el hielo hendió las grietas de las rocas. Las fisuras se dilataron, la tierra se fracturó y la montaña se abrió. Selene montó sobre Zohr y ambos escaparon. ¡Eran libres!
En un esfuerzo desesperado por atraparles, Deneb sacudió la tierra. El suelo se elevó, ondeó con la intensidad de la sacudida, antes de hundirse en una profunda falla. El volcán se desplomó. Las laderas se derrumbaron en un alud de lodo, fuego y rocas que arrastró en él a la diosa. El seísmo la arrojó al abismo. Se convirtió en prisionera de su montaña derruida. La piedra cristalizó y Deneb quedó sepultada en el interior de una tumba inexpugnable de duro diamante.
La Dama de la LunaZohr se posó con Selene sobre la tierra arrasada, un desierto árido de bosques calcinados. El rocío del alba cubrió el suelo reseco y despertó las semillas dormidas. En el cielo la claridad de la luna se desvanecía bajo el resplandor del sol. El aire se saturó de magia. La luna envolvió a su Dama en su luz de plata y la estrella dorada de la aurora refulgió cegadora sobre las escamas heladas del Dragón. Los dos astros convergieron y un relámpago de oro y plata iluminó la mañana. La silueta de un dragón ardiente de sol y una dama argéntea de luna, etérea como la misteriosa noche, se recortó sobre el cielo de aquel amanecer deslumbrante.
Aún ahora, en las noches de solsticio, la Dama y su dragón se escabullen de su refugio celeste y dibujan sobre el firmamento la estela de un cometa que baila fugaz entre las estrellas.

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