Barcelona inaugura hoy el Mobile World Congress. En la feria, de la que se espera un retorno para la ciudad de 275 millones de euros, dinero que no veremos ni notaremos los comunes de los mortales, escucho que se lanzarán nuevas aplicaciones para hacernos la vida sea no ya mucho más fácil, sino para convertirla en una invitación a la atrofia muscular y mental. Se han desconvocado también las huelgas de metro y autobús que amenazaban con dejar la ciudad a expensas de transeúntes desorientados por la luz de la mañana, apresurado el paso hacia un destino al que llegarían tarde. Mientras esta ciudad móvil se dispone a ser conquistada por smartphones de última generación, aplicaciones para encargar limusinas o mambotaxis, móviles submarinos o coches con Internet incorporado conducidos por yuppies que viven en un universo burbujeante de bonanza ajenos por completo a la que está cayendo, The Artist, una película muda, francesa y en blanco y negro arrasa en la meca del cine. La película narra el cambio de ciclo que supuso el paso del cine mudo al sonoro. Habla de las víctimas, daños colaterales, que quedaron en el camino, sorprendidas con el paso cambiado. The Artist triunfa hoy en la era de Internet, mientras nuestras palabras pueden dar la vuelta al mundo en segundos como lo más natural del mundo. Quizá su éxito se deba a que nos refleja más de lo que parece. Ahora también estamos ahora a las puertas de un cambio de ciclo, con sus víctimas, sus daños colaterales, sus juguetes rotos, con el paso cambiado y, entre smartphones y sensores de huellas digitales, las palabras empiezan a perder sentido en una marea turbia de información desvirtuada por la profusión de cifras, fechas y datos inconexos. Quizá las palabras carecen de sentido durante todo su viaje alrededor de la Tierra y sólo lo adquieran cuando consiguen reposar en alguna piedra donde alguien se pare a leerlas. Hasta entonces, el viento, transmisor de sonidos natural y caprichoso, se las lleva como se lleva las hojas secas o la memoria de los infelices.