Aquí están mis temas de siempre, pero en otro formato, para no aburrir tanto.
Las misteriosas referencias a la dictadura universal me habían llegado a lo largo de los años a través de personajes poco confiables, pero siempre con una lamentable carencia de precisiones, hasta que cierto escultor, discípulo del tano Iomini, quien alcanzó merecida fama fusionando trozos de hormigón con barras de metal y sartenes en desuso, me reveló las señas del autor del proyecto, no sin antes hacerme jurar que jamás lo mencionaría como responsable de la infidencia. De acuerdo con su testimonio, el padre del plan sería nada menos que el cuestionado filósofo Sebastián Romero, conocido en el ámbito universitario por sus actitudes de malevo suburbano y por su escandaloso alejamiento de los claustros, ocurrido en 2001 a causa de las denuncias de acoso sexual presentadas por varias alumnas.
Las cosas sucedieron así: después de escuchar algunos vagos rumores que despertaron mi curiosidad, el primer dato cierto, que al cabo de pocos días me llevaría hasta el domicilio del misterioso Romero, me llegó de manera sospechosamente casual por boca de don Atilio, el concesionario del bar de la Facultad de Filosofía y Letras, que al ver la imagen de Fidel Castro en el televisor del local lo señaló con la mandíbula y formuló el imposible comentario, justo cuando dejaba sobre mi mesa el café y la medialuna que le había pedido: “ese es otro que quiere ser el dictador universal de Romero”. La frase de don Atilio me dejó tan incrédulo y alelado como si estuviera en el interior de un sueño, donde nada sucede por casualidad y todo parece programado por el subconsciente. ¿Cómo podía ser que don Atilio hablara de algo que nadie conocía, y que lo hiciera exactamente al apoyar el café humeante sobre mi mesa, y justamente ese día, cuando yo llevaba ya tres o cuatro semanas rastreando el asunto de la dictadura universal sin el menor resultado, y cuando ya casi había desistido de perseguir el incierto rumor, en busca de alguna precisión que me permitiera complementar el artículo sobre mi tema preferido: “la tentación totalitaria y los futuros dictadores latinoamericanos”?
¿Cuántas posibilidades había de que la dictadura universal, hasta ese momento un tema incierto y apenas conocido por un puñado de personas, fuera mencionada en mi presencia?
¿Qué podía haber detrás de una casualidad tan poco probable?
Asediado por la sombra de una insondable conspiración, me puse a interrogar a don Atilio. ¿Qué sabía de la dictadura universal? ¿A qué se refería exactamente? ¿Y quién era ese tal Romero que acababa de mencionar? Impaciente por volver al mostrador, y sin quitarse el escarbadientes que se balanceaba en un costado de su boca, don Atilio me respondió de mala gana que no sabía nada más, y que sólo había repetido lo que le comentara su amigo, el escultor fulano (recuerden que no debo mencionar su nombre), a quien yo podría encontrar cuando quisiera en el taller del célebre Iomini.
Dos días después, luego de hacer las averiguaciones del caso, llegué hasta un antiguo y señorial edificio de San Telmo y apreté el timbre del cuarto piso, donde el reconocido Iomini iniciaba a sus discípulos en el difícil arte de amontonar escombros, metales y otros desechos, con tanta buena suerte que dos minutos más tarde Iomini en persona me hizo pasar al gran salón donde quince o veinte personas, vestidas con guardapolvos azules o grises y en su mayoría señoras mayores, hacían sus propios amontonamientos de materiales diversos bajo la guía del maestro.
El amigo de don Atilio resultó ser un joven muy flaco, con un cierto aire a Baudelaire, modificado por la copiosa melena desgreñada que asomaba de una boina vasca y le caía sobre los hombros. Luego de la presentación y del apretón de manos, su mirada fue y volvió varias veces desde mi rostro al raro engendro de metal y cartón que estaba armando sobre su caballete, dando a entender que se sentía muy orgulloso de él. Para congraciarme con el alter ego de Baudelaire observé con suma atención la jaula rota, las cajas de cartón y el intempestivo zapato que asomaba de la jaula y dije con la mayor gravedad: “qué interesante”, lo que le bastó para lanzarse a explicar con vehemencia que él era un ser libre, y que había hecho ese homenaje o tributo a la libertad porque pensaba que la libertad debería llegar a todos (pronunció la palabra “todos” con un énfasis especial, dando a entender que su deseo incluía a la humanidad entera).
Luego de celebrar su noble altruismo, al que consideré representado con elocuencia por la jaula rota, las cajas de cartón y el zapato que, según me dijo, cumplía la misma función identitaria que las sartenes del maestro, le relaté el comentario de don Atilio y le expuse mi interés en contactarme con el misterioso Romero.
¿Romero? –repitió Alter Ego con una mirada de alarma– “¿Sebastián Romero? yo puedo decirle mucho sobre él, pero sólo si me promete no decir a nadie que yo se lo dije. Pero absolutamente a nadie, ¿se entiende?”
Después de jurarle varias veces que su nombre jamás saldría de mi boca, Alter Ego me confío que conocía a Romero porque vivía a tres casas de distancia, en el barrio Las Tejas, de Villa Luro, y que el vecindario vivía aterrorizado por sus delirios, amenazas y violencias.
Según el relato de Alter Ego, y de acuerdo con mis propios cálculos, Romero había llegado al barrio Las Tejas algo después de haber sido expulsado de la universidad, y a poco de llegar se había hecho conocido por el delirante proyecto en cuya escritura estaba empeñado desde hacía algo más de un año. Se trataba, al parecer, de una dictadura universal que mejoraría el destino de la Humanidad.
Al principio, sus vecinos lo habían tomado en solfa con cautelosa discreción, porque el gesto fiero y el enorme corpachón de Romero no parecían corresponder a un sujeto amistoso y tolerante, pero la discreción se convirtió en franco temor cuando Romero, en presencia de dos aterrorizadas vecinas, le dio una feroz paliza al carnicero del barrio, quien había cometido el error de hacer un comentario burlesco sobre su proyecto.
Lo lamentable fue que además de esos chismes menores, el bueno de Alter Ego no pudo decirme nada concreto sobre el proyecto de Romero, con lo cual me quedó muy claro que me quedaba un solo camino para resolver el enigma de la dictadura universal: conversar en vivo y en directo con el temible autor de la idea.
Después de largo rato de romperme la cabeza urdiendo falsas identidades y planeando patrañas más o menos descabelladas para conseguir que el temible Sebastián Romero me revelara los fundamentos de su plan, mi crónica desidia me convenció de que la mentira era un asunto demasiado complejo, y que me demandaría esfuerzos demasiado arduos para sostenerla con éxito, de modo que opté por el trámite mucho más sencillo de avanzar con la verdad.
Una vez tomada la decisión alisté mi escuálido coraje, le encomendé mi suerte a Dios y subí al tren rumbo a la estación Villa Luro, donde caminé unas cuadras hasta llegar al domicilio de Romero en el barrio Las Tejas, una típica casita suburbana con un pequeño jardín en el frente, que hubiera lucido muy bien si la pintura blanca no hubiera estado tan descascarada y el jardín tan lleno de yuyos; pero la escena empeoró cuando se abrió la puerta y apareció frente a mí un mastodonte de gesto enconado, el tristemente célebre Sebastián Romero, dueño de una facha bastante peor de la que yo había imaginado.
Luego de escuchar los motivos de mi visita con cara de pocos amigos, como si dudara entre seguirme la corriente o darme un puñetazo, Romero optó por hacer un gesto con la mano que interpreté como “sígame”, y caminé tras él para atravesar el descuidado jardincito e ingresar a la casa.
La puerta de entrada daba a una sala repleta de muebles destartalados, libros y papeles apilados en dudoso equilibrio sobre la mesa, y más pilas irregulares de libros y papeles sobre el piso. Por lo visto, Romero nunca había escuchado hablar de las estanterías que llamamos bibliotecas. Cruzado de brazos y echado contra el respaldo de la silla, encendió un apestoso cigarrillo negro y me pidió que le expusiera detalladamente el contenido de mi nota sobre los dictadores latinoamericanos pasados y futuros.
Tratando de no dejarme intimidar por su talante de perdonavidas, y sentado frente a él, comencé mi exposición, al principio con algunas vacilaciones y luego con más firmeza. Para mi sorpresa, Romero no opuso ningún reparo a mi convicción de que los dictadores obedecen a la compulsión instintiva de obtener el dominio de la manada, propia de todos los mamíferos, y que los objetivos que invocan, ya sean religiosos, económicos, patrióticos o ideológicos, no pasan de ser meros pretextos para conquistar y mantener el poder.
“Yo sé mucho de esto”, dijo con el gesto entre aburrido y sobrador de quien está a la vuelta de todo, y agregó: “en el fondo, desde Dión de Siracusa hasta Perón, Daniel Ortega o Fidel Castro, todos los dictadores están hechos en el mismo molde”.
“Lo cierto”, acoté, “es que los grandes pretextos les sirven para anular todas las instituciones que podrían entorpecer sus planes: la prensa, la justicia, el parlamento…”
“Eso ya lo sabemos”, me interrumpió el corpulento Romero, impaciente, mientras se rascaba la cabeza, “Yo sé mucho de esto, y usted sabe tan bien como yo que no habría dictadores si la gente no los quisiera. Lo que pasa es que todo el mundo habla de libertad pero le tenemos más miedo a la libertad que al cáncer de hígado. La prueba es que todos los dictadores, llámense como se llamen, César, Tiberio, Hitler, Mussolini, Stalin, Ceaucescu, Stroessner, Pinochet o Castro, todos contaron con millones de seguidores dispuestos a adorarlos y a caer de rodillas frente a ellos. Basta que el Gran Amo se asome al balcón para que aparezcan hitleristas, stalinistas, peronistas y castristas hasta de abajo de las piedras. Dicen que morirían por la libertad pero se mueren por tener un Amo”.
“Claro, La Boetie…” murmuré algo desconcertado.
“Por supuesto, ya le dije que yo sé mucho de esto. La sumisión voluntaria. La Boetie lo tenía claro. Y por eso nadie lo menciona. Pero lo que me intriga es que usted habló de los dictadores futuros. ¿Qué sabe de ese futuro?”
“Bueno, nada”, dije algo avergonzado, “sólo escribí que la corrupción de los políticos latinoamericanos genera inflación y pobreza y crisis económicas, y que es en esos momentos cuando los futuros dictadores empiezan a prometer la venganza y el paraíso futuro”.
En ese momento Romero adelantó el cuerpo y miró hacia la puerta como si estuviera a punto de ponerse de pie y dar por terminada la entrevista, lo que me obligó a lanzar la pregunta que me picaba en la garganta: “¿Y usted? ¿Qué me puede decir de la dictadura universal?”
Romero me clavó una larga mirada evaluativa, como si dudara entre responder o arrastrarme hasta la calle, pero felizmente optó por lo primero: “¿Qué tiene de raro?”, dijo con un tono innecesariamente agresivo: “¿Acaso no hay dictadores de todos los tamaños en las empresas, ministerios, clubes, asociaciones y matrimonios? ¿Usted conoce a muchos tipos que no se hayan convertido en dictadores cuando les dieron un puesto de mando, por mínimo que fuera? Créame: la diferencia con los dictadores que aparecen los diarios y en los libros de historia es sólo una cuestión de escala. La dictadura es universal desde siempre, está grabada en nuestro código genético; sólo se trata de saber mirar.”
“Bueno sí, pero pensé que había algo más…”.
“Claro que hay algo más”, dijo con alarmante irritación, y continuó más o menos así: “mi punto de partida es el rechazo que nos inspira la diferencia. ¿Se preguntó alguna vez cuál será el motivo del eterno odio contra los judíos? Escúcheme bien, porque de esto sé mucho, y no hace falta que me conteste; la respuesta está en la diferencia. Me refiero al exceso de identidad de los judíos, a la diferencia que los separa totalmente del resto de la especie. Dondequiera que estén, en seguida advertimos que los judíos son diferentes a nosotros y que no tienen ningún interés en asimilarse. Y si el otro es diferente, ya sea en sentido negativo o positivo, nos invade el afán de exterminarlo. Eso lo sabe cualquiera que haya sido niño y haya pasado por un colegio: el complot para humillar y aniquilar al diferente es tan inevitable como la lluvia. ¿Cuántas Carrie conoció en su vida? No se sabe por qué, pero ser judío, negro, santiagueño, gordo, rengo o corto de vista es un motivo suficiente para que la horda nos convierta en el catalizador del odio colectivo. ¿Sabe que los vietnamitas odian a los chinos, los griegos a los turcos y los turcos a los armenios? ¿Y sabe desde cuándo? Desde que se tiene memoria. Y lo mismo se repite en todas las latitudes y en todas las épocas. Es imposible llevar la cuenta de los odios; por eso la historia es un inventario de matanzas”.
Creo que fue en ese punto cuando nos distrajo el sonido de un trueno prolongado y enseguida empezó el repiqueteo de la lluvia contra la ventana. Envueltos en la semipenumbra del atardecer que empezaba a cubrir el ignoto barrio Las Tejas, lo único real era la voz de Romero, que brotaba de su figura desdibujada como un sonido de ultratumba: “Hace unos años me contaron que un líder religioso oriental hacía casamientos a granel. El tipo sabía mucho de eso; fíjese que juntaba a sus seguidores y casaba a un chino con una americana, un japonés con una vietnamita, una vietnamita con un chino. Su objetivo era atenuar los odios raciales creando lazos de sangre. Eso me iluminó. Comprendí que la única manera de terminar con el odio y las guerras es eliminar las diferencias; hibridar a la población mundial hasta lograr una producción en serie, donde nadie se diferencie de los demás. Y aquí llegamos al nudo de la cuestión: la hibridación universal sólo se podrá lograr con un dictador que domine al mundo. ¿Se da cuenta? Necesitamos un nuevo Julio César o un nuevo Hitler, un dominador universal indiscutido, unánimemente adorado y con el poder necesario para ejecutar el plan que tracé en mi libro. Es un trámite sencillo, pero elevado a escala mundial. Se lo digo yo, que de esto sé mucho. El dictador universal usará su ilimitado poder para dispersar por el mundo a las comunidades humanas excesivamente diferenciadas, las regará metódicamente por los cinco continentes y usará todos lo medios coercitivos que fueran necesarios para conseguir que se asimilen y se mezclen. Así, en cincuenta o sesenta años habremos plantado la semilla que acabará con los grupos humanos diferenciados. ¡Uniformar a la especie humana, esa es la cuestión! Sólo así se acabará el odio que intoxica al mundo”.
“Pero eso es imposible”, le objeté, encomendándole mi alma a la Providencia: “jamás se podrá consagrar a un solo hombre como dictador universal”.
“¿Por qué no?”, rugió Sebastián Romero, terriblemente ofendido, y lo que siguió fue un vértigo instantáneo: la enorme sombra oscura se levantó de un salto, su manaza me aferró del brazo y en un segundo pasé casi volando la puerta y el jardín lleno de yuyos y me encontré trastabillando en la vereda.
Más tarde, sentado en el tren que me traía de vuelta a casa, la airada despedida de Romero seguía resonando en mi cabeza: “Si Hitler hubiera destruido a Inglaterra antes de atacar a la Unión Soviética, nada hubiera impedido su triunfo. Y si estuvimos a punto de tener un dictador universal, ¿por qué no podríamos tener otro?”
El encuentro con Sebastián Romero me dejó la deprimente sensación de que la conspiración existe, y de que todos somos a la vez sus víctimas y cómplices. Mientras los ciudadanos anónimos trabajamos para ganarnos el sustento, educamos a nuestros hijos, reímos, lloramos, cantamos y nos obstinamos en seguir vivos y en perseguir nuestros sueños, la bestial dinastía de nerones, calígulas, lenines, mussolinis, perones, videlas, chávez, ortegas o castros gira sobre nuestras cabezas como un enjambre de negros vampiros, y no hay insecticida que la ahuyente. La dictadura universal nos chupa la sangre desde el principio de los tiempos, y nosotros la aplaudimos en la plaza y agitamos dócilmente las banderitas. Estamos jodidos. Pero lo peor es la hipótesis de alguien que sabe mucho de esto: ¿quién podría asegurar que en algún recodo del futuro más o menos cercano, todos los habitantes del planeta no seremos simples materiales en manos del Gran Dictador Universal, como los hierros, maderas y sartenes de Iomini?
Daniel Pérez, abril de 2010