Revista Arte

La emoción incomprendida, desolada, vengativa, abandonada y desierta.

Por Artepoesia

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La emoción nos maltrata más que nos ayuda, es un lastre en el ordenado caos del universo. Deambula atemorizada, cabizbaja, escurridiza y desatenta. No llegamos a saber, verdaderamente, cuándo hemos ya de comprenderla sin complejos, sin preguntas, sin la duda que nos ata a sus descensos. Pero, sobre todo, ¿cuánto tiempo mantenerla despiadada? Porque no podríamos sobrevivir a sus efectos permanentes. La naturaleza de las cosas son contrarias al hartazgo de una sensación tan indecente. ¿Indecente? Sí; porque la vida no se extiende -no propaga sus alardes- con la ahora indecente secuencia de unos actos irreales. Porque para la vida, finalmente, sólo los contrarios, los racionales, los comprensibles, los responsables actos son los que la mantienen firme en su provecho, satisfecha de sí misma, y decidida. Sólo éstos son los que nos mantienen ahora vivos, sin reparos, arraigados fuertes en la Tierra; cabalgando sin parar en los detalles. Para no deslizarnos, así, sin aliento por la sorpresiva y dolorosa vía de una emoción abstracta y solitaria.
Clitia fue una ninfa bella y decidida, hija de Océano y Tetis. Desde su atalaya marina veía todas las mañanas salir al Sol por el oriente. Entonces, se embelesó tanto de sus rayos, de su luz y de su bella singladura, que la ninfa del océano no dejó ya de sentir una emoción desgarradora, poderosa, ineludible y desatenta. No dejaba ya de verlo, deseosa, hasta terminar el Sol por el occidente su derrota. Sin embargo, éste se unió, convencido, con la hermosa nereida Leucótoe. Celosa, Clitia no sucumbió ahora a los designios de la vida. No. Sucumbió a los incomprendidos y traicioneros emolumentos de su emoción. Comunicó al fiero padre de Leucótoe la pasión de su hija por el Sol. Aquél la encerró a ésta toda la vida, en la oscura cueva desolada del dolor. Cuando el Sol comprendió lo sucedido, despiadado condenó a Clitia en su deseo. La convirtió entonces en un girasol para lo resto. Y la mantuvo así, eterna, contemplando ya sin cansancio el surcar poderoso de su luz.
Cuando el pintor Alexandre Cabanel decidió pintar como sus maestros, en una etapa ya muy diferente a la anterior, los realistas, impresionistas y naturalistas le condenaron al oprobio y a la vulgaridad de su pasado. ¿Qué sucedió, entonces, si este creador mantenía un virtuosismo clásico excelente? ¿Nació en el momento equivocado? ¿Anduvo por senderos tan trillados que su brillo, ahora más que refulgir, rechinaba insolente y desabrido? Habiendo sido un extraordinario pintor, sin embargo pasó a la historia como un denostado insurgente. En 1848 compuso su obra Albaydé. Formaba parte de un tríptico que hacía referencia al paso del tiempo. En esta pintura plasma a una odalisca oriental, a una joven que representaba el paso de la juventud a la madurez. Su perfecta realización no desentona para nada con una imagen que nos provoca cierta ternura, cierta emoción, la misma que la modelo destila bajo una mirada confusa, ajena sin embargo a las alegres y prósperas miradas de su adscripción.
El creador británico Samuel Lukas Fildes compuso su obra El doctor en 1891. Quiso ofrecer una mirada de elogio a la figura, humana y talentosa, de los médicos impotentes del siglo anterior a los antibióticos. Aquí se ve como una humilde familia postra ante un pensativo doctor la figura yacente de su pequeña. La emoción desaparece de la escena principal. Sólo ahora la reflexión y la ciencia, la razón y la vida, podían salvar a la niña. La emoción queda detrás, lejos de lo necesario. En una mesa, aturdida, reposa la desolación y el espanto. El padre, sin saber a qué cosa entregarse -la razón o lo emotivo-, mantiene su deseo congelado, ahora equidistante entre los dos rostros de la vida.
Cuando el pintor Edward Hopper quiso representar una escena poderosa, inquietante, crítica de una sociedad enajenadora, decidió pintar su obra Autómata en 1927. Pero, ¿qué es lo que hay de autómata ahora aquí? Vemos a una joven sentada en un local vacío, porque sólo ella ahora aparece. Presenta, sin embargo, una postura indulgente con cualquier desalmada crítica. No hay nada que grite, ni emocione si quiera. No está obligada a estar ahí, no está dirigida por nada para hacer lo que hace. Pero, el creador, insiste, no deja de decirnos, ¡gritando casi!, que esto que vemos es un horror. El fondo confunde, ¿es un espejo o un cristal y su ventana? Porque hay luces que se ven, ¿reflejadas?, ¿traslucidas?, pero, sobre todo, la oscuridad, desolada e infinita. ¿Estamos controlados por algo que no vemos ya? No es más que el reflejo, al parecer, de una sociedad dirigente, que atenaza, frágiles ya, las emociones inhibidas de los seres, traspasadas aquí apenas por la mano desguantada que sostiene una taza sin consuelo.
(Cuadro del pintor simbolista George Fredreric Watts, Clitia, 1868; Óleo Los Girasoles, 1888, de Vincent Van Gogh, Alemania; Obra de Alexandre Cabanel, Albaydé, 1848; Óleo del pintor academicista, victoriano, William Powel Frith, Retrato de Annie Gambart, 1851, muestra evidente de clasicismo aséptico, sin fisuras; Cuadro El Doctor, del pintor británico Samuel Lukas Fildes, 1891; Óleo Autómata, 1927, del pintor americano Edward Hopper.)


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