Ya publiqué esta entrada hace dos años.
La recupero.
Simplemente, me gusta.
Usted arroja una piedra a un estanque; y enseguida observa cómo surgen ondas concéntricas en la superficie del agua, alejándose todas de la zona de impacto. Pero, además, su gesto ha provocado que otras ondas invisibles se desplacen por otro medio tridimensional: el aire. La piedra ha producido un sonido, ha puesto en movimiento átomos en el aire, moléculas de nitrógeno y oxígeno que vibran en unas determinadas frecuencias las cuales, a su vez, generan una respuesta mecánica y bioéléctrica en su oído medio e interno. Escucha entonces el sonido del agua y el aire agitados por la piedra.
Percibe un chapoteo.
Cuanto más elástico es el medio en el que se propaga el sonido, mayores son los cambios de presión, activando áreas más amplias y amplificando su efecto. La madera de un violín (y la caja de resonancia que forma) dota al sonido causado por la pulsación o frotado de cuerpo, timbre y potencia. Por ello, la forma, espesor o composición de la madera es la clave del sonido. Un instrumento más grande, por ejemplo, generará un sonido más grave y potente. El tamaño determina que toquemos un violín, una viola, un violonchelo o un contrabajo.
Observemos por un instante la curvatura de un violín. Es un invento sorprendente de hace 550 años. Desde fuera, percibimos que la tapa y la espalda se arquean. Estas dos superficies curvas, que conforman su caja de resonancia, deben encajar en un equilibrio perfecto. En la actualidad, se intenta imitar la bóveda curva de los violines italianos de hace 400 años, según un método estudiado por Otto Möckel. Simplemente, es un diseño insuperable.
Pero, además, hay otra curvatura invisible en su interior; una suave ondulación. La madera es más gruesa cerca del puente que en los lados, donde adelgaza progresivamente. La precisión necesaria para construir una estructura tan compleja sorprende; y más si tenemos en cuenta las técnicas artesanales empleadas hace medio siglo. Estas curvaturas, descubiertas por los luthiers cremoneses, generan un sonido más poderoso y puro, eliminan los tonos desagradables.
¿Cómo llegaron a este descubrimiento?
Quizá la respuesta pase por un músico eminente; el mejor intérprete de viola de su tiempo. Un artista famoso, dotado de una técnica sorprendente, y de una sensibilidad maravillosa. Además, este personaje pintoresco, este músico excelso, sabía "algo" de ingeniería, arte, medicina, física, filosofía, matemáticas, química... su nombre (lo habrán adivinado): Leonardo da Vinci.
Hay escritos de Leonardo sobre audición, física del sonido, fisiología del oído o diseño de instrumentos musicales. Sus experimentos incluían el análisis comparativo de ondas sonoras. Es posible que Leonardo tomara conciencia de la forma en onda, y de su relación matemática y geométrica con los intervalos armónicos, estudiados por Pitágoras. Se especula con que supiera de la existencia de la "proporción áurea", el número phi, cuya expresión tridimensional conforma una espiral logarítmica, como la que, curiosamente, remata la parte superior de violines, violas y violonchelos, la voluta. Pero esto es poco probable, y en absoluto hay nada probado. En todo caso, ¿qué sentido tendría algo así? ¿Acaso hay una espiral logarítmica en nuestro interior, un elemento más que sumar a esta ecuación de sonidos,curvas y ondas?
Volvamos a la piedra que arrojamos al estanque. Su choque ha desatado una energía en forma de vibraciones que viaja por el aire, se amplifica en el pabellón auditivo y, finalmente, golpea el tímpano. Estas vibraciones se transmiten por los huesecillos del oído (el martillo, el yunque y el estribo, los más pequeños del cuerpo humano) hacia el oído interno, donde se traducen en señales del sistema nervioso, el idioma que habla el cerebro. Esta labor de traducción entre energía e impulso nervioso dista mucho de ser totalmente conocida; lo que sucede en el oído interno y en el cerebro nos sumerge en un mundo extraño, lleno de lugares mágicos.
Nos encontramos, en efecto, en un órgano de nuestro oído extremadamente raro, y de una enorme importancia. ¿Por qué sino iba a estar recubierto por el "hueso petroso", el hueso más duro del cuerpo humano? Estamos en un sistema de una sutileza estructural fascinante; una espiral - ¡qué casualidad! - llamada cloquea, formada por tres canales diferentes: el vestibular, el medio y el timpánico. La cloquea es muy pequeña, apenas mide 34 milímetros; pero su complejidad formal y funcional resulta apabullante. De hecho, este diminuto caracol recibe una gran cantidad de energía en forma de glucosa, y un importante flujo sanguíneo.
El canal medio está relleno de un fluido llamado endolinfa, rico en potasio y bajo en sodio. Los canales de ambos lados contienen perilinfa, cuya composición es justamente la contraria. Esta diferencia crea un potencial eléctrico entre los líquidos de +80 mV. Hay unos diminutos sensores situados a lo largo de la membrana bailar, una "pared" flexible que separa el canal (o escala) medio y el timpánico. El sonido estimula los sensores de la membrana, la cual vibra en tres dimensiones, en un baile acuático de gran belleza: las frecuencias agudas estimulan las células vellosas (los sensores) situadas en la entrada; cuanto más grave se hace el sonido, más adentro se estimula la membrana. Y su tamaño y rigidez varía de forma progresiva, como si de un instrumento musical se tratara. Imagíneselo: decenas de miles de diminutos sensores danzan al albur de sutiles variaciones de tono, y traducen este asombro oscilante en una corriente de impulsos eléctricos que viajan a través de una autopista de fibras que llamamos nervio auditivo. Y la maravilla no acaba; en realidad, no ha hecho sino empezar. Distintas zonas del cerebro reciben los estímulos, dependiendo del tono y frecuencia. El baile se expande por nuestra corteza cerebral y se manifiesta en forma de recuerdos, de alertas, de emoción o conocimiento.
El sonido ha alcanzado, finalmente, su meta. La danza se vuelve más coral e intrincada.
¿Se dan cuenta de la precisión de la que hablamos, de la complejidad del sistema? La onda sonora se adentra en un lugar cargado eléctricamente, y se produce una conversión logarítmica del estímulo sonoro en múltiples impulsos nerviosos, capaces de distinguir variaciones de frecuencia mínima, que activan a su vez miles de neuronas, en un entramado complejísimo al que el cerebro debe dar unidad, sentido y coherencia. Y no hablo de algo inusual, que suceda en el oído entrenado de un músico: en su propio oído se produce, constantemente, este maravilloso proceso de conversión (transducción). Hay algo diminuto, con forma de espiral logarítmica, que crea un universo sonoro en su interior. Esto es algo que, estoy seguro, entienden perfectamente las personas invidentes. Ellas pueden ver (traducir) la realidad con el sonido.
Y todavía es mucho lo que no sabemos. Por ejemplo: la sutileza de las curvas de sintonización es de tal envergadura que no basta la fisiología de la cloquea para explicarla. Algo actúa de filtro en nuestro sistema auditivo, y nos permite, por ejemplo, percibir la música como un todo. No sabemos lo que es.
Me explicaré: lo que percibimos no es sólo la suma de los estímulos originados. La respuesta a un sonido complejo (como el que procede de una orquesta sinfónica) es más (es distinto) que la suma de cada uno de sus componentes. Por ejemplo, al sumar un tono a otro se puede suprimir la respuesta al primero, y percibir así nuevos tonos. El acorde (tres notas tocadas a la vez) lo percibimos como una "entidad sonora" propia, no como tres sonidos que suenan juntos sin más. Existen dos clases de efectos de superposición de tonos: de primer orden y de segundo orden; y es en la cóclea donde se producen las combinaciones realmente complejas, que luego se analizan en el cerebro.
Desde Pitagoras sabemos expresar la relación entre dos tonos —llamados intervalos— mediante números racionales. Pero el hombre sólo reconoce unos pocos intervalos como armónicos, como sonidos conjuntados y bellos. Una proporción de 2:3 es un intervalo de quinta, 4:5 es una tercera. Juntos generan un acorde que "suena bien".
Hay aspectos que resultan fascinantes, y no son muy conocidos. La proporción 1:2 es una octava. En un piano, significa tocar una primera nota "do", y otra más aguda. Nos suenan tan conjuntadas que, prácticamente, nos suenan igual. Es la misma nota: un do. Sin embargo, esto es una representación que nuestro cerebro hace de dos frecuencias distintas, separadas en una proporción de 1:2. ¿Por qué no sucede algo similar con una proporción de 3:8, por ejemplo? ¿Por qué estas pocas proporciones tienen una cualidad tan excepcional? No lo sabemos; pero le daré un dato que, estoy seguro, le sorprenderá. Como ya dije anteriormente en otra entrada de este blog, la distancia tonal entre la voz del hombre y de la mujer es de una octava. Ambos hablamos en una "misma nota", solo que el hombre lo hace en un tono más grave y la mujer más agudo. ¿No es curioso? ¿Será casualidad?
Nos adentramos en arenas movedizas; en argumentos y pruebas de difícil validación. Según parece, la ubicación de las dos efes que horadan las tapas de los violines, fundamentales en su resonancia, se relaciona con el número áureo de las espirales. Un número que también parece jugar una función importante en la estructura formal de las sonatas de Mozart o en la Quinta Sinfonía de Beethoven. Nos entra algo de vértigo: la cloquea tiene forma de espiral logarítmica, la forma del número áureo, un número extraño que rige la disposición de los pétalos de una flor, la forma de las galaxias, la relación de abejas macho y hembra presentes en un panal, los dos brazos de la cruz de Cristo, la que expresa la relación entre las falanges de nuestros dedos, o la proporción en la forma de una tarjeta de crédito, o de una caracola...
Pero basta. Seguir nos llevaría demasiado lejos. Pero no querría acabar sin una reflexión basada en una experiencia propia.
Hace años asistí a un experimento terapéutico revolucionario, que consistían en estimular determinados sensores de la cloquea gracias a un instrumento electrónico, capaz de separar, reproducir o silenciar frecuencias de sonido de una pieza musical. Gracias a la sobreestimulación de determinadas áreas del cerebro se conseguía una mayor afinación del oído musical, además de aportar beneficios terapéuticos en los casos de inmadurez sináptica. Era, por así decirlo, una gimnasia para ciertas conexiones neuronales.
Pues bien; fui testigo de un efecto secundario extremadamente grave e inusual: a un niño de 8 años el tratamiento le produjo una súbita alteración de la realidad, en forma de alucinaciones auditivas. Nuestra cordura, como nuestra fuerza emocional o nuestra capacidad cognitiva, estáíntimamente unida a los estímulos auditivos procedentes de la cloquea. Al fin y al cabo, en la oscuridad del útero se formó nuestro sistema nervioso a lo largo de muchos meses. Una desestabilización grave del sistema puede tener serias consecuencias.
A otro nivel, permítame un consejo. Piense en la cantidad (volumen) de estímulo auditivo que recibe a lo largo del día. Igual que cuida su alimentación o hace ejercicio, debería procurar huir de la contaminación sonora. Mire a su alrededor: ¿Cuántos jóvenes bombardean su sistema auditivo con unos cascos que reproducen música a un nivel altísimo?
Líbrese del ruido que aletarga o imposibilita esa conversación constante que mantiene con usted mismo. Es más que probable que perciba efectos en su estado de ánimo y sus niveles de ansiedad.
Cuídese. Procúrese algo de silencio.
Y disfrute de los sonidos matizados que la cloquea convierte en imágenes y sueños.
Antonio Carrillo Tundidor.