Revista Arte
La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.
Por ArtepoesiaAnte un universo extensísimo de creatividad hay que, a veces, restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender, ahora, que lo que estamos viendo es algo más que un cuadro, que una imagen bella y aleccionadora. Y no siempre todos los creadores, esos seres consagrados y tocados a veces por alguna misteriosa divinidad, lo conseguirán en todas sus creaciones. Es como el amor, que no siempre sus alas, aquellas que puedan hacerlo, llegarán a conseguir alcanzar, siquiera, parte de lo que sí puedan hacer, al menos, en otras ocasiones. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, marcharía de su natal Bruselas en el año 1843. Por entonces el Romanticismo iba, poco a poco, volviendo -a la inversa ahora- a orillarse -despreciarse- frente a su antecedente Clasicismo, éste sostenido -a mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte real, al que, después de acudir a la Academia de Bellas Artes parisina -la mejor institución entonces conocida-, se encontraba ahora en las calles, en los bulevares o en los lugares que le permitirían a él contrastar ya la vida de aquel París de comienzos del segundo imperio.
Para la Exposición de París de 1855 presentó el pintor belga una obra que había realizado el año anterior, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social. En una calle de París, varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a la cárcel a una madre pobre y sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París, la nieve cubrirá ahora la acera frente a un desangelado muro, uno que fijará, irónicamente, carteles donde anunciarán bailes y ofertas inmobiliarias. El pintor, genialmente, no solo describirá la escena triste, no, también la reivindicará con el gesto más humano de una dama parisina que, ahora, se dirige a un soldado para que éste tenga caridad... Poco antes -el tiempo aquí es además un alarde sutil que el pintor sabrá utilizar-, un viejo inválido habría hecho, inútilmente, la misma crítica... Sin embargo, esta obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la Exposición de París. Pero, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado, decretaría que, a partir de entonces, los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto.
No se sabe muy bien por qué, pero el caso es que aquella pintura realista y muy crítica la cambiaría el pintor a partir de 1860. Ahora Stevens pintará mujeres, solo mujeres, nada más que mujeres en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más. Y su genialidad tendría mucho de detallismo, de exquisito modo de representar todo aquello que no era la mujer sino lo que le rodeaba. Tanto y tan bien lo haría que fue comparado con el detallista pintor barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, la pintura realista de Stevens es maravillosa siempre, por su cuidadosa manera de dibujar todo lo preciso pero, también, por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tenga ahora una personalidad que llegará a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es El baño, de 1867. En ella se refleja todo lo anteriormente dicho de él y su Arte. ¿Qué pensará ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista en esta obra, y en otras que así hagan lo mismo: hacernos elucubrar para acercarnos a entender un gesto humano, no para entenderlo.
La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho de su vida, por eso las pintaba: él debía ahora también vivir. Obtendría de sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas, como El ramo de 1857 y otras por el estilo. Y ya no pudo dejar de hacerlo. Su vida personal no supo dirigirla él tan bien como su Arte, acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría entonces a vivir muy cerca de la costa, algo que ya el pintor no podría satisfacer. Pero un tratante ahora le ayudará, le ofreció 50.000 francos por todas las obras que él sabría pintar y tanto gustaban al público. Y así hasta que, al pasar de los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París de finales del siglo, ese siglo que le vió triunfar. Pero, antes de eso, antes de acabar él así, sin más que las cosas que pudo hacer de joven, y ya no, antes de terminar solo de hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses transgresoras para aquellos años comedidos.
Una sería un homenaje al impresionismo que él nunca llegó, a pesar de algún intento incompleto, a componer nunca con su Arte. Para ello acudió a una de las mejores modelos retratadas por esa tendencia -y pintora también ella-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens pintará a la bella y atrevida pintora; musa, incluso, del genial Manet en su mujer desnuda de Desayuno en la Hierba. Aquí Stevens logra no asombrarnos tanto eróticamente como en otra forma que él sí tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes, o por su misterio o por su grandeza. Aquí una belleza sosegada, sin rubor, sin pasión, sin otra cosa más que lo que cualquier otro de sus conocidos retratos, muy bien aceptados, tuviera ya por su corrección estética y social. Pero no, no se conformo él solo con eso. Y una vez, ignoro cuándo, en qué fecha exacta del siglo XIX, pintaría Stevens una obra extraordinaria para un pintor socialmente tan correcto... La obra que encabeza aquí la entrada tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir en internet. Sólo la firma del autor -que es visible- acreditará claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesitará más para admirarla. El pintor de las damas parisinas, aquel de las perfectas poses decimonónicas, correctas, vestidas, tímidas, recatadas, arregladas, predispuestas..., pintará ahora aquí una joven que mostrará un pecho descubierto. Sólo eso, y un vestido esplendoroso. Había que criticar. Había que, sutilmente, utilizar entonces su maravilloso Arte retratado para denunciar, bellamente, algún fracaso... ¿Cuál fracaso? El de la misma sociedad, aquella sociedad que, como ahora aquí la desolada joven atropellada, tuviera ya que esconder, zaherida, su rostro avergonzado y enrojecido por el simple hecho de dejarse vencer, así, ahora ella aquí por un frustrado deseo tan malherido.
(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)
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