Revista Cultura y Ocio
Manuela volvió a poner en práctica su invisibilidad, como tantas veces hizo de niña. Con ella lograba permanecer en lugares indeseables y peligrosos sin que notaran su presencia. Más tarde siguió perfeccionando esta habilidad suya en los días tormentosos de su matrimonio, cuando su marido se empeñaba en destapar la caja de los truenos.
Al enviudar dejó esta práctica, comprendió que había llegado el momento de hacerse visible. Lo hizo de forma sobria, con prudencia, evitando deslumbrar a pesar de sus muchas luces, la notoriedad le horrorizaba.
Hoy Manuela se había sentido de nuevo amenazada por el griterío selvático de sus hijos y sus nueras. Discutían acaloradamente sobre herencias, notarías y la conveniencia de ingresarla en cierta “cabaña del atardecer”…
-¡Vaya!, –pensó- al menos por el nombre el lugar parece apacible.
Al recuperar esta vieja habilidad suya, le sorprendió descubrir que a pesar de no haber practicado en años, esta se había potenciado de tal manera que ahora hasta podía ver desde arriba como su cuerpo inerte se balanceaba al movimiento cada vez más lento de la mecedora, ella simplemente había dejado de estar en él.
Asumiendo esta verdad sin amargura, Manuela observó que su familia continuaba enzarzada en aquella inútil discusión. En un último intento de sentir su calor, pasó a través de cada uno de ellos, con su habitual prudencia, no deseaba perturbarlos. Fue entonces cuando se hizo el silencio, un silencio amargo, triste, vacío… y empezaron los sollozos.
Texto: María Isabel Machín García