Revista Arte
Charles Baudelaire (1821-1867), a parte de poeta, fue crítico de arte. Sus escritos sobre arte y sus comentarios sobre algunos de los salones que se llevaban a cabo cada año en la Academia francesa, pueden leerse en una completa edición publicada por Antonio Machado Libros que lleva por título "Salones y otros escritos sobre arte". En el Salón de 1859 (publicado en julio del mismo año en la Revue Française), Baudelaire escribió un capítulo dedicado a la fotografía. La fotografía había nacido en Francia hacia 1839, gracias a la invención del daguerrotipo. Con este sistema, que consistía en la obtención de la imagen deseada sobre una superficie de plata pulida, empezó a difundirse, y a perfeccionarse, esa nueva manera de mostrar la realidad. ¿Qué representó la fotografía para las demás artes existentes, principalmente para la pintura? Baudelaire se mostró muy crítico con ella y, como muchos de sus contemporáneos, pensó que no podía ser considerada una arte, sino que debía ser su complemento. He aquí sus propias palabras:
En esos días deplorables, una industria nueva se dio a conocer y contribuyó no poco a confirmar la fe en su necedad y a arruinar lo que podía quedar de divino en el espíritu francés. Esta multitud idólatra postulaba un ideal digno de ella y apropiado a su naturaleza, eso por supuesto. En materia de pintura y de estatuaria, el Credo actual de las gentes de mundo, sobre todo en Francia (y no creo que nadie se atreva a afirmar lo contrario), es éste: "Creo en la naturaleza y no creo más que en la naturaleza (hay buenas razones para ello). Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la naturaleza (una secta tímida y disidente quiere que se desechen los objetos de naturaleza repugnante, como un orinal o un esqueleto). De este modo, la industria que nos daría un resultado idéntico a la naturaleza sería el arte absoluto". Un Dios vengador ha atendido a los ruegos de esta multitud. Daguerre fue su Mesías. Y entonces se dice: "Puesto que la fotografía nos da todas las garantías deseables de exactitud (eso creen, ¡los insensatos!), el arte es la fotografía". A partir de ese momento, la sociedad inmunda se precipitó, como un solo Narciso, a contemplar su trivial imagen sobre el metal. Una locura, un fanatismo extraordinario se apoderó de todos esos nuevos adoradores del sol. Se produjeron extraños horrores. Asociando y agrupando a truhanes y truhanas, emperifollados como los matarifes y las lavanderas en el Carnaval, rogando a esos héroes que quisieran mantener, durante el tiempo necesario para la operación, su mueca de circunstancia, se deleitaban reproduciendo las escenas, trágicas o graciosas, de la historia antigua. Algún escritor demócrata ha debido encontrar el medio, barato, de difundir entre el pueblo el gusto por la historia y por la pintura, cometiendo así un doble sacrilegio e insultando a un tiempo a la divina pintura y al arte sublime del comediante. Poco tiempo después, millares de ojos ávidos se inclinaban sobre los agujeros del estereóscopo como sobre los tragaluces del infinito. El amor a la obscenidad, que es tan vivaz en el corazón natural del hombre como el amor a sí mismo, no dejó escapar tan buena ocasión de satisfacerse. Y no se diga que los niños que regresaban de la escuela eran los únicos en disfrutar de esas tonterías: suscitaron el entusiasmo de todos. He oído a una hermosa dama, una dama de la buena sociedad, no de la mía, contestar a los que le ocultaban discretamente semejantes imágenes, encargándose así de sentir el pudor en su lugar: "Dénmelo, no hay nada demasiado fuerte para mí". Juro haberlo oído, pero ¿quién me creerá? "¡Ya ven lo que son las grandes damas!" dice Alexandre Dumas. "¡Las hay más grandes todavía!", dice Cazotte.
Como la industria fotográfica era el refugio de todos los pintores fracasados, demasiado poco capacitados o demasiado perezosos para acabar sus estudios, ese universal entusiasmo no sólo ponía de manifiesto el carácter de la ceguera y de la imbecilidad, sino que también tenía el color de la venganza. Que tan estúpida conspiración, en la que se encuentran, como en todas las demás, los embaucadores y los embaucados, pueda triunfar de una manera absoluta, no puedo creerlo, o al menos no quiero creerlo; pero estoy convencido de que los progresos mal aplicados de la fotografía han contribuido mucho, como por otra parte todos los progresos puramente materiales, al empobrecimiento del genio artístico francés, ya tan escaso. Por más que la fatuidad moderna ruja, eructe todos los exabruptos de su tosca personalidad, vomite todos los sofismas indigestos de los que la ha atiborrado hasta la saciedad una filosofía reciente, cae de su peso que la industria, al irrumpir en el arte, se convierte en la más mortal enemiga, y que la confusión de funciones impide cumplir bien ninguna. La poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo, y, cuando coinciden en el mismo camino, uno de los dos ha de valerse del otro. Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido. Es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y de las artes, pero la muy humilde sirvienta, lo mismo que la imprenta y la estenografía, que ni han creado ni suplido a la literatura. Que enriquezca rápidamente el álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión que falte a su memoria, que orne la biblioteca del naturalista, exagere los animales microscópicos, consolide incluso con algunas informaciones las hipótesis del astrónomo; que sea, por último, la secretaria y la libreta de cualquiera que necesite en su profesión de una absoluta exactitud material, hasta ahí tanto mejor. Que salve del olvido las ruinas colgantes, los libros, las estampas y los manuscritos que el tiempo devora, las cosas preciosas cuya forma va a desaparecer y que piden un lugar en los archivos de nuestra memoria, se le agradecerá y aplaudirá. Pero si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en particular aquel que sólo vale porque el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de nosotros!
Charles Baudelaire
Salones y otros escritos sobre arte
Antonio Machado Libros
pp. 231-233