Revista Arte
“¿A quiénes sirve el patrimonio?”, era el título de una defensa del curador José Ignacio Roca escrita a raíz de los cuestionamientos que en el 2006 se le hacían al Museo de Arte Colonial por permitir que un artista, en un Salón Nacional de Artistas, tuviera acceso a una antigua capilla y girara los cuadros ahí expuestos mostrando su revés. El texto de Roca intentaba sacar a la luz una conspiración tan tapada como los iconos religiosos: el inoficioso afán de la godarria cultural de cobrar la cabeza del director de un museo por permitir una supuesta profanación.
Por estos días, tras bambalinas, en el Ministerio de Cultura se vive un eterno retorno de lo mismo: la misma confabulación intenta meterle el palo a la bicicleta sobre la que van los curadores y directores de algunos museos. Al Museo Casa del Florero se le cobra su independencia para contar historias con independencia de la Historia escrita con pluma tricolor y tinta patriotera; al Museo Nacional se le cobran sus montajes a manera de collage que resultan en exposiciones divergentes, trasgresoras, humorísticas y que rompen la unidad de los mitos solemnes de hidalguía y progreso de la nación. Menos aún se le perdona hacer una exposición seria, pequeña pero sustanciosa, sobre Carlos Pizarro, el exguerrillero —asesinado como candidato presidencial en 1990— que buscó la paz en un camino divergente al que marcaban los fundamentalismos de la línea Moscú o Pekín.
Al Museo de Arte Colonial parece como si lo quisieran volver a convertir en iglesia donde el icono aleccione y lo religioso no permita religar: releer.
Hace poco el hijo adolescente de un economista hizo una intervención sobre una obra en la vía pública bogotana: apoyado sobre el horripilante monumento a un navegante italiano, al que el continente americano debe su nombre, el joven puso un cartón con un dibujo de perfil de un indígena precolombino al que le sale un globito de interrogación a la altura de la placa de la estatua: “Americo Vespucio 1454-1512”. No, la acción no derivó de una guachafita de viernes con juerguistas envalentonados por el alcohol evadiendo las púas que protegen a la pesada mole. Tampoco le dejaron una botella vacía de licor en la mano al personaje; pero el letrero duró ahí unos cuantos días y desapareció, vaya uno a saber si por la acción de un reciclador o de alguien molesto por la asociación.
El caso es que el adolescente profanador no adolece del mismo mal de la godarria cultural, de sus inseguridades, de su pétrea imbricación entre familia, tradición y propiedad. El joven, sin violentar el patrimonio físico, supo cómo profanar lo improfanable y respondió con enigmática elegancia a la pregunta que el curador dejó en el aire hace unos años: “¿A quienes sirve el patrimonio?”.
Entretanto, a la godarría cultural —tan ocupada censurando por aquí— se le cuela el nuevo patrimonio que “refundó la nación”, por ejemplo el “monumento a la paz” en Montería, elogiado en su momento por el infame Carlos Castaño porque “invita al ciudadano a convertirse en paramilitar”.
(Publicado en Revista Arcadia # 43)