Revista Arte

La eternidad tendrá que esperar

Por Felipe Santos
La eternidad tendrá que esperar

Dos años sin el alimento sagrado pueden ser una eternidad, y así lo pareció a tenor de las reacciones del público en la apertura de este nuevo Festival de Bayreuth, el primero después del paréntesis obligado por la pandemia. Había muchas ganas de festival y se notó en las ovaciones desde el primer telón. Cierto es que las voces lo justificaban. Catherine Foster y Ekaterina Gubanova habían completado un primer acto muy notable. Pero pasado un tiempo, cuando la espuma del estreno ha bajado, cuesta fijar un recuerdo indeleble de lo vivido, consciente el espectador de que tampoco presenció nada nuevo. La eternidad se quedó en una esquina del escenario, en un neón rojo escrito en sánscrito: sasvatatva.

Las ovaciones continuaron en los actos posteriores y al final incluso se vio algo inaudito en Bayreuth: que un director de escena saliera aplaudido unánimemente por el público del estreno, que apenas se escuchara el menor signo de desaprobación. El propio Roland Schwab no lo debía creer cuando salió varias veces a saludar, para ver si era verdad lo que estaba sucediendo. Pero esa noche las ovaciones fueron más bien de alivio y de gratitud. El director de escena recibió el encargo en diciembre y, para mayor complicación, el director musical Markus Poschner se bajó esa tarde al foso con apenas dos ensayos conjuntos. Si a eso añadimos el buen rendimiento de las voces, con un Georg Zeppenfeld estratosférico como Marke, sólo queda aplaudir agradecido.

Pero a Bayreuth se le pide más, se le pide la eternidad, y para eso se necesita tiempo y cierta conjunción de los astros. Roland Schwab trabajó con mucha premura de tiempo, y ante la envergadura del desafío que suponía la apertura del festival y debutar al mismo tiempo en la colina sagrada, optó por ser fiel a sus maestros, como la gran Ruth Berghaus. Christoph Marthaler y Katharina Wagner habían dejado el Tristán varado en dos producciones de corte pesimista, existencial, así que el director muniqués se aferró a sus recuerdos de juventud y a su buena memoria como aficionado a la ópera, y rindió pequeños homenajes en no pocos detalles de su propuesta escénica.

Pasado el preludio, el telón se abre con un escenario que recuerda a las curvaturas míticas que empleaba Wieland Wagner y a aquel monolito de la producción de Tristán de 1962, solo que esta vez habría caído sobre nosotros y su círculo central habría quedado abierto sobre el escenario, dejando pasar la luz del cielo en el primer acto y de las estrellas en el resto. Arriba habría quedado el mundo real donde el tiempo transcurre de forma lineal, la naturaleza crece y termina por cubrirlo todo. Abajo se abre un submundo paralelo, un primer círculo dantesco donde el tiempo transcurre de forma circular y obsesiva, el eterno retorno de las emociones y la psique de Isolda, en un remolino que engullirá a los dos amantes hasta la noche estrellada del segundo acto. Tristán entra a ese submundo, como luego harán el resto de personajes, por un cuadrado blanco que emite una luz cegadora y estraboscópica y que recuerda a ese otro que emplazó Heiner Müller en su producción de 1993.

La puesta en escena resulta demasiado estática, confiada en exceso a su fuerza simbólica y conceptual. Hay imágenes poderosas, como los dos amantes vestidos de blanco en ese noche estrellada mientras la música más hermosa de esta ópera rutila desde el foso: es Novalis llevado al paroxismo. O la herida de Tristán, que aquí es una suerte de condenación divina que cae lentamente desde el mundo exterior en forma de neones amenazantes, inspirados en Dan Flavin y la serie de monumentos que dedicó en los sesenta a Vladimir Tatlin. Pero los movimientos de los personajes resultan un tanto vulgares, sin una razón de peso que los inspire y los empuje en la narración. La ópera termina con Tristán delirando en el subterráneo mundo, una idea que también utilizó Alex Ollé en el último acto de su Tristán de 2011 en Lyon. Aquí es Isolda quien atraviesa el cuadrado que conecta ambos mundos pero no puede atravesar la elipse que antes había pisado con él. Sólo puede contemplarlo mientras se extingue.

Catherine Foster terminó una actuación muy notable con un liebestod cantado con mimo y cadenciosidad. Aportó carácter y volumen a una Isolda un tanto alejada del texto. La Brangäne de Ekaterina Gubanova posee un fraseo y color subyugantes. Sthepen Gould completó un Tristán muy meritorio, sobre todo en un colosal segundo acto, aunque se echara en falta algo más de matiz al personaje. El triunfador de la noche fue el Marke de Georg Zeppenfeld, sólido, con empaque, un bajo soberbio para un papel dicho de forma excepcional. El Kurwenal de Markus Eiche completó un gran tercer acto, en plenitud, tratando de arrastrar a Tristán hasta su mundo con una cuerda en un gesto de desesperación.

Markus Poschner debutaba en la colina sagrada por el rebote que ocasionó la severa infección por corona que contrajo Pietari Inkinen, hasta el punto de hacerle renunciar a los ensayos del Anillo de este año. Como Cornelius Master, que también debutaba en Bayreuth, no era ningún inexperto, era el único director que podía asumir con garantías la interpretación de la tetralogía. Así que el podio del Tristán quedó vacante y el elegido fue un viejo conocido del público de Zúrich, donde dirigió Arabella hace poco, y de Linz, donde comanda la Orquesta Bruckner. El resultado no ha podido ser mejor para él. Venía a cumplir el expediente pero se escuchó mucho más de la orquesta del Festival. Tempi atrevidos y un sonido que podíamos calificar de bruckneriano, dejando que los planos de las melodías se intercambiaran entre sí con pequeños e inadvertidos cambios de dinámica.

Al final, el telón cae sobre una pareja de ancianos que han contemplado la muerte de Isolda y que parecen ser los mismos que siendo niños vimos en el preludio y que jóvenes contemplaron en dúo de amor desde el mundo real. Una idea redundante, demasiado Disney, para convocar facilonamente un mensaje optimista... y conservador. La eternidad de una nueva luz sobre esta ópera tendrá que esperar en Bayreuth.

Fotos: © Bayreuther Festspiele / Enrico Nawrath

Publicado por Felipe Santos

La eternidad tendrá que esperar

Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos


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