


















Una de las curiosidades más sorprendentes en la Historia del Arte fue el hecho de que un motivo religioso llevara a originar uno de los movimientos artísticos más rudos, sensuales, toscos y desaliñados que hayan existido jamás. Así fue como la Iglesia, a finales del siglo XVI, fomentó y auspició un estilo más cercano al pueblo, lejos de las exquisiteces refinadas del Renacimiento. Había que llegar no al noble, no al cultivado, no, había que conseguir que todo el mundo, ahora, pudiese confiar y adoctrinarse mejor con un mensaje diferente, en el que el Arte contribuyó de una forma como nunca antes se había llegado a conseguir. De este modo, los pintores contratados por la Iglesia tuvieron que humanizar, vulgarizar, emocionar e identificar el nuevo espíritu que la Contrarreforma inspiraba para frenar el impulso luterano, más clásico y formal.
Pero, fue una tendencia incomprendida, denostada, que ni siquiera se consideró como tal tendencia hasta mucho después de comenzar a serlo. El nombre, Barroco, fue dado más tarde, no por sus autores sino por los críticos que vieron en la deformidad de una perla de ostra -llamada este tipo de perla, barrôco, así por los portugueses-, el mejor símbolo para denominar al período artístico que se extendió desde el año 1600 hasta 1750. Esta actitud despectiva duró hasta casi finales del siglo XIX, cuando algunos historiadores del Arte mostraron su verdadera grandeza. Así, el Barroco, fue tildado como el exceso, la irregularidad, la impureza, lo recargado, lo abrupto. La arquitectura marcó visualmente mucho más, quizá, este extraordinario período. Y en ella la Iglesia derrochó medios para distinguirse del clasicismo aséptico que defendiera antes la Reforma protestante.
La pintura, como un objeto de lujo en aquellos años, tuvo que ser ahora financiada por la Iglesia para esas mismas edificaciones religiosas, marcando de este modo un claro perfil sagrado a las obras conocidas por el vulgo. Sin embargo, en los encargos de la nobleza se mostró todo el furor sensual, colorido y exultante de lo profano. Ya no eran caballeros o damas virtuosos, héroes perfectos, casi castos, idealizados, no; ahora se plasmaba la atrocidad humanizada, la sordidez de lo bello. Así, en una leyenda mitológica, la historia del rey de Tesalia Ixión, no venía a ensalzar ya la gloria del buen héroe sino la del personaje equivocado, malogrado en sus defectos, en sus delirios y en su alienación. De este modo, el pintor del barroco José de Ribera realiza en 1632 su obra Ixión. Aparece aquí el personaje barroco como un hombre corriente, desdibujado, oscuro, tendido boca abajo, sufriendo el tormento que los dioses le han otorgado.
En esta muestra, donde se comparan algunas obras con sus similares del Renacimiento, se observan las diferencias de ambas tendencias del Arte. La pulcritud, la serena y rigurosa posición del Renacimiento contrasta con la pulsión, por ejemplo, de la pareja que Rubens retrata en 1618 en su obra barroca La unión de la Tierra y el Agua. Ellos están mirándose, relacionándose, de otra forma, más irreverente, más sensualmente perversa incluso. En las obras de Venus y Cupido -Sustris y Luca Giordano-, vemos una Venus en el Barroco -Luca Giordano- arrebatada en su sueño, deseable, espiada esta vez no por un caballero sino por un sátiro. Las figuras del dios Marte y del héroe bíblico David también contrastan entre una época artística y la otra. Cuando Botticelli pinta al dios de la guerra lo hace estilizado, joven, alejado de la realidad con su sueño. Sin embargo los artistas barrocos -Luca Giordano y Velázquez-, dibujan a un Marte o en un segundo plano y claramente menos atractivo, o lo retratan cansado, meditabundo, menos juvenil y más anodino, casi insignificante.
Fue toda una explosión de visceralidad y de realismo, de cercanía y de vulgarización, pero, también -y esto es, tal vez, lo que más defina al Arte- la mejor forma de sublimación de las emociones, de los deseos, de las miserias, de las pasiones, de las heroicidades frustradas, de los arrojos, de las imperfecciones y de las cosas que nos reflejan a los humanos -y al mundo- como realmente somos; aunque, y es en ésto donde viene maravillosamente el Arte a salvarnos, con una genial, arrebatadoramente hermosa, arrogante, y hasta justificadora forma.
(Cuadro Barroco de José de Ribera, Ixión, 1632; Cuadro Renacentista El Sueño del Caballero, de Rafael Sanzio, 1505; Composición Adán y Eva, del pintor renacentista Alberto Durero, 1507; Óleo Barroco de Rubens, La unión de la Tierra y el Agua, 1618; Cuadro Venus y Cupido, 1565, del pintor renacentista-manierista Lamber Frederic Suster; Cuadro Barroco de Luca Giordano, Venus y Cupido con Sátiro, 1663; Cuadro renacentista Jupiter abrazando a Calisto, 1540, del pintor Andrea Schiavone; Óleo Júpiter y Calisto, 1655, del pintor barroco holandés Everdingen, 1621-1671; Cuadro renacentista Dánae, 1553, de Tiziano; Cuadro barroco Dánae, 1636, de Rembrandt; Cuadro Las tres Gracias, 1503, del renacentista Rafael Sanzio; Óleo Las tres gracias, 1635, de Rubens; Cuadro Nacimiento de Cupido, 1560, de la escuela renacentista de Fontainebleau; Cuadro del barroco, Nacimiento de San Juan Bautista, 1625, de la pintora Artemisia Gentileschi; Cuadro de Botticelli, Venus y Marte, 1483; Óleo de Luca Giordano, Marte, Venus y Vulcano, 1670; Cuadro de Velázquez, Marte, 1640; Fotografía de la escultura renacentista de Miguel Ángel Buonarroti, David, 1504; Cuadro barroco David contemplando la cabeza de Goliat, 1610, de Orazio Gentileschi.)