Halvar I (Norway 2011) de Hjorth/Ikonen
Ahora mismo lo único que quiero es ser como este señor de la foto, irme al campo, a un sitio tranquilo y taparme los ojos para escapar de la incertidumbre, la zozobra (sí, he metido zozobra en la frase porque es una palabra preciosa y nunca hay que desaprovechar la oportunidad de escribirla no una sino dos veces) y la estupidez.El coronavirus, como el 11S, el 11 M o la muerte repentina de un ser querido son eventualidades que llegan por sorpresa y que descolocan todo. Uno se encuentra como John Travolta en ese famoso meme pensando ¿De dónde me ha venido esta leche? ¿Cómo no la vi venir? ¿Pero cómo ha podido pasar esto? ¿Y ahora qué va a pasar?
El ¿Ahora qué va a pasar? es lo que a mí me causa más zozobra (tres) porque además, con la edad y la vida, aprendes que nadie sabe qué va a pasar igual que nadie podía predecir hace un mes lo que ocurre ahora.
No sabemos lidiar con la incertidumbre ni con la súbita conciencia de que no tenemos ningún tipo de control sobre lo que nos ocurre. Sí, en el primer mundo podemos dejar de comer carne y decidir reciclar nuestros plásticos pero el futuro está lleno de sorpresas, de bombas de relojería dispuestas a hacer saltar tu realidad por los aires.
Antes, antes de llevar el control del tiempo en nuestros bolsillos, antes de saber cuántos pasos damos cada día, antes de poder encender las luces de casa desde el curro, antes de poder mirar en nuestro móvil cuántas calorías comemos, antes de ver en directo los movimientos de nuestra cuenta bancaria o a qué hora exacta lloverá en tu ciudad, se decía "así es la vida" o «qué le vamos a hacer» y nos resignábamos. Resignación, otra palabra que ya casi no se escribe ni se piensa ni se siente porque no estamos acostumbrados a que las cosas no sean como nosotros queremos que sean. ¿Resignarse a no hacer lo que quiero? ¿Resignarse a que pase algo que destruya mi ilusión de que todo va a ser siempre igual? ¿Resignarse a una desgracia, una tragedia, un suceso inesperado que nos haga estar más incómodos? No, no. Eso no puede ser.
Asisto con estupefacción (otra palabra) pero casi sin sorpresa al espectáculo de personas adultas comportándose sin el más mínimo sentido de la responsabilidad. Por un lado están los que lamentan la incomodidad e inconvenientes que las medidas tomadas les suponen «A ver qué hago con los niños en casa». Claro, es incómodo y un coñazo pero es que una pandemia no está pensada para ser un planazo y se trata de llevar las medidas lo mejor posible sabiendo TODOS que son incómodas pero necesarias.
Por otro lado están los que actúan como niños pequeños, necesitan que les prohíban las cosas para dejar de hacerlas porque asumir responsabilidades no va con ellos. Gente que se va de viaje, que va al parque con los niños, que dice que no piensa cancelar sus vacaciones o se va a jalear a su equipo de fútbol. Su pensamiento funciona así «yo no decido nada, que me lo digan todo» para que luego, cuando las consecuencias de su irresponsabilidad le estallan en la cara decir «es que me lo tenían que haber dicho antes».
Antes la gente era adulta con doce años, ahora hay algunos que no lo son nunca. Todos queremos que venga alguien y nos diga que todo saldrá bien, que no pasara nada y que estemos tranquilos que alguien se encargará de nosotros. La putada de hacerse mayor es que eso no siempre pasa y, a veces, hay que convivir con la incertidumbre, la certeza de que nadie sabe qué va a ocurrir y el miedo. Hay que asumir que tú eres responsable y que ser responsable a veces aterroriza y es incómodo.
Quiero taparme los ojos para asumir con calma todo esto, para capear la zozobra, para sobreponerme a la estupefacción ante la idiotez de muchos y para resignarme a estar un poco asustada y no saber qué va a pasar.