Revista Coaching

La indi - gestión del talento

Por Jlmon
LA INDI - GESTIÓN DEL TALENTO
Vivimos tiempos en los que el significado y la construcción de conocimiento pasa por una de sus horas más bajas aunque aparentemente la exposición al desbordamiento tecnológico debiera haber producido el efecto contrario. Sin embargo, nunca antes había sido tan sencillo desvirtuar la realidad y además hacerlo de forma totalmente convincente para aquellos que supuestamente somos protagonistas de la misma. En estos tiempos, las palabras pierden su significado y precisión semántica para convertirse en simples argucias y retruécanos retóricos. “Hay muchos que siendo pobres merecen ser ricos, y los hay que siendo ricos merecen ser pobres” decía Quevedo. Ahora podríamos decir que “hay muchos que siendo inteligentes merecen demostrarlo, y los hay que siendo tontos merecen decirles que ya lo han demostrado”. Dicen que somos un país talentoso, pese a lo mal que suena. Poseemos talento, hasta el punto de que cogemos un palo y hacemos maravillas tales como el chupa chups o la fregona. Somos tan talentosos que algunos comenzaban a hablar de la necesidad de Gestionar el Talento para evitar su desperdicio. De hecho, algunas de nuestras empresas bandera comenzaron  a incorporar a responsables de la Gestión del Talento Corporativo a sus staff directivos. Hasta conozco alguna que contrató a sesudos catedráticos de renombradas universidades, americanas por supuesto, para diseñar, articular y lanzar sus programas de talento a cambio de honorarios propios de crack balompédico. La pregunta que algunos nos hacemos a estas alturas es la de dónde ha quedado el talento o, mejor dicho, a dónde ha escapado tanto talento. Cierto es que el actual gobierno ha mostrado un desinterés, por no decir hastió, hacia el “talento aplicado”  recortando de aquí, allá y acullá en aras de la contención del gasto y la lógica de la razón practica. Cierto es que se cuentan por cientos los proyectos de investigación suspendidos sine die. No menos cierto es la precaria situación del CSIC a punto de convertirse en el Titanic de la ciencia y la investigación española. Cientos son también los investigadores honrados, tenaces y capaces que hacen sus maletas para marchar con su talento a otros lares donde sean más recocidos y, en consecuencia, contratados. Ciertamente, hemos pasado de ser un país talentoso a uno en el que el talento merece tanto respeto como un violador a la puerta de un convento, de clausura por supuesto. Pero no dejemos que la realidad nos haga olvidar el pasado inmediato, error que siempre conduce a una distorsión de los hechos y, en consecuencia, a un erróneo diagnóstico y lo que es peor, a una fatal terapia.
¿Éramos realmente un país talentoso?
¿Gestionábamos tanto talento eficazmente?
El pasado inmediato parece afirmar lo contrario…
La cuestión no es si era suficiente el nivel de inversión en investigación y desarrollo. La cuestión no es si desplegábamos suficientes políticas de estimulación del talento y construcción de conocimiento. La cuestión es otra muy distinta: ¿realmente creíamos en el talento?
Ciertamente, contábamos con brillantes investigadores que desarrollaban proyectos esperanzadores. Pero no debemos olvidar que por cada euro que dedicábamos a estos, entregábamos cinco a diletantes empeñados en producir “papeles” sobre las cuestiones más inverosímiles cuya finalidad era “publicar” y engordar así el índice de la universidad en cuestión. Pero las publicaciones, por mucho que se empeñen algunos ceñudos y excelsos próceres del conocimiento en España, no produce necesariamente conocimiento y menos aún valor efectivo para la sociedad. Llegados a este punto, los interesados acostumbran a argumentar que las principales instituciones científicas a nivel mundial utilizan el índice de publicaciones para medir la construcción de conocimiento y avance científico. Cierto es aunque no añaden que dicho uso viene avalado por resultados reales cuantificados que relacionan proporcionalmente el número de publicaciones y citas con hallazgos y avances conseguidos así como con sus posibles reconocimientos. Veamos, los países europeos más “avanzados”, léase que  gestionan adecuadamente el talento de sus ciudadanos, consiguen un nobel por cada 250.000 trabajos publicados. Estados Unidos tan sólo necesita 85.000 y si hablamos de instituciones como el MIT la cifra se queda en 12.000. Para el caso español no contamos con referencias como pueden suponer, pero si de algo sirve la comparación, Italia necesita en torno a 800.000 publicaciones. Como es fácilmente comprensible, la cuestión no es poner corredores en la competición sino asegurarse de que alcanzan la meta. Si además abrimos las puertas de la inscripción a cualquiera y encima la subvencionamos, pues, pasa lo que pasa. Pueden encontrarse a un individuo con dos años de vacaciones pagadas en el Japón de los japoneses para investigar los efectos del ajo en los lectores de Gustavo Adolfo Bécquer o bien un proyecto para estudiar las posibilidades de cultivo de la naranja tibetana en  la huerta valenciana. Vivimos en un país en el que los centros del saber  parecen pertenecer a una entelequia metafísica más allá del bien y del mal o lo que es lo mismo, ajenas a algo tan rudimentario en toda actividad humana como es la productividad, es decir la razón de ser de todo esfuerzo. El ranking de Shanghái, quizás el más reconocido mundialmente, incluye a 11 universidades españolas en sus listas de productividad, pero desgraciadamente todas ellas se sitúan a partir del puesto 200. Si fuéramos políticos concluiríamos con aquello de “tenemos que felicitarnos, existe margen de mejora”. Pero como no lo somos, simplemente afirmamos que no hemos sabido gestionar el talento de un país supuestamente talentoso, más bien hemos gestionado la Indigestión del Talento. Pero no seamos parciales en nuestros juicios de valor. Ni los políticos, ni las universidades son los únicos protagonistas de este melodrama galdosiano. ¿Qué han hecho las empresas españolas por el talento, la construcción de conocimiento, la investigación y la innovación? Salvo contadas excepciones, poco o nada. Y lo que es peor, muchas de ellas han recibido ingentes subvenciones para el desarrollo de proyectos que resultaban inviables cuando no descabellados. Sin hablar de las continuas convocatorias de ayudas que han acabado en papeles, papeles y más papeles. La construcción de conocimiento como expresión del talento se basa en la existencia de una necesidad, una demanda sentida no sólo por aquellos que deben protagonizarlo o quienes deben facilitar los medios, sino sobre todo por aquellos que deben ser sus últimos destinatarios, los “aplicadores” de ese conocimiento a contextos productivos y de valor. Tal demanda no ha existido aunque no podía ser de otra forma en un modelo económico basado en el monocultivo y el ansia cortoplacista. Dicen que el error es el camino hacia el éxito. Mucho me temo que en nuestro caso es el umbral del fracaso y, mientras que en el primero hay oportunidad de aprender, en éste sólo subsiste la decepción. Lejos de concentrar nuestros esfuerzos en rearmar nuestro talento para los nuevos retos que nos aguardan, dedicamos gran parte de nuestras escasos recursos en reafirmar nuestra vocación por el negocio fácil, la especialización ramplona y, de paso, continuar manteniendo las apariencias que ya no convencen a nadie. Al final va a resultar cierto aquello de “sol y playa” aunque sea de chancleta y litrona.
Somos un país con talento, entre otras cosas porque allí donde haya personas existe talento. Somos un país creativo porque donde haya personas hay creatividad. Somos un país de posibles aunque nos empeñamos en afiliarnos al probable. Pero somos también un país que necesita tener un futuro, creer que lo tiene, confiar en que puede alcanzarlo y , sobre todo, convencernos y aceptar que todo ello pasa irremediablemente por el esfuerzo, la constancia y la confianza en las personas o lo que es lo mismo, en nuestro talento.

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