Revista Cultura y Ocio
Norman Morrison tenía 31 años en 1965. También tenía una esposa y tres hijos de seis, cinco y un año.
El 2 de noviembre de 1965, mientras almorzaba en casa con su mujer, leyó un artículo del “I.F. Stone Weekly” que narraba el bombardeo accidental de una iglesia por bombarderos norteamericanos en Vietnam. El artículo decía cosas como: “[El Padre Currien,que era quien estaba a cargo de la iglesia bombardeada, es quien habla] Tuve que abandonar a algunos de los heridos y a los agonizantes. Les di la absolución. Traté de mantener con vida a los que todavía estaban vivos (…) He visto a mis feligreses quemados con napalm. He visto los cuerpos de mujeres y niños hechos pedazos por las explosiones. He visto todos mis poblados arrasados (…) [Los norteamericanos] tendrán que arreglar sus cuentas con Dios”.
Más tarde su mujer, Anne, salió para recoger a los dos hijos mayores en el colegio. Norman, entonces, escribió una carta. Cogió a su hija Emily, de un año y salió de casa. Echó la carta en el correo y a continuación se dirigió al Pentágono. Se sentó en el césped, debajo de la ventana del Secretario de Defensa, Robert McNamara, se roció de queroseno y se prendió fuego.
Un punto que no está claro es lo que hizo con su hija Emily. Unos dicen que la había dejado previamente en el césped en un lugar seguro. Otros que la tenía en brazos y que en el último segundo la apartó. Incluso hubo quien dijo que la tenía en brazos y que hubo que arrebatársela para que no muriera ella también. De estas posibilidades me quedo con la primera. Su mujer piensa como yo. Cree que se llevó a su hija para sentirse reconfortado en sus últimos momentos. Resultaba demasiado tentador para los partidarios de la guerra presentar a Norman como a un pirado que estaba dispuesto a sacrificar a su hija y no como un ser humano al que la guerra de Vietnam había afectado tanto, que no se le había ocurrido otra cosa para expresar su rechazo e intentar pararla.
Su mujer, Anne, recibió días después en el correo la última carta de Norman. Norman había escrito: “Durante semanas, incluso meses, he estado rezando únicamente para que se me mostrase lo que debía hacer. Esta mañana, sin aviso, se me mostró tan claramente como se me mostró aquel viernes por la noche de agosto de 1955 que tú serías mi mujer… Sabe que te amo, pero que debo actuar por los niños en la aldea del sacerdote.”
Me pasa con los que se inmolan como con la tortilla de patatas que cocina mi hija: respeto su entusiasmo cocinero, pero ese plato no es para mí. La inmolación de Norman no frenó la guerra. Hicieron falta ocho años más y muchos cientos de miles de muertos, la mayor parte de ellos vietnamitas, para que EEUU se diese finalmente cuenta de que se había metido en una aventura descabellada.
¿Cómo reaccionó el principal destinatario de la acción, McNamara? Cuando leo sobre la guerra de Vietnam, mi primera impresión es que McNamara era un hijoputa. Luego, sigo leyendo y me doy cuenta de que McNamara era un hombre lleno de complejidades y que tratar de definirle no resulta tan sencillo.
En el documental “The Fog of War”, McNamara dice: “[Morrison] vino al Pentágono, se roció con gasolina. Se quemó hasta morir debajo de mi oficina… su mujer hizo una declaración muy conmovedora- los seres humanos deben dejar de asesinar a otros seres humanos- y esa es una idea que compartía, la compartía entonces, creo que todavía más hoy. ¿Cuánto mal tenemos que hacer para hacer el bien? Tenemos unos ideales, unas responsabilidades. Reconozco que a veces tendrás que enfangarte en el mal, pero lo minimizas.” En sus memorias, publicadas treinta años después, le dedica unas palabras sentidas y parece que sinceras: “Reaccioné… guardándome mis emociones y evitando hablar sobre ellas… [mi familia] compartía muchos de los sentimientos de Morrison… y pienso que yo comprendía y compartía algunas de sus ideas.”
McNamara afirma que para cuando Morrison se inmoló bajo su ventana, él ya había empezado a pensar que la guerra de Vietnam era un error y que EEUU no estaba yendo a ninguna parte. Pero esas reservas íntimas se las guardó para sí y siguió jugando al halcón. No sé que es peor: si pensar que dice la verdad, en cuyo caso era un hipócrita y un cobarde moral, que no trató de frenar el enfangamiento de su país en un conflicto imposible, o pensar que miente ahora, porque no quiere reconocer su miopía de no haberse dado cuenta antes de que la guerra de Vietnam no se podía ganar.
Pero, mejor dejar a McNamara de lado, porque esta entrada va de héroes. Morrison fue uno. Otra, la mayor de todas, fue su mujer Anne.
Mañana hablaré de ella.