Revista Viajes

La lotería del Inglés.

Por Hugo Rep @HugoRep
La lotería del Inglés.Al Inglés lo conocí en los asados que se arman los sábados en el aserradero de Charly.
Amigo de Don Ricardo, el padre de Charly, desde jóvenes; antes incluso del comienzo de la historia de amor que ocupa este relato.Oriundo de San Pedro, provincia de Buenos Aires, jubilado bancario, mujeriego y magistral asador, el Inglés acaba de cumplir ochenta y un años, y uno de sus sueños, quizá el más importante, todavía incumplido: una luna de miel en Villa La Angostura con Mercedes, su primera novia y frustrado amor.
Se habían conocido en la casa de los padres de Don Ricardo, en una reunión social de las que se acostumbraban en esos tiempos, cuando una nueva familia se radicaba en el pueblo. Mercedes había llegado acompañando a sus padres junto con dos hermanos menores que ella. Aunque no cruzaron una sola palabra, el Inglés quedó atravesado por la blancura de su piel, la liviandad de sus movimientos, y la pureza de su pronunciación cuando le tocó hablar.Los días posteriores a conocerla, se dedicó a buscarla incansablemente hasta que la encontró en una esquina de la plaza junto al organito de la suerte una tarde de domingo; y, resuelto, la invitó a probar fortuna con el carromato musical. Se apresuró a tomar el cartoncito que la cotorra del organito eligió, y sin amedrentarse hizo que leía lo que para él iba a ser uno de los deseos mas sólidos de toda su vida: "Casate con el Inglés, y serás la mujer mas feliz del mundo".
Poco le importó al Inglés que estuviera acompañada por los dos hermanos, verdaderas pesadillas de las tardes en el cine durante su corto noviazgo.
Tampoco le importó que Mercedes, resuelta y altanera, le quitara el papelito de la mano y leyera: "Jugá a la lotería, que éste es tu año", a lo que él retrucó con un "y bueno ¿ qué te dije?... ¿querés mas lotería que casarte conmigo? " Ese día la acompañó hasta la casa y le pidió permiso para visitarla, petición que repitió ante sus padres cuando se presentó como perito mercantil y futuro empleado bancario, sin todavía haber llenado la solicitud de ingreso.Cumplió su promesa de enamorado e ingresó al Banco Nación a los dos meses, y trabajó en la sucursal del pueblo durante seis meses más. El ímpetu y las ganas que le puso al trabajo le trajeron el ascenso deseado y el principio del hasta ahora ignorado final de su noviazgo con Mercedes.Lo trasladaron a una nueva sucursal en San Cayetano con la consiguiente mejora en el sueldo y en el puesto. Se fue de San Pedro con los dos trajes que tenía, el azul y el gris, el folletín de la Máquina de River, y la foto de Mercedes.
En esta parte del relato, el Inglés me dice: "Fue la única mujer que respeté." Léase esto en relación con el aspecto sexual del vínculo. "Imaginate - continúa - … me llevé la foto…" Y aunque literalmente la frase no dice mucho, la expresión del Inglés sí? dice mucho. Probablemente haya sido la distancia geográfica. Quizá debería haberle prestado atención a las pausas epistolares de Mercedes, lo cierto es que un mal día de octubre le llegó una fría, corta e inesperada esquela en donde ella le anunciaba el final de la relación. Sesenta años tardó en acomodar los pedazos de su corazón. En ese lapso se hizo solterón empedernido y mujeriego. Jugador de casinos y carreras de caballos, capaz de hacerse quinientos kilómetros hasta Buenos Aires por una fija, pero siempre bancario. Me animo a interpretar su vida en el banco como una prueba de la tozudez de su amor por Mercedes.
A San Pedro no volvió nunca más, pero a Mercedes jamás le perdió el rastro. A lo largo de todos estos años, y aunque lo fueron trasladando primero a Bahía Blanca y luego a Buenos Aires, donde se jubiló, siempre se las ingenió para tener noticias del amor que no fue. Supo que ella sí se casó y que tuvo hijos y nietos. Que se mudó a la provincia de Córdoba. Y que un día enviudó. Y con el mismo ímpetu con que esa tarde se acercó a proponerle matrimonio en la plaza de San Pedro, la llamó por teléfono. Y se volvió a enamorar de la pureza de su pronunciación, y se retrotrajo a los días del embelesamiento que le producían la liviandad de sus movimientos y la blancura de su piel. Así durante los últimos ocho años, la fue llamando por teléfono tres veces por semana. Respetando quién sabe qué extraño código, la volvió a incorporar a un espacio emocional de su vida del que nunca se había ido. Tampoco sé bien por qué Mercedes aceptó finalmente verse después de tanto tiempo, lo cierto es que hace menos de un mes acordaron encontrarse en Bariloche para seguir viaje juntos a Villa La Angostura.
Ella salió desde Córdoba y él desde Buenos Aires, con la confitería del hotel de los bancarios como punto de encuentro.Quiso la suerte que fuera ella la que tendría que esperarlo pues su micro llegaba una hora antes. Eligió una mesa contra la ventana. Desayunó y leyó el diario sin inmutarse, es decir sin que se le notara el más mínimo detalle del emotivo y próximo encuentro. Sí, en cambio, se preguntó que habría quedado de la figura de ese muchacho inquieto y verborrágico con el que había noviado en San Pedro sesenta años atrás. El viaje del Inglés fue un poco más tormentoso. Tomó el micro a las cuatro de la tarde en Retiro y eligió un asiento del piso de abajo que daba al frente, cerca del conductor. No pegó un ojo en toda la noche y, para colmo de males, se le ocurrió hacer algún comentario negativo respecto de las cualidades de manejo del chofer, quien sin inmutarse le bajó la cortina del frente, sometiéndolo a transcurrir las quince horas del viaje con la vista fija en una tela color marrón. Aunque lo niegue, temió que su corazón le jugara en contra de la partida que se venía.
Llegó a la terminal de Bariloche a las nueve y cuarto de la mañana. Miró los alrededores un tanto desorientado, cruzó la calle y se paró frente al lago Nahuel Huapi. Llenó sus pulmones de aire por la nariz abriendo los brazos y lo soltó de a poco. Repitió el acto varias veces, sintiéndose una especie de Tarzán, rey de la Patagonia. Por fin decidió encaminarse hacia donde lo esperaba Mercedes. Mientras recorría las cuadras que lo separaban del hotel de los bancarios, recordó una costumbre que tenía cuando era chico y le pedían que hiciera algún mandado: ir pateando la bolsa con cada una de sus piernas, cual si fuera una pelota de fútbol a la que el Charro Moreno dominaba a su merced. Tuvo ganas de desquitar el vicio con el bolso Hermes de tela escocesa que le presté, pero se reprimió. Atravesó el centro cívico y llegó al punto de encuentro.
Mercedes, que estaba leyendo el diario, tardó en percatarse de que sobre el vidrio empañado el Inglés le estaba escribiendo "Soy yo, la lotería". Ella le regaló una sonrisa austera y lo invitó a que ingresara con uno de sus leves movimientos de manos, al que el Inglés obedeció casi hipnotizado.Yo estoy seguro de que el Inglés le dijo que estaba igual y que los años no habían pasado para ella. También estoy seguro que Mercedes no le hizo el más mínimo caso a la galantería.
El tiempo que transcurrió hasta abordar el barquito que los llevaría a Villa La Angostura lo consumieron conversando de tiempos y personas lejanas y tomando café.En el catamarán la tomó de la mano, primero disimuladamente, para señalarle alguna de las bellezas que conforman el paisaje del lugar. Y luego más decididamente mientras conversaban y conversaban y conversaban.La verdad es que yo me acordé del viaje del Inglés durante toda la semana que duró. Y acudí al asado del sábado posterior a su llegada con una incertidumbre increíble.
Lo encontré como todos los sábados: administrando la parrilla. Me acerqué mirando la carne y con una sonrisa reprimida le dije: "Ay Inglés, lo que recé por vos toda esta semana. Para que vuelvas a hacernos los asados y para que no me falle mi potrillo". A lo que me contestó, también sonriendo: "Si algún día precisás ayuda avisame. Digo, por el asado". Y me alcanzó un vaso de vino invitándome a un brindis.
Ariel Sorrentino
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