Se lo había recomendado varias veces: «Te gustará, hijo, ya verás», pero pasaron algunas semanas hasta que se decidió a leerlo. Yo me quedé encantada. Leer La Historia Interminable con doce años debe de ser una de las mejores experiencias lectoras que puede tener un chaval. Y no me equivoqué. Mi hijo Javier enseguida se entusiasmó con la historia que nos cuenta Michael Ende en su maravillosa novela.
Imaginaos qué fiasco. Sin embargo, Javier no se dio por vencido y consiguió, no sin echarle esfuerzo visual, distinguir los dos tonos de tinta. Durante las primeras páginas, yo le fui indicando cuál era el rojo y cuál el verde. Al fin me dijo: «Ah, ya entiendo. El verde es el que parece más oscuro.»
A medida que pasaban los días y Javier avanzaba en la lectura, lo veía más entusiasmado. «Es un libro buenísimo, mamá. Lo mejor que he leído», me decía. Las aventuras de Bastián, Atreyu y Fújur, y el destino de la Emperatriz Infantil lo tenían enganchado a la novela hasta bien entrada la noche, algo que no le había sucedido con ningún otro libro. A la mañana siguiente no dejaba de comentarme lo especial que le parecía el mundo mágico que había inventado Michael Ende.
Desde luego, cuando decimos en plan metáfora que cada libro es una ventana a otros mundos, cuánto nos acercamos a la verdad. Tal vez mi hijo haya sentido un poquito esa magia. Creo que a todos los que nos gusta leer, en algún momento nos hemos sentido como Bastián, protagonistas de la historia que leemos, disfrutando y también sufriendo los avatares que les suceden a los personajes de nuestras novelas favoritas.Cuando alguien está ilusionado con un libro se nota. Sobre todo cuando te dice que apenas le faltan unos capítulos por leer y le da pena que se termine. Pero ¡ay!, ese día llega. Javier me dijo que La Historia Interminable le había parecido emocionante y era la novela que más había disfrutado. Me preguntó: «¿Hay otro libro parecido? Quiero leer otra historia así, mamá. Tan guay como esta». Por la cara que puso, no creo que le gustara mi respuesta, pero a un hijo nunca se le miente: «Hombre, hay libros parecidos. Pero no tan buenos como este, Javier. No tan buenos».