Revista Cultura y Ocio

La maleta del bibliómano

Publicado el 02 agosto 2014 por Elena Rius @riusele
Empieza agosto y soy de los pocos barceloneses que aún no han emprendido el éxodo veraniego. La ciudad, más vacía y más tranquila que nunca, es uno de los mejores lugares para estar. Más aún en este verano, en que apenas molesta el calor y el bochorno ocasional queda pronto mitigado por ocasionales chaparrones. Una delicia. Pero al final de este paréntesis ciudadano-estival asoma el momento de partir hacia otros lugares. Y con ello la inquietante pregunta de siempre: ¿qué me llevo? Lo que me desazona, por supuesto, no es pensar en la ropa -cualquier duda al respecto queda pronto solucionada por una consulta a la previsión del tiempo en internet-, sino algo más esencial, y mucho más difícil de acertar: ¿qué libros poner en la maleta? Esta es quizá la cuestión que más tiempo consume de mis preparativos de viaje.  LA MALETA DEL BIBLIÓMANO  El verano es el tiempo de la lectura por excelencia, cuando es posible pasar horas devorando un libro tras otro sin sensación de culpa, sin sentir esa vocecilla que te dice que más te valdría estar haciendo otras cosas más urgentes, más necesarias o más provechosas. (La tal vocecilla, obviamente, no es una lectora compulsiva como yo. Los adictos a la lectura saben bien que no hay nada más necesario y provechoso que sumergirse en un buen libro.) Me siento plenamente identificada con un reciente artículo de Zadie Smith, cuando dice que: 
"Lo que describo es una condición que podría denominarse 'síndrome del lector patológico'. Mi adquisición y digestión de libros es, para ser sinceros, absurda. Cómprate un Kindle, me aconsejaba todo el mundo hace unos años. Sin embargo, heme aquí haciendo la maleta para un breve vuelo entre Londres y Belfast, con mi Kindle, ciertamente, pero también con cuatro o cinco libros embutidos en el equipaje de mano, por si acaso. Por si acaso resulta que volamos a través de una arruga en el tiempo en la que una hora se expande para convertirse en infinita."
 Suscribo cada una de sus palabras. Uno de los motivos por los que no me gusta viajar en coche es porque me parece una pérdida de tiempo; incluso en las raras ocasiones en que viajo detrás, como pasajero, y no como copiloto, no puedo leer sin marearme. ¿Qué gracia tiene malgastar varias horas que podrían haberse dedicado a la lectura en mirar por la ventanilla? Ahora bien, a la hora de hacer el equipaje, hay que distinguir entre los libros que se van a leer durante el trayecto y los libros para consumir durante la estancia vacacional. Sobre los primeros, si el viaje es en avión, resulta más crucial que nunca  -como sabiamente hace Zadie Smith- aprovisionarse en abundancia; todos sabemos de los caprichosos retrasos que sufren las aeronaves y pocas perspectivas hay peores que verse apretujada en un cilindro metálico con varias decenas de desconocidos y sin un mal libro que llevarse a la boca. Mi receta para estos casos es tener siempre a mano una novela de intriga o acción, una de esas que enganchan y no te sueltan. (Recientemente, uno de los últimos de John Grisham -Sycamore Row">Sycamore Row- me salvó literalmente de la claustrofobia cuando nos tuvieron más de una hora dentro del avión esperando para despegar.) Eso sí, hay que elegir muy bien -sólo autores de confianza- y no escatimar. En el peor de los casos, se puede sobrevivir a una escala imprevista sin ropa de repuesto, pero no sin libro de repuesto.
LA MALETA DEL BIBLIÓMANO
En cuanto a los segundos, los libros para leer en el lugar a donde nos dirigimos, eso plantea aún más problemas. ¿Cuántos llevar y de qué tipo? Respecto al equipaje, muchos viajeros avezados dan el siguiente consejo: "pon la mitad de ropa que habías previsto y el doble de dinero". Por lo que se refiere a los libros, mi experiencia me dice que conviene llevar más de los que calculamos leer (siempre cabe la posibilidad de que llueva algún día y, ¡oh felicidad! tengamos la perfecta excusa para no movernos del sillón junto a la pila de libros), pero dejando un margen para las lecturas sobrevenidas, "de circunstancias". ¿Que qué es eso? A no ser que vayamos cada verano al mismo sitio y ocupemos la misma casa, los lugares desconocidos plantean tentaciones librescas: la historia de la zona, un libro que hemos visto en cualquier escaparate y nos ha llamado la atención, un personaje local del que querríamos saber más... por no hablar de que es la situación idónea para practicar la lectura in situ. La otra fuente -a menudo maravillosa- de lecturas sobrevenidas se da cuando nos alojamos en casa de otros (ya sea alquilada, de amigos o de parientes). Casas que, en mayor o menor número, suelen albergar libros. Y pocas cosas hay más fascinantes para un bibliómano que hurgar en bibliotecas ajenas. Puede ocurrir -no sería la primera vez que me pasa- que los libros tan cuidosamente seleccionados en casa y que con tanto esfuerzo se han acarreado a través de cientos de kilómetros queden olvidados en la maleta, en favor de esos recién hallados. Que quizás no sean mejores, pero que cuentan con el irresistible atractivo de la novedad. Y de que tenemos un tiempo limitado para saborearlos. O sea, sigo sin tener claro qué libros debo llevarme, pero sospecho que regresaré con más lecturas de las previstas.

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