Allá por 1937 llegó a las carteleras Blancanieves y los siete enanitos, primer largometraje de Disney. Antes ya habían asomado personajes como Mickey o Donald, pero este fue el comienzo del mayor imperio de la historia del entretenimiento, el equivalente a una estrella en expansión que todo lo engulle y cuya proyección no conoce límite alguno.
Pinocho, Fantasía, Mary Poppins, primera película no basada en la animación… Así llegaron éxitos rotundos que colocaron a la compañía en lo más alto del cine familiar, palabra clave en política de la casa. Así hasta el mayor revés que puede sufrir una empresa: su alma y fundador, quien pone el nombre en los membretes, fallece en 1966 con tan solo 65 años de edad. Pero la maquinaria que el visionario Walt Disney había puesto en marcha era tan poderosa e imparable que sobreviviría a cualquier protagonista de carne y hueso, creador incluido. Prueba de ello es el estreno en 1967 de su obra póstuma, El libro de la selva.
La arrolladora marcha del imperio cinematográfico va llenando estanterías de Oscars suficientes como para abrir una tienda de souvenirs, e infinidad de personajes como Aladdín, La sirenita, Cenicienta, El jorobado de Notre Damme o Maléfica hacen pensar a no pocos que los cuentos tradicionales tienen su origen en los equipos creativos de la compañía de las orejitas de ratón, lo cual supone además de un craso error, un punto claro a favor de la maquinaria Disney y de su poderosa capacidad mediática.
Esta posición hegemónica torció levemente el gesto cuando unos osados de nombre Pixar Studios colocaron en el mercado a Toy Story, gran guión y primera cinta íntegramente rodada por ordenador. La distribución a través de Buena Vista Internacional correspondió a Disney, sí, pero eso no fue ni de lejos suficiente, y el gigante empresarial acabó tirando de músculo financiero para hacerse con la compañía entera en 2006, tan solo dos años después de adquirir los derechos sobre los Teleñecos. El pez grande se ceba con el pequeño, a cuyos anteriores dueños les soluciona la vida, y fin de la competencia.
El siguiente escalón hacia el Olimpo fue poner el ojo en el mundo del cómic superheroico. ¿Por qué no? Y ya puestos, hacerse con la propiedad del universo con mayor potencial que explotar: nada menos que Marvel. Legión fuimos los seguidores de Los Vengadores o X-Men entre otros muchísimos que sufrimos un colapso cuando la compra se hizo efectiva en 2009: estábamos ante la posibilidad de que la moralina, el puritanismo edulcorado, el sexismo condescendiente o el infantilismo vacuo que en ocasiones ensombrece al todopoderoso titán con sonrisa inocente acabara con el mundo de los superhéroes tal y como lo conocemos. Pero lejos de vernos ante un musical de Lobezno (ejem, ejem), Disney ha organizado el tinglado (orden es justo lo que hacía falta) para que la red alcance con coherencia e inteligencia a todo lo que ruedan, episodio tras episodio de un todo, que es en lo que se ha convertido sus estrenos anuales y cada uno de los episodios de las series televisivas. No se ha llegado hasta aquí estropeando lo que funciona.
Si increíble fue el golpe de mano con Marvel, qué se puede decir de la adquisición en 2012 de Lucasfilms y sus Star Wars. El volantazo, superando la capacidad más ambiciosa de imaginar en un pasado muy, muy cercano, supone poner en manos del Imperio, nunca mejor dicho, la que ya han anunciado que será la tercera trilogía de la saga, con sus correspondientes ingresos en merchandising, videojuegos y demás productos relacionados. ¿No se imaginan a Darth Vader tras este férreo control de absolutamente todo al ritmo de una banda sonora marcial? Esperemos que impere el espíritu con el que han manejado la herencia comiquera…