Por Jorge Garacotche
Mi intuición estaba en plena labor cuando vi a una morocha de unos dieciséis años, sentada y hablando hasta por los codos con sus amigas. La invité a bailar y, dotada de una transparente simpatía, aceptó el convite. Bailamos un rato, hablamos bastante, quienes me conocen saben que a la hora de hablar no presento dudas. Contó que no tenía mucho tiempo para quedarse porque al otro día madrugaba con motivo de un viaje de domingo con la familia. Ese rato fue suficiente para pegar onda y arreglar para vernos el martes, ya que era feriado nacional. El arreglo solo involucró a la palabra de cada uno, ya que ambos carecíamos de teléfono. Ese martes nos encontramos en la estación Caseros; ella vivía cerca. Esta vez el apurado era yo, ya que tenía algo para hacer que no podía suspender; no recuerdo qué. De cualquier manera, el encuentro alcanzó para planificar una salida que nos arrime aún más, una pequeña avanzada con la que yo empezaba a soñar. Ella propuso ir a la sede del Club Estudiantes de Buenos Aires, que tiene la cancha en Caseros pero la sede en Villa Devoto, de manera que nuestro partido definitorio sería en estadio neutral. Al lugar le llamaban “Subse”, yo lo conocía de nombre.
La ansiedad me recorrió durante toda la semana. Pasaba todo el santo día en el laburo imaginando el domingo. Por las noches, en la escuela, le comentaba a mis compañeros los motivos para soñar.
Llegó el domingo, y media hora antes de la cita yo ya andaba por la zona. Puntualmente llegó La Morocha de Caseros. Se ajustaba dentro de una remera de color rojo y un shortcito negro como para alegrarle la vista a cualquier mortal.
Ingresamos a Subse y al toque ya estábamos bailando esos temas que sonaban en todos los boliches y que uno apenas escuchaba. Las minas bailaban los mismos pasos, los pibes intentaban cancherear, cigarrillo en mano, se notaban gestos muy parecidos, mientras afuera la tarde se hacía noche sin avisarle a nadie.
– Es que conozco bien el tema, me gusta mucho, y hace unos días en el colegio la profe de inglés justo nos pasó esta letra.
– ¿Vas al secundario? Qué lindo… -dijo con pena propia.
– Sí, de noche, de día laburo en un taller como vendedor.
– A mí me gustaría ir, pero mi papá dice que es caro, que tenemos que juntar plata…
– Andá a uno del Estado, ahí no tenés que pagar.
– Pero mi mamá dice que hay que ir bien vestida al colegio, hay que viajar, comprar muchos libros… Igual mi hermana me dijo que a fin de año en el trabajo la van a ascender y con eso me va a ayudar para que pueda anotarme.
– Qué grossa tu hermana, qué buena que es con vos.
– Sí, y cuando le conté que el domingo iba salir con un chico de Capital, me dijo que el sábado me iba a acompañar a comprar ropa. Me compró este conjunto.
– Te queda espectacular. Si te digo todo lo que pienso, o salís rajando o no te vas nunca más.
– Yo sabía que iba a pasar todo esto, por eso elegimos bien la ropa, fuimos a Once, ahí venden ropa muy hermosa, está lleno de negocios, no sabés con qué quedarte.
– Sí, el Once es genial, está todo lo que podemos comprar.
– Es que en Caseros hay pocos negocios y la verdad que no son lindos, Once parece otro país, tantas chicas comprando cosas para verse lindas a la noche.
Volvió el estribillo y ahora fue un susurro: “I wanna know, have you ever seen the rain?, I wanna know, have you ever seen the rain?, Comin’ down on a sunny day?…”
Hermosa canción, una de las más lindas que escuché en mi vida. Suelen gustarme muy poco los grupos de yankeelandia, más bien me suenan aburridos, con más deseos comerciales que onda, pero Creedence tiene grandes canciones, es el grupo de allá que más me gusta, poseen grandes melodías.
Por aquellos años, en los barrios porteños y en el Conurba Creedence la rompía, eso era notorio en clubes y bailes. No solo salían todos a moverse sino que se respiraba cierto aire de complicidad, como si comunicaran cosas simples.
Ese rasgueo repiqueteado en la acústica con que arranca la canción ya le pone onda. El sonido del tacho es perfecto para el clima de la melodía, es que este batero era un palero, pero de barrio, movía toda la banda poniéndole sangre a las canciones. Un capo Don Doug Clifford. Esos cuatro golpes del tacho antes del estribo calientan la máquina. Es impresionante cuando en el último estribillo el batero le pega al tacho y al plato en los tiempos 2 y 4 salvajemente, hace que la lluvia nos moje sin importar. Capítulo aparte para la monumental línea de bajo que hace lo obvio cuando lo mejor que se puede hacer es eso mismo. En las partes A hace unas notas ligadas que ponen dulzura. En el estribillo, esa bajada marcando dos notas, Do, Si, La, Sol, Fa, es notable, al tema le cae justo, qué sabio Stu Cooke en hacer solo lo que corresponde, con esa cara de traga de secundario.
“¿Quiero saberlo, ¿alguna vez viste la lluvia, cayendo en un día soleado?, ayer, y los días anteriores, el sol es frío y la lluvia es dura, lo sé, ha sido así toda mi vida, por siempre, sigue en marcha, a través del círculo, rápido y despacio, lo sé, no puede parar, me pregunto…”
La canción está cantada con esa polenta tan particular de John Fogerty, también autor de todos los temas. Caso raro este tipo porque con esa polenta y cierta dureza lograba dibujar hermosos fraseos que marcaron una época. En la intro aparece un piano que pone al tema en un clima acústico, melancólico, que remite de inmediato a un día de lluvia. En la segunda parte A hace su ingreso un órgano Hammond, un enorme medio de transporte para ir rumbo a aquellos años.
El gran guitarrista Héctor Starc siempre aconseja que un tema, si quiere sonar rockero, está obligado a utilizar ese órgano. Hace una nota Sol, aguda, y la mantiene todo el tiempo, no modula con los acordes, genial. Alguien me dijo que esos teclados los tocaba Tom, el hermano mayor de John. Decían que el tipo no tenía implicancia ahí, sin embargo, cuando se fue de la banda todo se fue terminando. El órgano armoniza en el estribillo, maravillosamente, mientras el batero le pega al tacho y al plato, poniendo una energía de tormenta, recuerda a esos truenos que parecen arrastrarse y golpear sobre algo que nunca vemos. Cautivadora canción “¿Alguna vez viste la lluvia?”, uno de los temas mas descomunales de aquellos años. Hermosa e inolvidable melodía, cantada y ejecutada de modo muy cercano a la perfección.
Quizá el título haga alusión a aquella tristísima guerra inútil, y si no es así, vale como aporte romántico, llegó hasta estos días y eso es una bendición de los cielos.
Luego de ese estribillo prolongamos un beso que volaba por sobre Villa Devoto. Cruzó sin mirar la avenida General Paz, pasó cerca de la canchita de Almagro, el tricolor, y se fue por las vías del San Martín sin ningún apuro. Yo solo pedía que el tema dure aunque sea cuarenta y cinco minutos más. Uno cuando recorre los labios de una mujer y se abraza a un viejo sueño, sigue sabiendo que la eternidad no existe, lo que sucede es que ahora le importa un carajo.
Salimos de Subse y fuimos a una pizzería, en Argentina no hay mejor lugar para festejar un romance que una pizzería. Tomamos un colectivo que, ni bien ingresó a provincia, empezó a marearme con sus vueltas. Bajamos en una esquina más oscura que lo previsible, caminamos dos cuadras y dijo que allí paraba el que yo debía tomar para volver, es decir, no quiso que llegue hasta su casa. Le dije que yo no tenía ningún problema en acompañarla sin juzgar, ya me habían enseñado a estar más allá de lo que se ve. La tranquilicé confesando historias de mi pasado y el de mi familia, de manera que quedamos casi en igualdad de condiciones. Me creyó, entonces caminamos dos cuadras tan abrazados como podíamos, arreglamos para otra cita en la estación Caseros para el próximo finde. Me quedé en la parada esperando el bondi de regreso, mientras vi a Patricia ingresar por un pasillo de la villa.
El colectivo parecía la nave madre a cargo de trasladar mis esperanzas. Eran los recuerdos de aquellos besos los encargados de poner la música de fondo. Había acariciado la belleza y me llevaba un pedazo de universo.
¿Quién puede olvidar los besos adolescentes? Cuando uno es grande lo mejor que puede hacer es tratar de encontrar a alguien que bese con la inocencia de esos años, saber dejarse viajar como si fuera descubriendo aquello que se desconoce y lo adoptara para siempre. Lo bueno es que es algo que puede suceder, no tiene fecha de vencimiento, por suerte vi derrumbarse más de una resignación. Quien lo encontró, lo primero que hace es comprar una caja fuerte. Uno esconde esos besos, aquellos abrazos, pero también las canciones que le proveyeron el fondo musical. Siempre que pasan estos amores hay canciones dando vueltas por entre las fotos. La música es muchas cosas, pero sobre todo, es alguien parado en una antigua estación vendiendo boletos hacia todas las partes que uno recuerda.
Jorge Garacotche - Músico, integrante del grupo Canturbe y presidente de AMIBA, Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires