Sucedió en el rodaje de Jesús de Nazaret. Estaban haciendo pruebas a distintos actores para el papel de Jesucristo, y el plató era un hervidero de gente. Así lo cuenta Franco Zeffirelli en su libro de memorias:
“Mientras esperábamos en silencio para comenzar la filmación, la modista iba dando las últimas puntadas al talit de lana que iba a cubrir la cabeza de Robert Powell. El director de fotografía terminó la iluminación de su rostro para el primer plano y me avisó para que mirara. Al abrir lentamente el objetivo, se fue formando ante mis ojos la imagen viva de Jesús; me impresionaron sus ojos, los mismos ojos que nos han mirado desde la infancia. Llegó entonces la modista, jadeando, y se dirigió con prisa hacia el actor, mientras cortaba con los dientes el hilo que sobraba del velo. Cuando estuvo ante él y lo vio, con aquellas luces y aquel maquillaje, se quedó de piedra: ‘¡Es Jesús!’, y durante algunos segundos no sabía si seguir adelante con su trabajo o arrodillarse”.
Esta anécdota muestra claramente como el cine puede crear una imagen poderosa de Cristo. Una imagen que puede avivar un depósito adormecido de enseñanzas sobre Jesús que se han ido almacenando desde la infancia; todas esas experiencias de búsqueda y de encuentro que, de repente, cobran vida en la pantalla.
Así, lo que es sólo una cara embellecida por la luz y el maquillaje, puede devenir en catarsis personal, porque esa imagen de la infancia ha vuelto a llenarse de vida y de sentido. La imagen fílmica, como todos sabemos, no es inocente ni aséptica; es imagen que puede arrastrar, conmover y persuadir. Para bien o para mal. He ahí el reto que debe afrontar toda película que se acerque a Jesús.