Gordon Douglas
Por Christian Aguilera.
Hoy toca invitado del mes que nos descubre una pequeña joya, alguien muy especial, nacido el 18 de diciembre de 1967, Christian Aguilera fundó Seqüències de cinema en 1995, la primera revista de cine en lengua catalana. Creador en 2001 del portal www.cinearchivo.com, una base de datos mundial de cine en internet lengua castellana, hasta la fecha ha escrito diversas monografías sobre cine, como Stanley Kubrick: una odisea creativa (1999), La generación de la televisión: la conciencia liberal del cine americano (2000), Milos Forman: el cineasta del inconformismo (2006) y Joseph L. Mankiewicz: un renacentista en Hollywood (T&B Editores, 2009). Asimismo para T&B ha publicado dos obras de temática musical, Neil Young: una leyenda desconocida (2009) e Historia del rock sinfónico (2012). En 2011 publicó su primera novela, El enigma Haldane
Género
En una escena determinada de Harper,
investigador privado (1966), la Sra.
Sampson (Lauren Bacall) interroga al personaje epónimo
encarnado por Paul Newman si en realidad es un private eye. Éste se sale por la tangente y, en tono irónico apunta
de manera escueta: «Nuevo estilo». Ciertamente, el éxito de la adaptación de la
novela de Ross MacDonald contribuyó sobremanera a ese nuevo estilo al que se
acomodaron los detectives privados en el ejercicio de su profesión superado el
ecuador de los años 60 en el espacio del celuloide. Mas, Tony Rome fue uno de
esos valores al alza que cotizaron en el parqué
cinematográfico en un par de producciones que, pese a contar con el mismo actor
principal —Frank Sinatra—, secundario (de lujo) —Richard Conte— , productor —Aaron
Rosenberg— y director —Gordon Douglas— mantienen
elementos diferenciales evidentes. Se trata de Hampa dorada (1967) y su continuación, La mujer de cemento (1968), aunque podríamos identificarlos
conforme a títulos pertenecientes en sus orígenes a la serie de novelas
administradas por la pluma de Marvin H. Albert (1924-1996) en torno al private eye Tony Rome.
Si bien sin valerse del diminutivo, Albert emplearía precisamente el nombre de Anthony Rome para firmar las tres entregas —la otra sería My Kind of Game (1962), inédita en su “traducción” a la gran pantalla— de un personaje cuyo cinismo iba más en consonancia con el propio Newman que con el de Frank Sinatra. No obstante, la Fox se avino a contrarar a un cincuentón Sinatra que buscaba reflotar una alicaída carrera cinematográfica en franco contraste con sus prestaciones de crooner. Por ello, la popularidad de Sinatra no había decaído por aquel entonces, mostrándose un actor aplicado en el sentido de dar credibilidad al personaje de Rome, cuyo hedonismo practicado a bordo de su yate “Straight Pass” se ve alterado al descubrir el cuerpo de Sandra Lomax “sepultado” en el fondo marino al encontrarse sujeto por los pies sobre una superficie de cemento. Lo hace en su condición de aficionado al buceo con las suficientes horas de experiencia como para saber que la mejor defensa frente a los tiburones es no mostrarse especialmente temeroso; más bien cabría calificar desafiante. Con relación a otra clase de “tiburones”, pero situados sobre la superficie terrestre, Rome se debe mostrar igualmente desafiante cuando investiga el caso de la muerte de la Srta. Lomax.
En sintonía con los
lugares transitados por Harper en la cinta dirigida por Jack Smight, su colega
Tony Rome se dirige a un local nocturno —el Jilly’s— donde la difunta se había empleado. El
interés de La mujer de cemento no
reside tanto en la evaluación de esos submundos habitados por personajes
adscritos al rango de estereotipos, esto es, la roommate de la difunta, María Barretto (Lainie Kazan) que, a las
primeras de cambio, flirtrea con el private
eye; el dueño del local Danny Yale (Frank Ratier) de comportamiento
amanerado, en una nueva concesión a dar “visibilidad” a la comunidad gay (otro personaje computa en este
sentido, el de un policía travestido “trabajando” en un teatro); little caesars representados por Al
Mungar (Martin Gabel) —década atrás hubiera recaído en Edward G. Robinson o
James Cagney—; la femme fatale, en
este caso, con tendencias dipsómanas, Kit Forrest (Rachel Welch), etc.
Así
pues, The Lady in Cement puede ser
observada bajo el prisma de una comedia de ambiente detectivesco en que el componente
trágico de la vida queda aparcado en beneficio de un sentido del humor con una
curva pronunciada hacia la ironía no exenta de sutilidad. La misma redunda
sobre el guión de Jack Guss que podría pasar inadvertido por buena parte de los
espectadores. Al respecto, varios ejemplos se suceden a lo largo del metraje
desde la escena en que Waldo Grosnky (Dan Blocker) —uno de los hombres
relacionados con el homicidio de Sandra— atiende al visionado de la serie “Bonanza” (1959-1972) —el actor formaría
parte de la misma de principio a fin— aunque solo escuchamos su famosa sintonía,
hasta el tema “You Make me Feel So Young”—ejecutada en multitud de ocasiones
por el polivalente artista— que suena de fondo cuando el private eye trata de burlar a la propia policía que le persigue por
una de las playas de Miami. Minutos antes, Tony Rome había recibido el calor de
los Santini, en una estampa “familiar” que nos ayuda a calibrar la “humanidad”
de un personaje que, a fuerza de moverse entre “dos aguas” —la representada por
el estamento policial y la de los hampones que son saludados como «grandes benefactores
de la comunidad» (así se expresa el propio Rome ante Al Mungar)—, ha creado una
coraza lo suficientemente gruesa y
resistente para esquivar las balas “amigas” y las “enemigas”. La misma coraza que sirve para mostrarse inmune a
los peligros sustanciados bajo el agua donde incluso se pueden encontrar
tesoros semienterrados en forma de esculturales damas con parte de sus
atributos “expuestos” ante los ojos de la fauna marina. Entre sus
“depredadores” se cuenta Tony Rome, quien en el epílogo de La mujer de cemento regresa a la casilla de inicio. De tal suerte,
Rome retorna a alta mar pero esta vez en compañía de Kit, una sirena con las medidas propias de Rachel
Welch cuya presencia ameniza algunos (incluidas sus aparatosas pelucas) de los
contados momentos de “descanso” de una función cinematográfica que discurre con
el dinamismo y el ritmo preciso de un director del fuste de Gordon Douglas. Un
par de años después, el veterano cineasta, ya próximo a su edad de jubilación,
se involucraría en la elaboración de otro remake,
Ahora me llaman Sr. Tibbs (1970), con
unas connotaciones raciales que ya había manejado Marvin H. Albert para “Apache Rising” (1957). Una novela
afincada en el western que sería
llevada a la pantalla grande con idéntico protagonista —Sidney Poitier— y con
el título de Duelo en Diablo (1966).
La popularidad de la misma valdría para renovar el “salvoconducto” a Albert de
cara a la industria cinematográfica y, de esta forma, obtener las mayores
garantías posibles para las adaptaciones de dos de sus novelas que pivotan
sobre el personaje de Tony Rome. Éste se revelaría en el celuloide en la piel
de un eficaz y solvente Sinatra, no demasiado distante de su composición de Joe
Leland en El detective (1968), rodada
asimismo por Douglas en una etapa especialmente revisionista de un género que
él había visto crecer en sus años ligado a los estudios Hal Roach, allá por la
década de los 30.
