Un día cualquiera, como tantos otros, vino a nacer en un minuto La arroparon con caricias, besos amorosos y dulces palabras.
La amamantaron con genio y decisión, quizás con demasiado genio, algo que le pasaría factura a lo largo de su vida.La vistieron con ropas bonitas que hacían que luciera guapa y graciosa, La mostraron por las calles y causó admiración por donde pasó.La niña de gesto dulce y grandes ojos miraba todo con asombro, alzaba sus manitas y lucía su sonrisa para captar la atención.Le regalaron un caballito de cartón y trotó con él por su imaginación, cuando se cansó lo destripó y comprobó con rabia que no había nada dentro. Su curiosidad la llevó a romper muñecas, relojes, cajas de música y todo lo que caía en sus manos.Se sentía frustrada, quería entender como
funcionaban las cosas, quería encontrar su alma y lo único que conseguía eran regañinas.El afán de romper y las rabietas por no conseguir sus propósitos hicieron que su ceño estuviese continuamente fruncido.Ya no llamaba la atención, su adusto gesto repelía las caricias, las palabras de cariño y las miradas dulces. ¿Qué le pasaba? Eran tan fuertes sus ganas de destruir que no podía evitarlas, la dominaban. Sabía que no estaba bien, pero no podía parar.ROMPER, ROMPER, DESTROZAR.Ya no quedaba nada, nada para manipular, ni siquiera el cariño de sus padres ¿Qué hacer?Fue hasta la cocina abrió un cajón y lo vio, brillante, afilado y no lo pudo evitar, lo cogió.En su habitación, entre muñecas rotas, hojas de cuentos arrancadas y marchitas, cuentas de colores desperdigadas, lo decidió.
Miraría debajo de su piel. Eso haría. Cortó, cortó, hurgó y revolvió. Ríos rojos inundaron su habitación.
Se fue durmiendo, desdibujando. Y allí quedo rota, como sus juguetes y sus cosas.Texto: Rosa Martínez Famelgo