Una imagen temblorosa de un ciruelo deshojado, aún cargado de frutos, conecta "Eliegíia dorogi" con la anterior incursión de Alexandr Sokurov - su elegía oriental, "Vostochnaia eliegíia", cinco años antes; una iconografía la japonesa de la que se impregna buena parte de su obra - en un recurrente género de ensayos que aún ha tenido un episodio posterior a ese año 2001.
Provisional (pero ya lejana) cumbre de su cine, tan grande como los más grandes Godard en ese mencionado campo fílmico, estos 47 misteriosos minutos, como muchos alumbrados por Jean-Luc, debieran tener el privilegio de pasar a integrar el propio tema sobre el que reflexionan, se aproximan o tratan de asir.
No tanto la capacidad de las imágenes para describir el viaje o la memoria asociada a lo experimentado, más llana y acotadamente, cómo el arte ha reflejado la necesidad del arraigo como fin último de toda búsqueda.
Libre, el film desprecia - quitándoles la importancia otorgada por los intereses de unos pocos - a la religión, el militarismo o el progreso encaminado a la desconexión y el aislamiento, como lo hicieron tantos Renoir o Pasolini, pero con un arma aún más sencilla: mirarlos sin contextos, con una curiosidad que parece tratar de descifrar cómo nos hemos dejado dominar por quienes no eran otra cosa que prisioneros de sus ideas.
Un profundo, radical diría (por exigente) humanismo, se expande entonces por todos los rincones del film, soberbiamente sonorizado y musicalizado y más amplio de lo que pueda pensarse por su escaso metraje y por pertenecer a una serie, en la que apenas tiene algún elemento de apoyo.
Como en "The old place" o "Allemagne année 90 Neuf Zero", las dos obras del maestro concebidas una década antes y que más en común pueden tener con "Eliegíia dorogi", Sokurov compone imágenes filmadas en fronteras (territoriales, la del día y la noche) o paisajes en apariencia desprovistos de signos vitales (espacios a veces pensados para todo lo contrario) mirando desde un punto de vista externo, adolescente y onírico cómo hemos deformado el mundo.
Que el cine esté ausente de esa reflexión, que no haya conexiones, citas, vasos comunicantes con su propio oficio, puede hacer pensar que Sokurov no es en realidad "sólo" un cineasta o al menos no en el sentido que el propio Godard una vez dijo, augurando la supervivencia fuera de este arte a tantos buenos o grandes directores si el cine dejase de existir, pero la absoluta intemperie para unos cuantos - no necesariamente mejores, aunque se jugaran más en cada envite y se viesen obligados a avanzar de alguna manera desesperada a algún sitio nuevo cada vez -, entre los que desde luego habría que incluirlo a él mismo.
Unos monólogos cruzados en un bar de carretera que nunca podrían convertirse en conversación y todo el último tercio del film - que da la clave y abre la puerta al siguiente rodado por Sokurov, "Ruskíi kovcheg" -, momentos ambos con curioso protagonismo holandés (hermosas pinturas de Pieter Saenredam), se esfuerzan en buscar un "nuevo" y un "último" escenario de entendimiento y equilibrio para los que vivimos pero termina llegando a conclusiones antropológicas sumamente desoladoras por más que alberguen la grandeza de las artes: queda la construcción, el verso, la pincelada, la nota... o el fotograma.
Y no hay nada más.