Revista Salud y Bienestar
Hace unos 1.500 millones de años, una célula capaz de obtener energía de nutrientes oxidándolos (lo que significaba aprovechar la presencia del oxígeno que comenzaba a existir en nuestro planeta), fue fagocitada y respetada por la célula huésped, que en lugar de digerirla, estableció un pacto de caballeros con ella mediante el cual una proporcionaba energía (obtenida del reciente gas aparecido, el oxígeno), y la otra le brindaba un medio estable y una protección, así como una seguridad óptima. Desde entonces, la mitocondria se ha convertido en la sala de máquinas del organismo, la que provee de la energía necesaria para funcionar, al tiempo que desde el descubrimiento de este organelo y de sus funciones, se han determinado más de 150 enfermedades relacionadas directamente con su disfunción. De hecho, en estos últimos años se han relacionado algunas de las patologías más serias, como la enfermedad de Parkinson, la enfermedad de Alzheimer y las cardiopatías e incluso el envejecimiento, con daños del ADN mitocondrial debido a los radicales libres formados en la mitocondria, y todo esto no es extraño, ya que lidiar con un oxidante tan potente como el oxígeno, es un proceso muy peligroso.
Yo recuerdo el impacto que me produjo una clase de fisiología del ejercicio, cuando estaba haciendo la especialidad en la Facultad de Medicina de Estrasburgo, en la que un profesor de bioquímica enlazó las leyes de la termodinámica y el deporte de élite, explicándonos que el deportista de élite era un ahorrador de entropía (la pérdida irremediable en los procesos de intercambio de energía). ¡Cómo le hubiera gustado a aquél profesor conocer el genoma de la mitocondria y los procesos íntimos de producción de radicales libres!
El número de genes en el ADN mitocondrial es de 37 frente a los 22.500 - 25.000 genes del ADN cromosómico nuclear humanos. Codifica 2 ARN ribosómicos, 22 ARN de transferencia y 13 proteínas que participan en la fosforilación oxidativa, precisamente donde está el oxígeno, frente al cual apenas posee más allá de un simple capote de torero (el material genético de las mitocondrias no está protegido por histonas como lo está el ADN nuclear).Las mitocondrias tienen la capacidad de codificar, es decir, sintetizar parte de las proteínas necesarias tanto para su funcionamiento como para su división, dando lugar a lo que se conoce como “biogénesis mitocondrial”, pero este proceso requiere codificación de proteínas por el ADN nuclear, lo que obliga a una situación de constante relación de intercambios diplomáticos entre ambas potencias mediante diferentes mensajeros. En este contexto, sabemos que el ejercicio de resistencia, empleando una duración apropiada por día, cierta frecuencia semanal y una intensidad submáxima por sesión de entrenamiento, puede producir un aumento del contenido mitocondrial de 50 al 100% en 6 semanas (está demostrado que 8 semanas de entrenamiento al 80% VO2max, 5 dias por semana, provoca un incremento de la función mitocondrial demostrable en animales de experimentación).
El trabajo extra para la mitocondria al realizar entrenamientos de alta intensidad, supone pérdida de iones en la cadena transportadora de electrones y la formación subsecuente de especies reactivas de oxígeno (EROS), con el daño celular concomitante, además de las alteraciones de la membrana mitocondrial producida en la hidrólisis del fosfato de creatina y la formación de altos niveles de fosfato que afectan a su permeabilidad, incrementando iones calcio, activando piruvato deshidrogenasa y otras enzimas que pueden lisar la membrana mitocondrial y provocar su autofagia y necrosis.Pues bien, en todo este proceso, hay polimorfismos genéticos sobre los que no podemos influir (los que poseen corredores de fondo keniatas), pero sí que podemos hacerlo sobre factores nutricionales de la mitocondria. Algunos de ellos, como la acetil-L-carnitina, coenzima Q10, vitaminas del grupo B, creatina, resveratrol y ácido lipoico, son conocidos estimulantes de la función mitocondrial. Si embargo, el más importante apenas se nombra, y sin embargo es fundamental, se trata de un ácido graso n3, el docosahexaenoico (DHA). Efectivamente, no es extraño que la evolución haya encontrado mecanismos para evitar los efectos nocivos de la alta intensidad física a la que estaban expuestos nuestros ancestros y que, precisamente esos medios, se encontraran en la fuente de alimentación más habitual en aquellos momentos, el pescado, marisco etc. El DHA produce, entre otros muchos efectos, un aumento de la concentración de calcio intracelular debida, en parte, a la movilización de las reservas almacenadas en el retículo sarcoplásmico, lo que podría activar la Ca++/ H + ATPasa modificando la concentración de protones y, por tanto, el pH intracelular. También altera los movimientos flip flop de la membrana celular y activa las UCP3 (proteinas desacoplantes de la cadena respiratoria).
Couet et al., 1997 realizaron un estudio dando a un grupo de 6 personas una dieta cuyos lípidos predominantes eran mantequilla, aceite de oliva y de semilla de lino y cambiando posteriormente a una dieta posterior cuya fuente de grasa era aceite de pescado. Comprobaron que tras la ingesta de aceite de pescado aumentó la oxidación de grasa como fuente energética, sin alterar la utilización de glucosa o proteínas, al tiempo que también observaron cambios en los fosfolípidos de membrana en eritrocitos (se hicieron más ricos en EPA y DHA). También sabemos, en este sentido, que la disminución en la fluidez de la membrana eritrocitaria inducida por el ejercicio físico se minimiza cuando se ingiere una mezcla de vitaminas y ácidos grasos n-3, al menos en estudios realizados en caballos. Este último estudio deja abierta la puerta a un doble mecanismo de acción de los ácidos grasos n-3 en relación con el estrés oxidativo potenciado por el ejercicio físico; la regulación al alza de enzimas como la gamma-glutamil-cisteinil ligasa y la glutation reductasa, lo que supone aumentar el glutation, y la acción sobre la fluidez de la membrana celular.
¿Se entiende ahora por qué me empeño en dar un ácido graso a deportistas de fondo?