Los cuentos infantiles están dirigidos a los niños, por eso llevan la etiqueta de “infantiles”. Sin embargo, incluso los cuentos dirigidos para niños poseen un sustrato netamente adulto, crudo y escabroso.
Y lo irónico de todo ello es que precisamente los cuentos infantiles más antiguos son los que están entreverados de mayores matices adultos. Uno podría pensar justo lo contrario, habida cuenta de que vivimos en un mundo donde los niños se hacen adultos más rápido que antes, donde se emite televisión basura infringiendo el horario protegido, donde hay videojuegos hemoglobínicos, donde personajes de dibujos animados dicen palabrotas o hacen bromas sexuales o incluso desafían la autoridad paterna.
Pero no es así. Si comparamos los cuentos actuales con los cuentos que se escribían antes, descubriremos que aquéllos estarían hoy vetados. Lo que ocurre es que aquéllos los conocemos ligeramente modificados a causa de la mano meliflua de Disney, por ejemplo. O sencillamente nos hemos olvidado de su devastadora crueldad.
En una lista de objetos prohibidos, elaborada por los talibán, que publicó el New York Times en noviembre de 2001, poco después de la expulsión militar de los líderes musulmanes fundamentalistas, se leía “carne de cerdo, cerdo, todo lo que esté hecho con pelo humano, antenas parabólicas, cualquier aparato que reproduzca música, mesas de billar, ajedrez, máscaras, alcohol, cintas, ordenadores, videograbadoras, televisores, todo lo que propague el sexo o contenga música, vino, langosta, esmalte de uñas, fuegos artificiales, estatuas, catálogos de artesanía, fotografías, tarjetas de Navidad”.
Cualquier cuento infantil o juvenil contiene ésas y otras cosas más. No en vano, sagas como las de Harry Potter están en el punto de mira de la Iglesia, por ejemplo. Pero precisamente porque los cuentos actuales son más morales y sintonizan mejor con los niños nos podemos permitir cogérnosla con papel de fumar y ponernos a prohibir cosas tan cotidianas como una mesa de billar o un abracadabra. Porque los cuentos actuales son minucias, en realidad.
En Blancanieves, la reina solicita al cazador que Blancanieves sea eliminada, y que le traigan el hígado y los pulmones para comérselos. Después de que el príncipe haya reanimado a Blancanieves, la reina se cuela en la boda, pero “ya habían calentado para ella unas zapatillas de hierro en un fuego de carbón (…) tuvo que ponerse los zapatos de hierro al rojo vivo y bailar con ellos hasta desplomarse muerta en el suelo”.
En La Cenicienta, unas palomas picotean los ojos de las hermanastras, castigándolas “con la ceguera para el resto de su vida por su maldad y perversidad”. Como en una pesadilla de Hitchcock.
Incluso las canciones infantiles, como las de Mamá Ganso, las cuales datan de los siglos XVII y XVIII, resultan ofensivas si las comparamos con los códigos morales que actualmente se inculcan a los niños (para que luego digan que se han perdido los valores). Un reciente artículo publicado en los Archives of Diseases of Childhood calculó los índices de violencia en diferentes géneros de entretenimiento infantil. Los programas de televisión tenían 4’8 escenas violentas cada hora; las canciones infantiles, 52’2.
Hoy en día, incluso, algunos episodios de los primeros teleñecos o Barrio Sésamo han sido considerados demasiado violentos o poco apropiados para niños. Carlo Collodi publicaba por entregas un serial infantil titulado Storia di un burattino (Historia de un títere), que finalmente derivaría en el Pinocho que todos conocemos. Pues en Estados Unidos tuvo que publicarse una versión de la obra más moderada y políticamente correcta.
Los cuentos infantiles, pues, no son tan infantiles como parecen, sobre todo si echamos la vista atrás. No en vano son precisamente iconos de los cuentos infantiles los que han servido a médicos y psiquiatras para denominar una serie de patologías que a todos nos resultan ya familiares en el mundo adulto, como el síndrome de Peter Pan (los patológicamente inmaduros), el complejo de Bambi (ser demasiado sentimental o compasivo con la vida silvestre y los animales salvajes), el complejo de Cenicienta (las muy dependientes de los hombres con fines emocionales o financieros), el síndrome de la Bella Durmiente (quienes sufren períodos de sueño excesivo y alteraciones del comportamiento) o el síndrome de Rapunzel (enfermedad intestinal de quienes comen pelo, un trastorno conocido como tricofagia).
Y colorín, colorado… ya sabéis.