Revista En Femenino
En 1810 el Corso estaba en la plenitud de su poder y muy satisfecho. El recién estrenado Código Napoleónico le había permitido divorciarse de Josefina y tenía libertad para volver a casarse y tener hijos, pero no con cualquier princesita. Al principio intentó cortejar a Ana Romanov la hermana menor del Zar de Rusia, pero Alejandro, desconfiado, evadió con fría cortesía la tentativa. Casi de inmediato –el tiempo corría- los ojos del águila se fijaron en una familia que había tenido dignidad imperial durante siglos y la sangre más noble de Europa: los Habsburgo y su retoño de diecinueve años, la archiduquesa María Luisa. La elección no parecía muy conveniente, apenas unos diecisiete años antes, otra archiduquesa austríaca, maldecida por los franceses había perdido su cabeza en la Revolución. Para colmo de males, Francisco I, padre de su “chica elegida”, lo odiaba y había sido el mayor enemigo del nuevo régimen de Francia, ergo, una posible alianza con la casa de Austria parecía imposible en muchos sentidos. –“¿Imposible?”- rugió el Corso –“esa palabra no existe en francés” declaró y los diplomáticos galos y austríacos se afanaron en limar diferencias entre las partes y concertar el casorio. María Luisa (joven que hablaba con fluidez inglés, francés, italiano, latín y español, aparte del alemán) era consciente de haber sido criada y educada para un matrimonio conveniente, pero aún así estaba tan desconcertada como desolada. Había crecido escuchando de ese demonio llamado Napoleón, hombre de ascendencia baja, brutal y desleal que había insultado y humillado a su familia. ¿Acaso era posible que precisamente su padre, le ordenara casarse con él? Sin entenderlo, suspiró como mujer y obedeció como hija.¿Cómo era la María Luisa que conoció Napoleón? Según dicen, dulce, sencilla, inocente hasta la ingenuidad y tímida según los cronistas. Al parecer, poetas y pintores le agregaron belleza y disimularon sus kilos de más y la boca, grande y generosa, con el labio inferior ligeramente colgante tan propio de los Habsburgo. El largo viaje a Francia de Maria Luisa para cumplir con su deber, nos recuerda el de Maria Antonieta. Vagones llenos de nobles y damas, decenas de sirvientes, caras desconocidas y la tristeza y desasosiego de una novia ante el destino incierto. Cuentan que Napoleón fue a conocerla al pequeño pueblo de Courcelles, distante unos cincuenta km de París. Era una noche lluviosa y el Emperador se presentó ante su futura esposa en la oscuridad y cubierto de barro, ordenó que los dejaran solos, subió al carruaje de Maria Luisa y cerró la puerta. El deseo de Napoleón no sabía esperar, del mismo modo en que alguna vez arrebató la corona de las manos de Pío VII y coronó su testa, tampoco necesitó de una bendición o permiso para tomar a esa mujer.
Al parecer, nada borró el horror de esa noche en María Luisa, ni las espléndidas ceremonias posteriores, ni la pompa o alegría de la corte.
Dicen que Napoleón se enamoró profundamente de su Emperatriz e hizo de todo para que ella olvidara la brutalidad del primer encuentro. Se convirtió en un esposo celoso (algo que no había sido con la voluble Josefina) y tomaba precauciones para que ningún hombre se acercara demasiado a su mujer. Comenzó a vestirse con elegancia, intentó incluso aprender a bailar el vals y sacrificó compromisos públicos y privados para atenderla. María Luisa por su lado, cumplió con sus deberes a la perfección, fue obediente, dócil, nunca habló de política y estuvo atenta a los deseos de ese amo que le enseñó desde el primer momento, quien sujetaba la correa.En 1812, un mes antes de la invasión francesa a Rusia, María Luisa acompañó a Napoleón a Dresde y allí conoció al conde Adam Albert von Neipperg, hombre que odiaba prolijamente tanto a los franceses, que le habían dejado sin el ojo derecho, como a Napoleón.
Un 25 de enero de 1814 Bonaparte abrazó a su esposa e hijo por última vez. Ese mismo año el emperador Francisco decidió enviar a María Luisa al sureste de Francia para evitar que se reuniera con su marido en Elba…y nombró a von Neipperg como jefe de escolta de su hija. “Antes de seis meses, seré su amante y luego, su marido” confidenció irónicamente el austríaco a sus amigos, y cumplió. Mientras los grandes acontecimientos sacudían Europa, el hombre del parche negro, con sus modales suaves y respetuosos, logró aquello que el dueño del mundo no pudo conseguir: el amor de esa mujer. Napoleón escribió cientos de cartas a María Luisa que fueron interceptadas o no respondidas, y mientras pasaba por las agonías de la duda en su exilio en Elba, le pidió a su médico Antommarchi “…dígale que yo la amaba, que nunca dejé de amarla”. Bonaparte falleció en1821 y ese mismo año María Luisa se casó morganáticamente con Neipperg. Para entonces ya tenía dos hijos con su amante y estaba embarazada del tercero. La percanta que amuró a Napoleón en su noche más triste, le dejó el alma herida y una espina en el corazón.
Nota sobre el título del artículo: Las palabras “percanta” (mujer, desde el punto de vista amatorio) y “amurar” (dejar, abandonar) pertenecen al lunfardo. “Percanta que me amuraste, en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida y una espina en el corazón…” es la letra de “Mi noche triste” primer tango cantado por Gardel. Fuente: Diccionario Lunfardo de José Gobello.
Fuentes:
. Saint-Amand, Imbert. Marie Louise, the Island of Elba and the Hundred Days. Kessinger Publishing, 2004. The New monthly magazine and universal register. Universidad de Oxford. 2006. Pág. 297. The story of the empress Marie Louise and count Neipperg.. Goodrich, Frank Boott. The court of Napoleon. Derby & Jackson, 1857. Biblioteca Pública de Nueva York, 2009. Hopkins, Tighe. The Women Napoleon Loved. Elibron. 1999., Wikipedia. (enlaces en texto). Imàgenes: internet.