Me gusta la playa de junio a las siete y media (a.m.). Los viejos de paseo se mezclan con los viejóvenes al trote. Los viejos al trote se mezclan con los viejóvenes maqueados (poca cosa, el maqueo xixonés; ya saben que tiramos a gualdrapa) camino del trabajo. Una moza estira sus músculos en la arena. Un paisano se baña en el mar.
Playa de San Lorenzo.
La arena no es aún un hormiguero en acción. No hay niños ni perros: a unos aún les retiene la playa escolar; los otros, prubinos, son desterrados de la arena urbana en estas fechas.
Sobre la arena mojada, apenas pisadas. Cuatro, de quienes tratamos de avanzar sobre ella.
Me faltan los noctámbulos de retirada. Eso para el sábado.
Bañadores, shorts, tirantes, mangas cortas —las tetas aún en prisión, las chanclas aguardan en línea de salida— se abren camino en el paisaje, al tiempo que jerseys y cazadoras se resisten a abandonar el muro marítmo (me cruzo con un corredor septuagenario, calculo, pertrechado como para la Guerra de Rusia).
Me gusta la playa de junio a las siete y media (a.m). Limpia la mirada. Te reconcilia con el madrugón. Te prepara para el día. Engrasa el motor.
A una enamorada de la playa, de ella le gustan hasta los andares, ya se sabe. Desde cuando la amada empieza a caminar, temprano, entre remolona y fresca, hasta cuando afloja el paso para irse a dormir bajo el agua.
PLAYA, te quiero.