Revista Arte
No se pueden entender las dinámicas de la legitimación en el campo del arte sin pensar en los grandes consagrados, Rafael, Rubens, Rembrandt, Velázquez, entre otros cuyo renombre se fortalece a lo largo del tiempo. Reconocidos por la extraordinaria maestría que cualquiera puede apreciar y que en muchos casos les valió el apelativo de divinos, gozan de una fama acrecentada a través de las generaciones por la red invisible que los legitima como grandes artistas. En el otro extremo, tenue, inmaterial, las estrellas fugaces del arte contemporáneo orbitan sobre una voluntad sin sustento racional ni posibilidad de verificación, porque no los sustenta su inexistente excelencia artesanal, factor que cualquier espectador podría admirar, sino los meros enunciados de un improbable tribunal del arte, integrado por curadores y funcionarios que exhiben sus títulos académicos como atributos de autoridad. El problema de la red de legitimación del arte contemporáneo, precaria y circunstancial, es que no suele proyectarse fuera del círculo de amigos y sostenedores del artista en cuestión, ni resiste la prueba del tiempo. Fundada en la petición de principio –o el pase mágico– que clasifica objetos comunes como objetos de arte, declina y se disuelve cuando se eclipsan sus sostenedores. Así, debido a la acción del principio racional que orienta nuestra estimación hacia las obras que nos conmueven, el llamado arte efímero sólo consigue una legitimación efímera. El fenómeno se tornó inevitable cuando la teoría de la desmaterialización del arte le cedió el centro de la escena al reinado del concepto, ya que la única connotación artística genuina que podemos descubrir en los conceptos usados para definir, explicar o interpretar la realidad, se vinculan con la filosofía y la literatura. Esas dos disciplinas, cuya materia son las palabras, constituyen el único instrumento idóneo para desentrañar la enorme complejidad de las ideas y conceptos que son la base de todorazonamiento inteligible. De allí deriva otro rasgo de la cuestión particularmente interesante: me refiero a la insalvable contradicción que arrastra la pretendida desmaterialización del arte. Se trata, en efecto, de un objetivo de imposible cumplimiento, ya que la desmaterialización total implicaría la disolución del arte contemporáneo en el reino de las palabras. Con esto quiero decir que luego de repudiar los valores objetivos y verificables de un Velázquez, y de proclamar la autosuficiencia del concepto como materia de la obra de arte, el arte contemporáneo se encerró en la irónica paradoja que lo obliga a fusionar sus enunciados filosóficos, políticos o ambientales con los retazos de realidad que rotula como arte. Imposibilitada de asumir la inmaterialidad total de los conceptos, la proclamada desmaterialización del arte no tiene otra posibilidad que abordar la realidad junto a retazos de materia, a fin de evitar el riesgo de disolución en la filosofía o la literatura. Así se explica la tediosa reiteración de objetos comunes y materiales indescifrables que agobia e indigna al espectador en las grandes ferias y bienales de arte. Un indignado ilustre fue el desaparecido escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, autor de una nota publicada hace veinte años –el 3 de agosto de 1993–, en el diario La Nación, bajo el título “Los escombros del arte”, donde deploraba la acumulación de escombros que Hans Haacke presentó ese año en el pabellón alemán de la Bienal de Venecia, a título de arte político. Para cerrar el círculo de la indignación y el hastío, Avelina Lésper acaba de mencionar en su blog las 650 toneladas de escombros que Lara Almarcegui presenta en la Bienal de Venecia de este año 2013, una cantidad de materia tal vez excesiva para un arte que se jacta de su desmaterialización. Compañeros de escombros con veinte años de distancia, Haacke y Almarcegui fueron legitimados por el mundillo del arte contemporáneo como representantes de sus respectivos países en la célebre Bienal, pero es difícil imaginar a las futuras generaciones sumándose a la red que los legitimó. Para contrastar la patética literalidad de señalar la decadencia y la ruina mediante la acumulación de escombros, vuelve a mi memoria el poema que Rodrigo Caro tituló “Canción a las ruinas de Itálica”: “Estos, Fabio, ay, dolor, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado / fueron un tiempo Itálica famosa. (…) Por tierra derribado / yace el temido honor de la espantosa / muralla, y lastimosa / reliquia es solamente / de su invencible gente… (…) Todo desapareció, cambió la suerte / voces alegres en silencio mudo; / más aun el tiempo da en estos despojos / espectáculos fieros a los ojos, / y miran tan confusos lo presente, / que voces de dolor el alma siente…” Si comparamos los dolientes y conmovedores conceptos e imágenes poéticas de Rodrigo Caro con las toneladas de escombros, supuestamente desmaterializados, que nos prodigan a título de arte, la indignación aparece como una reacción válida, sobre todo al tomar en cuenta la complaciente actitud de los medios de prensa, que casi invariablemente difunden los elogios al arte contemporáneo sin balancearlos con ningún tipo de crítica. Sin embargo, creo que no tiene demasiado sentido indignarse con el periodismo, porque es sabido que los dueños de los diarios y demás medios de prensa prefieren no contradecir las creencias de su público. Hay que entender que las reglas del juego no le dejan mucho espacio a la coherencia ni al sentido común. Así como las páginas de arte celebran la enorme fuerza visual de los escombros de Lara Almarcegui, el horóscopo augura a los nativos de cáncer un día propicio para el amor, y la página de fúnebres luce satisfactoriamente saturada de avisos. Indignados del mundo: ¡paciencia!