He pasado una mala racha creativa. Durante dos largas semanas he sido incapaz de escribir una sola línea de la novela en la que estoy trabajando, lo que, sobre todo los primeros días, me ha provocado un agobio bastante importante. Estaba muy convencido de estar escribiendo la historia que quería contar, y aunque avanzaba despacio me parecía estar construyendo una trama sólida. Pero llegué a un punto de bloqueo absoluto. No me había pasado nunca. Yo quería seguir adelante, pero de mi cerebro no brotaba una mísera palabra convincente. Total, que tras un par de días plantándome ante la pantalla o la libreta, armado de teclado o bolígrafo, sin resultado alguno, decidí cambiar de estrategia. En vez de agobiarme y amargarme me puse a hacer otras cosas, temas pendientes que nada tenían que ver con la nueva novela. De esa manera esperaba limpiar mi mente, darle un respiro y dejarle libertad para maquinar sin presión.
Poco a poco fui haciendo el diagnóstico de la “enfermedad”, hasta llegar a una conclusión: “sé tú mismo; escribe lo que te apetezca. Déjate llevar sin pensar en si gustará o si será o no creíble”. Fue el mismo consejo que me dieron varias personas y, de hecho, es lo que creía que ya estaba haciendo. Tengo que reconocer, sin embargo, que no estaba siendo del todo así. La realidad era que me estaba costando avanzar porque estaba poniendo excesivas precauciones. Inconscientemente quería escribir una historia de personajes tan sólidos, tan reales, que a la hora de transformarlos en palabras me quedaba sin recursos.
Yo no sé escribir así. No sé construir el esqueleto de la novela y mucho menos moldear a los personajes de forma previa. Eso me resta creatividad y libertad de actuación. Ya he explicado otras veces que más que pensar la historia es el acto de escribirla lo que me la va mostrando. Así que tras dos semanas de “descanso” una mañana apareció en mi cabeza un nuevo personaje a partir del cual continuar con el relato. Cuando empecé a escribir sobre él me surgió la idea de que interactuara con uno de los ya existentes, y la escena en que coinciden me ha dado pie a que de ahí surja una interesante trama paralela al avance del protagonista.
Las musas habían vuelto. Volvía a sentirme creativo, a sentir la mente fresca. Debo decir que en ello también ha tenido influencia el descubrimiento del maravilloso compositor y pianista italiano que debéis ver/escuchar en el vídeo que ilustra esta entrada. Casi siempre escribo con música. Normalmente me resulta inspiradora. El otro día, leyendo el imprescindible blog de Nely de la Fuente, Soñando con maletas, descubrí a Ludovico Einaudi, y fue como encontrar la pieza que me faltaba para completar el puzzle. Así que vaya desde aquí mi agradecimiento sincero a Nely, que, dicho sea de paso, escribe con una sensibilidad absolutamente deliciosa.
Por fin veía una salida a la trampa en la que había caído la trama principal. Alberto, el protagonista, había llegado a parecerme aburrido, así que he decidido que no lo sea, y la primera dosis del remedio se administra en cuatro párrafos…
“Aquella mañana hacía frío. El sol quedaba entelado por una fina capa de nubes altas que apenas dejaba pasar los cálidos rayos, así que allí, junto al río, la temperatura era aún más fresca. Alberto llevaba apenas cinco minutos sentado en el banco y ya tenía los pies helados, de modo que decidió que estaría mejor andando. De repente pensó que por qué iba a esperar un día más a marcharse, si lo podía hacer ya. A las malas, si no llegaba a tiempo para tomar el autocar a León, pasaría la noche en Logroño.
Se incorporó, en parte aliviado por no haberse encontrado con la anciana de los gatos, aunque casi inconscientemente los pasos lo hubieran llevado hasta allí precisamente con la esperanza de localizarla para acabar de escuchar lo que había empezado a decirle y que tanto lo había alterado. Es curioso cómo funciona la mente. Aquello que tememos puede ser también lo que nos atrae… En aquella reflexión andaba enfrascado cuando al dar los primeros pasos de vuelta al hostal se dio cuenta de que justo al borde del cauce del Najerilla un muchacho lanzaba piedras planas y redondeadas corriente arriba, intentando hacerlas rebotar contra la superficie del agua. Alberto recordó cuando él hacía lo mismo. Le parecía que hubieran pasado siglos… El joven alternaba los lanzamientos con las caladas que daba a lo que parecía un porro. Lo veía de perfil, suficiente para atisbar la expresión de preocupación resignada que invadía su rostro. No debía de tener ni veinte años. De repente giró la cabeza y se encontró con la mirada de Alberto, que no reaccionó a tiempo para disimular. Al muchacho no pareció importarle ser observado. Claramente estaba resignado. Dio otra calada, volvió a mirar hacia el río y lanzó otra piedra. Dos, tres, cuatro, cinco… “No está mal”, pensó Alberto. Entonces sintió el impulso de imitarlo y los pasos lo llevaron junto a él. Sin decir una palabra se agachó en busca de piedras adecuadas. El joven lo miró sin modificar el gesto, asumió con naturalidad la reacción de su improvisado compañero de lanzamientos, y siguió a lo suyo. Calada al porro, pedrada contra el agua.
Tras unos tres primeros intentos lamentables Alberto consiguió al cuarto que su piedra diera un bote. No pudo controlar que una sonrisa aflorara en el rostro. La siguiente fue aún mejor, y unos cuantos lanzamientos más tarde ya casi parecía un profesional. Sin pronunciar ni una palabra los dos lanzadores habían iniciado una especie de competición sin premio. Las piedras salían despedidas de sus manos de forma alternativa, y bastaron sólo unos minutos para que de sus gargantas surgieran gritos de satisfacción y gruñidos de decepción. La expresión de ambos había cambiado por completo. La preocupación y el hastío habían dejado paso a la excitación competitiva. Alberto había entrado en calor, ya no recordaba el frío en los pies. Ahora tenía las manos y el corazón caliente y notaba cómo con cada pedrada salía despedida también un trocito de su tristeza inmensa.
Por fin el joven hizo una pausa, miró a su rival y le ofreció el porro con una casi imperceptible sonrisa en los labios. La reacción instantánea de Alberto fue rechazarlo, pero inmediatamente cambió de opinión y alargó la mano para aceptarlo. “Por qué no”, se dijo. Desde sus años universitarios no había vuelto a fumar maría… María… Aquel nombre le causaba dolor y nostalgia a partes iguales. Fue precisamente en aquellas fiestas de jóvenes tan idealistas como inconscientes donde la conoció, donde, entre cerveza y cerveza y algún canuto compartido, descubrieron que sus visiones del mundo convergían, y donde acabaron convergiendo también sus lenguas. Fueron buenos tiempos… Tras una primera calada titubeante Alberto se animó a dar una segunda, aspirando con decisión aquella esencia rancia de sabor amargo con la esperanza de que, paradójicamente, atenuara su propia amargura. Se sentó junto al joven y le devolvió el canuto. Permanecieron un rato así, sentados, contemplando el relajante fluir del río, que Alberto percibía más relajante con cada minuto que pasaba, y compartiendo el humo milagroso.”