Bordeando el camino de tierra se alzaba una llamarada verde de infinitos tonos. Toda clase de arbustos y hierbas se mecían plácidamente al compás de una tenue brisa. Era una agradable tarde de primavera. Caminábamos.
-No sabes mirar -me comentaba mi paciente amiga –no puedes ver a los espárragos porque debes de ponerte a su altura, tienes que mirar “a los ojos”-. Yo escuchaba con la inocente soberbia de los listillos vocacionales. Me preguntaba cuánta hierba de aquel precioso entorno era fumable… y la cantidad que había probado Anaïs hasta dotar a un vegetal de visión propia.
Me reí y prosiguió:
-Si buscas un espárrago desde arriba, pasará desapercibido, es demasiado pequeño; su estrecho perfil se confundirá con el resto, si te agachas demasiado los tallos se harán grandes, inescrutables. Para encontrar primero necesitas ponerte a su altura.
Mientras caía la tarde, aparcaba el orgullo y recogía mis primeros manojos, pensaba en los espárragos que había perdido por falta de miras, así como en todo lo que dejaba escapar entre maleza víctima de perspectivas, humildad o soberbia.
¡Qué complicado es saber mirar a los ojos de un espárrago!
(Encuentra dos formas de cambiar el punto de vista aquí y aquí).