Canto a la incoherencia. Culto al exceso. Incompleta simbosis entre el cine de acción y la caspa hispánica. Vómito de fragmentos sin articulación ni elaboración interna. Relato superficial del tardofranquismo. Personajes sin lógica interna, secundarios prescindibles. Estas frases cortas resumen la última película de Álex de la Iglesia, celebrada por una parte de crítica y público, premiada en Venecia al mejor director y al mejor guión (la presidencia del jurado de Quentin Tarantino y su ignorancia de la reciente historia de España fue sin duda decisiva para ello), fracaso total en los últimos premios Goya (últimamente realmente acertados, no especialmente en cuanto a lo que premian, sino a lo que suelen dejar sin galardones) y uno de los más importantes fiascos del cine español reciente, uno más en la carrera del director vasco.
Empecemos por su tan aclamado comienzo. En él destacan dos aspectos: los créditos iniciales y la primera secuencia. En cuanto a los títulos, puede decirse que, sin duda ninguna, quizá son los más creativos y espectaculares del cine español en mucho tiempo, si no desde siempre. La potencia de la música de Roque Baños viene complementada con unas imágenes poderosísimas que resumen la historia y el arte españoles con inteligencia y contenido didáctico y narrativo. En cuanto a la primera secuencia, alabada casi sin excepción, ofrece más reservas: pretendidamente ilustrativa, casi metafórica, del mal de “las dos Españas”, se asienta más en la supuesta espectacularidad de la acción, la violencia, las amputaciones y la sangre, y también como construcción técnica, que en su valor narrativo, realmente, como en casi toda la película, casi meramente anecdótico. Esto viene del hecho de encontrarse lastrada por la impericia de Santiago Segura como actor, del histrionismo de un pasadísimo Fernando Guillén Cuervo y de una premisa de guión no demasiado talentosa. Lo mejor de esta fase, sin duda, Fofito. Esta secuencia, realmente apabullante, sin embargo, deja a las claras cuál va a ser el tono y el interés de la película: los efectismos.
Porque, a partir de ahí, esta historia del increíble triángulo amoroso entre dos payasos (Antonio de la Torre y Carlos Areces) y una atractiva y algo casquivana trapecista (Carolina Bang, con un personaje realmente sin dibujar, cuyas acciones resultan completamente incomprensibles, más todavía en lo relativo a sus sentimientos y a su deseo sexual), pretendidamente encadenada a la historia vivida en los últimos años del franquismo, no hace sino naufragar. Primero, porque el marco histórico no consigue ensamblarse bien con la trama de la película a pesar del forzamiento de situaciones y la búsqueda de elementos de unión: la historia, los personajes, el estilo de vida, las cuestiones políticas, se quedan en mero escenario, en marco general que ha de ser recordado a cada momento con recursos metidos con calzador para que el espectador recuerde constantemente dónde se encuentra entre tanta violencia y ensaladas de tiros. Esta parte del argumento, superficial, endeble, casi gratuita, nunca termina de interesar, de ser tratada con inteligencia ni tampoco de convertirse en crónica histórica del fresco de un país en proceso de cambio. Todo ello al servicio, únicamente, del uso de algunos de los espacios más emblemáticos de ese periodo histórico como escenario -siempre de manera forzada, ilógica y gratuita- para la acción (como en la espectacular conclusión en la cruz del Valle de los Caídos).
La película, en conjunto, adolece de dos carencias principales. La primera, el guión, que, pese a estar premiado en Venecia, se limita a coleccionar escenas y secuencias de corte histérico, de un alto ritmo sustentado en música atronante, violencia constante y situaciones ilógicas completamente deslavazadas, sin un verdadero trabajo de continuidad y lógica expositiva (son varios y flagrantes los caprichos narrativos de la trama que vulneran cualquier noción, no de verosimilitud, sino de credibilidad, sustentados en giros de guión completamente absurdos, ilógicos, innecesarios o incoherentes), que incluso hacen naufragar a un actor solvente como Antonio de la Torre, perdido en la crueldad y la brutalidad de un personaje que parece una mala copia hispánica del Joker de Jack Nicholson. La segunda, los intérpretes, en especial Carolina Bang y Carlos Areces. Ambos, a las claras debutantes e inexpertos, combinan momentos (muy muy escasos) de solvencia y naturalidad con otros en los que su artificiosidad, su impostura, su falta de talento sólo son comparables el resultado risible de sus interpretaciones.
Este puzzle fallido, inconexo, abruptamente maltratado por un montaje hecho a mordiscos (sin duda tuvieron que ver en ello las prisas de De la Iglesia por terminar su película en una semana para su estreno en el Festival de Venecia) se entrega a la espectacularidad, al ruido, a la acción y a la violencia como facilón intento de cubrir sus amplias y profundas lagunas de guión, unos huecos que obligan al espectador, bien a dejarse llevar por la orgía del ritmo frenético y los estallidos (musicales o armamentísticos) de algunas secuencias (pero, insistimos, sin ritmo de conjunto que sirva para construir la película en su totalidad), bien a aburrirse con una continua sucesión de escenas que nadan entre la caspa hispánica (ahí está Raphael) y el homenaje a la cacharrería típica de Hollywood. Los secundarios, interpretados, como ocurre con De la Iglesia casi siempre, por viejas glorias del cine español ya en paro, en esta ocasión son igualmente meros caprichos. Desaprovechados en su mayor parte, de aparición innecesaria, injustificada, casi siempre, no parecen cumplir otra función que la meramente decorativa, la de recordar al espectador que toda la historia gira en torno a un circo, sus payasos y su trapecista. Carentes de historias propias que complementen la trama principal, sus evoluciones carecen de sentido, sus comportamientos son profundamente incoherentes, inexplicables. Igualmente, repetimos, sucede con determinadas situaciones, absolutamente anárquicas desde el punto de vista de la credibilidad mínima exigida a una película (ese niño que burla la vigilancia de Cuelgamuros para detonar un cartucho de dinamita de efectos hiperbólicos, ese veterinario metido con calzador, ese final espectacular pero inconsistente).
Así, De la Iglesia construye un filme que intenta emular las características de su aclamada (justamente) El día de la bestia, es decir, humor e ironía made in Spain y boutades tributo-homenaje-parodia del cine de género típicamente de importación, pero en esta ocasión ni el humor, superficial, barato, ni la historia están a la altura. El riesgo asumido busca camuflarse bajo la fanfarria de la música y las explosiones, bajo el falso maquillaje de sus payasos sin gracia y unos protagonistas cuyos comportamientos no son fruto de una personalidad, de una evolución interna, sino de la caricatura que sólo permite recurrir a bromas facilonas, previsibles, recurrentes.
Cabe preguntarse cómo Tarantino se entusiasmó tanto con la película hasta el punto de imponer al jurado de Venecia sus criterios para premiarla nada menos que a la mejor dirección (galardón discutible, pero, a la vista del derroche técnico, quizá justificado) y al mejor guión (premio de todo punto delirante, absurdo, ridículo). La respuesta, como tantas veces ocurre con cineastas norteamericanos, es sencilla: al no saber nada de la historia de España, al no comprender nada de lo que estaba viendo, al centrarse en los aspectos violentos y fallidamente tragicómicos del filme, se limitó a premiar lo que él hace. La cacharrería. Es materialmente imposible que Tarantino sepa qué significa el Valle de los Caídos, qué es un tricornio, el asesinato de Carrero Blanco (por no hablar del chiste “Y vosotros… ¿de qué circo sois?”) y demás guiños, insistimos, insuficientemente trabajados, al momento histórico de la cinta. Una vez más, un americano se esfuerza en premiar lo que no entiende pensando que, al hilo de un altísima concepción de su propia inteligencia, “si no lo entiendo tiene que ser genial”. Y sin embargo, no es más que pura mediocridad disfrazada de excesos.
Acusados: todos
Atenuantes: la escena final, con De la Torre y Areces sentados en el furgón policial, mirándose sin decir nada pero actuando con las caras maquilladas y ensangrentadas, una secuencia depositaria de una carga simbólica desarmante para la historia de este país, un fotograma que vale el visionado del filme a pesar de sus trampas y carencias
Agravantes: el predominio de los efectismos y los huecos de guión sobre una historia bien trabajada, con personajes sólidos y tramas secundarias
Sentencia: culpables
Condena: para De la Iglesia, volver a presidir la Academia (qué mayor condena cabría…); para los demás, hacer eternamente esta película una y otra vez (ídem…)