Revista Cine

La tienda de los horrores – Barba Azul

Publicado el 30 abril 2011 por 39escalones

La tienda de los horrores – Barba Azul

Madre del amor hermoso… Hasta directores clásicos con una carrera salpicada de títulos apreciables que han posibilitado su paso a la posteridad y su reconocimiento por parte del gran público tienen pequeños horrores que esconder en lo más hondo de sus filmografías. Es el caso de Edward Dmytryk, que en una trayectoria, eso sí, plagada de mediocridades, se apuntó no obstante excelentes tantos como Historia de un detective (1945), una de las cimas del cine negro de todos los tiempos, la mítica Encrucijada de odios (1947), el western Lanza rota (1954), la memorable El motín del Caine (1954), el melodrama de época El árbol de la vida (1957), y ya enfilando su declive, el bélico El baile de los malditos (1958) y el western El hombre de las pistolas de oro (1959). Un currículum de casi cuarenta años con una larga etapa de decadencia iniciada en los sesenta y que culminó en películas americanas de serie B y coproducciones europeas de todo pelaje, entre las que destaca esta cosa de 1972 titulada Barba Azul, película franco-italo-germano-húngara que mejor hubiera hecho quedándose para siempre entre los proyectos inconclusos.

Parodia involuntaria, hilarante despropósito que termina riéndose de sí misma, esta adaptación de la clásica historia de Perrault, múltiples veces llevada al cine con mejor fortuna bajo distintas identidades y parámetros geográficos, relata la historia del barón Von Sepper (nada menos que Richard Burton, que en el más allá todavía se estará revolcando en azufre pensando en cómo pudo participar en esto), un héroe de guerra, un aviador famoso que, derribado por los rusos, se supone que en la I Guerra Mundial (los biplanos, el vestuario y la ambientación nos indican que estamos en el periodo de entreguerras), sufrió una curiosa mutación facial a raíz de la alta temperatura del aparato incendiado y de la pigmentación de la pintura derretida que terminó por colorearle la barba, literalmente, de azul. Este pequeño detalle no es nada comparado a las aficiones del gachó. Porque, aparte de vivir en un castillo de colorines que parece una mezcla entre Disney y los travestorros marca Almodóvar, el fulano está como una maraca. Acuciado por los problemas mentales derivados de su impotencia sexual y un trauma infantil mal digerido a causa de las difíciles y extrañas relaciones con su madre, el hombre se dedica a cargarse a toda mujer con la que está a punto de estar a punto, uséase, de irse al catre a folgar, que dirían los medievales. Con el inestimable concurso del vejestorio que hace las veces de criada desequilibrada, y coleccionando los cadáveres de sus esposas a medida que se las va cepillando en una especie de galería del terror, el Barón aprovecha que Anne, su última esposa, le ha cogido en un renuncio y ha descubierto el pastel, para, una vez advertida de que con la llegada del amanecer le llegará el turno de que le canten el gori-gori, para relatarle su carrera criminal en plan flashback.

Desvarío total, porque viendo a sus víctimas casi casi dan ganas de entender al hombre: su primera víctima, una cantante que no se calla ni bajo el agua y que grazna como un puñado de gatos despellejados (Virna Lisi), se gana a pulso la decapitación. Es un aviso de lo que viene a continuación, un montón de elementos a cual más repulsivo, aunque algunas de elllas resulten a la par atractivas y sexys, como la joven sufragista, feminista radical, que descubre en plena discusión conyugal su gusto por el sadomasoquismo (hasta que el hombre se cansa de darle de latigazos para su gusto y se la carga del todo, en lo que se supone una muerte puramente orgásmica), la ex monja (Raquel Welch, un papel muy secundario que, a fin de llamar la atención, adquiere enorme protagonismo en los carteles de la película) que no deja de recopilar en perfecto orden y con enorme detalle los datos de todos y cada uno de sus amantes pasados, incluida descripción física y nacionalidad, para confeccionar una interminable lista que poner en común con su esposo, y que termina por hacerle perder la paciencia a éste, o la joven inexperta y virginal que, temerosa de defraudar a su marido en el lecho acude a una prostituta para que la adiestre en el arte de amar al precio de mantener una relación lésbica con ella que “obliga” al Barón a atravesarlas abrazadas en el suelo con un colmillo de elefante que, casualmente, colgaba de una lámpara del techo…

La película, que no hay por dónde cogerla, presenta, además de homenajes cinéfilos (ese Barón tocando el órgano cual Fantasma de la Ópera), una estética extravagante y enloquecida, con colores muy fuertes y muy vivos tanto en los escenarios (habitaciones completamente rojas, corredores íntegramente azul cielo) como en el vestuario. Además, se complementa con un guión delirante que, sin pretenderlo, se convierte en una comedia del absurdo, en una sátira involuntaria del género de terror, con unos diálogos risibles y unas réplicas absolutamente desternillantes (cuando una de sus víctimas descubre a la vieja criada peinando la larga melena del cadáver de la madre del Barón, el cual conserva sentado frente a la chimenea, derritiéndose a cada minuto, él se limita a contestar: “es que a mi madre le gustaba que la peinaran”; sin comentarios…). Por no mencionar el colofón final: el drama del ascenso del nazismo. Supuestamente alemán, con una acción presuntamente situada en Alemania, no se sabe si en razón del presupuesto, a causa de una licencia poética, o con una finalidad metafórica que no entienda de épocas ni fronteras, los nazis a cuyo partido pertenece el Barón (con referencias explícitas a Alemania y a Hitler, luego no hay equivocación posible), los nazis no visten ni camisas pardas ni enarbolan esvásticas, sino que se uniforman de verde y su símbolo es una cruz negra en una bandera roja (no parece posible que la esvástica exigiera el pago de derechos de autor y, por tanto, se descarta que el uso de cruz tan cutre respondiera a la necesidad de ahorrar gastos de producción). El drama del Holocausto parece estar ahí únicamente para encontrar un final a la historia del Barón, una cruel muerte por venganza causada por un judío que lo responsabiliza del asesinato (más bien incineración) de sus padres durante un asalto a una barriada hebrea, si bien nunca queda claro qué pinta el Barón en eso por más nazi que sea…

Filmada con vocación de modernidad estética, a medio camino entre el terror de serie B de la factoría Hammer, la cultura pop y la psicodelia del LSD, tan extravagante conjunto se plasma igualmente en los rocambolescos asesinatos de las mujeres, desde la simulación del accidente de caza a la decapitación, pasando por el ahogamiento en una cuba de vino o el ensartado con un colmillo de paquidermo. Vamos, un desbarre total a mayor gloria de la sangre fácil y la repulsión del espectador para una película en exceso larga (125 minutos) que hace del delirio la base de su guión, por llamarlo de alguna forma, que colecciona cabos sueltos, caprichos narrativos y escenas tan abigarradas, grandilocuentes y barrocas como absurdas. Una comedia de los terrores, valga la referencia a Jacques Tourneur, que provoca incredulidad: es imposible hacer algo tan malo si no se hace adrede. Y sin embargo, ahí está Barba Azul para los restos.

Acusados: todos
Atenuantes: la risa, aunque no sea deliberadamente buscada, sigue siendo risa
Agravantes: un guión pésimo, unos actores horrosos, un marco extravagante, una dirección que naufraga, el horror… El horror… El horror…
Sentencia: culpables
Condena: introducción y retorcimiento del susodicho colmillo paquidérmico (por su parte ancha) en salva sea la parte de los implicados en este engendro que continúan con vida; para el resto, suponemos que van bien servidos de fuego eterno en las calderas de Pedro Botero


La tienda de los horrores – Barba Azul

Volver a la Portada de Logo Paperblog