Dentro del amplísimo catálogo de gilipuerteces cinematográficas debidas al estúpido empeño de lo peor de Hollywood en adaptar una y otra vez todos y cada uno de los cómics habidos y por haber, especialmente los más lamentables (la gran mayoría), destaca por méritos propios Juez Dredd, bodrio dirigido -o lo que sea- por un tal Danny Cannon en 1995 (autor de morralla televisiva del tipo que se inventa el indocumentado de J.J. Abrams), con el estelar protagonismo de Sylvester Stallone, probablemente uno de los cachos de carne con ojos engordada con clembuterol más impresentable que ha poblado nunca una pantalla (bueno, junto con el otro maniquí, el Chuacheneguer, por no hablar de petardos como Van Damme, Diesel o Segal). En esta porquería fílmica le acompañan, en la parte positiva (como en el Un, dos, tres), la bella de turno, Diane Lane (que poco trabajo debía de tener por entonces, porque hay que ver…), nada menos que Max von Sydow (suponemos que Ingmar Bergman estará retorciéndose en la tumba de culpa, remordimientos y comidas de tarro en la quq estará encerrado en el más allá), y el supuesto cómico Rob Schneider, mientras que en la parte negativa alternan Armand Assante, Joan Chen y Jürgen Prochnow. Vamos, lo que se dice un reparto de villanos de “nivel”. Del nivel de esta mierda de película…
Bueno, al turrón: se supone que en el año 2139 después de Cristo (uno siempre se pregunta qué criterios se eligen para situar las paranoias futuristas en un año u otro: el mero capricho, una suma aleatoria, el número de la calle donde vive el guionista, los centímetros de órgano sexual masculino…; ¿qué más da el 2139 que el 2765, digo yo?) la cosa de la violencia, la captura de los delincuentes y la impartición de justicia se ha puesto chunga del quince porque hay malos malosos a tutiplén, las cárceles están abarrotadas y en las Megacities (original nombre para designar las grandes aglomeraciones urbanas en las que vive la inmensa mayoría de la población terrícola) la situación es un caos. Por eso hay una brigada especial de jueces-policías que imparte una especie de justicia instantánea: localizan al delincuente en pleno delito, le leen la lista de infracciones que están cometiendo, los detienen, les implantan la pena y los llevan a chirona directamente; eso, si no les dan matarile si se resisten… Vamos, lo que viene a ser fascismo puro, pero como la cosa viene de un cómic, pues a un montón de lerdos les gusta. El caso es que el Juez Dredd de las narices, el vómito andante de Stallone, está genéticamente perfeccionado, mata mejor que nadie y antes que nadie, es la leche en vinagre, el rey del mambo, una morcilla muscular embuchada en un uniforme tipo Power Ranger… Hasta que por culpa de un complot de los malos, su copia perversa, encerrada desde hace tiempo en la cárcel para que no haga pupita (Armand Assante), se evade y con ayuda de uno de los jefes del tinglado policial (Prochnow) tiende una trampa al amigo Frigo-Dredd para que lo encierren, a la vez que a su padrino (Sydow, que no se ha ganado un sueldo más vergonzoso en la vida) lo destierran fuera de la Megacity. Una de las de la brigada jurídico-policial (Lane, el busto parlante de ley en estas bazofias) se huele la tostada, y al final, a pesar de las reticencias naturales de estos guiones de tres al cuarto, ayudará al bueno y al amiguito gracioso que se fuga con él (Schneider) para vencer a los malos, incluida la novia china del villano (Joan Chen, famosa por Twin Peaks y nada más). Obviamente, al final la bella cual camella le plantificará el oportuno ósculo en el careto facial al acartonado de Dredd, que en el fondo es asexual perdido y le pone más su moto que la torda enfundada en licra…
Esta castaña pilonga no puede ocultar en su primer tercio y también en algunos aspectos puntuales de su desarrollo su carácter de plagio apenas disimulado de Blade Runner, naturalmente sin llegar a acercarse ni de lejos a nada de lo bueno que tiene la película de Ridley Scott: la puesta en escena, la estética de la ciudad futurista, su amalgama de razas y culturas, los vehículos voladores, la brigada policial, la fuga de los malos, la venganza, la persecución, el alegato pro-vida… En lo que la cinta no copia a Blade Runner, es una auténtica basura previsible, tonta, vulgar y repleta de casquería, cacharrería y fanfarria musicaloide (Alan Silvestri, of course), con un guión que no puede ser más plano, unos efectos especiales desquiciados, unos giros absurdos y un dibujo de personajes ridículo. Especial mención merecen los patéticos diálogos -disfrutables con el oportuno dopaje previo del espectador-, que van desde la solemne maldad impostada de los perversos enemigos del “prota” a las tonterías que Lane no deja de decir, pasando por las ya conocidas frases cortas e inexpresivas de Stallone en casi todas sus películas, ya que no es capaz de recordar ni de repetir largas frases de guión, ni mucho menos diálogos de dos o tres páginas. Cannon y Stallone pretenden ocultar las carencias de éste como actor, su nula competencia para hacer algo parecido a actuar, disfrazando al personaje de máscara hierática, de individio sólido dotado de una autoridad de roca granítica, carente de emociones y sentimientos. No engañarse: los personajes de Stallone de lo que carecen es de alguien que haga algo parecido a interpretar. Son los personajes los que son planos porque Stallone lo es, y no porque Stallone actúe para que lo sean.
Nada hay en esta ridiculez que se salve, ni siquiera los pretendidos intentos de adornar el guión con los apuntes pseudocómicos o irónicos de Rob Schneider, uno de esos comediantes americanos que no se sabe exactamente dónde tienen la gracia, si es que la conocen. En conjunto, por tanto, un título penoso, cuyas copias deberían ser quemadas en una plaza pública con retransmisión por TDT para all over the world. Es extraño que, dada su “calidad”, no haya segunda parte…
Acusados: todos
Atenuantes: …
Agravantes: dura 95 minutos; parece poco, pero viéndola es mucho, toda una vida…
Sentencia: culpables
Condena: supositorios de pólvora para todos