(04/04/2011. Slawomir Sierakowski, activista de izquierdas y comentarista, líder del movimiento de la izquierda polaca. Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia)
El escritor ruso Dmitri Merezhkovski dijo en una ocasión a un entrevistador polaco que “Rusia es femenina, pero nunca ha tenido un marido. Sólo ha sido violada: por los tártaros, los zares y los bolcheviques. Polonia es el único país que podría haber sido el marido de Rusia, pero era demasiado débil”. La sombría reflexión de Merezhkovski sigue siendo relevante hoy. Rusia no ha dejado nunca de sufrir violaciones -ahora, los oligarcas han tomado el relevo de los bolcheviques-, y Polonia siempre será demasiado débil para ser su marido.
Merezhkovsky no dice nada de Europa, pero su observación sólo tiene sentido en el contexto de las ambiciones europeas de los dos países. Ya la última vez que los rusos se interesaron por Polonia -durante la etapa comunista, cuando Josef Brodsky aprendió polaco y los rusos corrientes oían canciones polacas y leían revistas polacas-, lo único que querían era formar parte de la cultura europea. Pero el imperio, tanto el ruso como el soviético, siempre representó para Polonia la antítesis de los valores europeos. Los intentos polacos, a veces desesperados, de incorporarse a la Unión Europea y la OTAN, no reflejaban más que el deseo de encontrar un refugio lejos de las garras de Rusia; un lugar desde el que fuera posible volver a alertar a una Europa ingenua o cínica sobre la amenaza rusa, aunque sólo sirviera para acentuar -en las apropiadas palabras de Czeslaw Milosz el “complejo de Casandra” de Polonia. Hoy, la actitud de los polacos respecto a los rusos no ha cambiado. Como siempre, contiene un poco de sentimentalismo eslavo y otro poco de miedo, unido a un sentimiento de superioridad. Eso hace que sea más difícil hablar de política con Rusia; y a veces, incluso hablar de política dentro de Polonia.
Desde la catástrofe aérea de Smolensk, que costó la vida al presidente polaco, su esposa y un centenar de altos funcionarios y militares, la derecha polaca trata de manipular las emociones de la población en su propio beneficio. Y una de las formas de hacerlo ha sido azuzar el sentimiento antirruso.
Invicto en cinco elecciones sucesivas, Donald Tusk experimentó su primer declive de popularidad y la hostilidad de unos medios de comunicación en general favorables cuando asumió una actitud tranquila y racional hacia Rusia. Aunque cometió errores, no fue por eso por lo que los polacos perdieron la confianza en su primer ministro. Probablemente, el partido más fuerte de Polonia es el “partido antirruso”. Si, en lugar de Donald Tusk, hubiera estado en el poder el expresidente Aleksander Kwaniewski -un poscomunista que entiende mucho mejor las relaciones políticas con el Este-, se habría nombrado a sí mismo responsable de la comisión que investigó el accidente aéreo en Polonia, como hizo Vladimir Putin en Rusia. De esa forma habría tenido contacto directo con el primer ministro ruso y su posición ante sus homólogos europeos se habría visto reforzada al poder indicar, durante cualquier negociación: “Vladimir me ha dicho que…”. Y, desde luego, Rusia no habría podido eludir la responsabilidad de la catástrofe ni traspasársela con tanta tranquilidad a los polacos como hizo el jefe del Comité de Aviación Interestatal ruso. Pese a ello, hay que reconocer que Tusk ha aprovechado todas las oportunidades que ha tenido para explicar que la mayor responsabilidad corresponde a los polacos y que agitar los sentimientos antirrusos es perjudicial.
Cuando, a los problemas con Rusia, se añadió la controvertida reforma del sistema de pensiones, que, por primera vez desde 1989, había provocado una brecha en el “bando de los modernizadores” en Polonia, Tusk decidió “escapar a Europa”. Anunció en el mayor diario nacional polaco una “tercera ola de modernidad” que iba a acelerar la transición del país hacia la “normalidad europea”. Se supone que la confirmación de este programa será la presidencia polaca de la UE (que coincide con la campaña para las elecciones al parlamento), con la consiguiente abundancia de fotografías de los principales políticos europeos.
Ante esta decidida aproximación a Europa, ¿dónde quedan las relaciones de Polonia con Rusia? Durante decenios, el pensamiento polaco estuvo dominado por la doctrina ULB (Ucrania, Lituania, Bielorrusia), creada por el gran escritor emigrado Jerzy Giedroy (1906-2000), que unía las posibilidades de independencia de su nación a las de esos tres países. Pero Giedroy siempre añadía que Polonia debía esforzarse en mantener la mejor relación posible con Rusia, con la condición de que no fuera a costa de sus vecinos más pequeños. Una versión más moderna de esta doctrina debería suponer que, para que haya un cambio democrático en Rusia, es indispensable no sólo la independencia de Ucrania, Lituania y Bielorrusia, sino su integración en Europa. Porque la historia de la región demuestra que, siempre que Rusia ha tenido oportunidad de colonizar Ucrania, las tendencias imperialistas y autoritarias se han impuesto a las liberales y democráticas. Por consiguiente, Polonia, que aprendió de Alemania a defender a su vecino oriental, no debe cejar en sus esfuerzos para ayudar a Ucrania, pero, al mismo tiempo, debe abandonar sus prejuicios contra Rusia.
Esta tarea está resultando más difícil por el invierno que están viviendo los países al sur de Europa. El área de interés estratégico de la política exterior polaca la constituyen los vecinos orientales. Hoy, esa región está perdiendo importancia ante los sucesos del Magreb. Con la importancia creciente de Rusia, va a ser cada vez más difícil poner en práctica la idea del partenariado con los países derivados de las antiguas repúblicas soviéticas. La aversión a la energía nuclear tras la catástrofe de Japón y la intervención en Libia van a incrementar el valor de las materias primas que posee Rusia, igual que el deprimente rumbo de los acontecimientos en Ucrania, las pocas probabilidades de que se produzca un cambio de régimen en Bielorrusia, las fricciones con Lituania y la utilización de la baza rusa en la lucha interna por el poder en Polonia.
Si pretendemos que los objetivos de la política exterior polaca se conviertan en los objetivos de la política exterior europea, es necesario que Europa comprenda la situación. El pensamiento europeo no puede limitarse a los intereses inmediatos. En vez del antemurale (bastión) que separa el Este del Oeste, Polonia podría ser, dadas las condiciones adecuadas, un antimurale, es decir, un puente; sobre todo, porque a los rusos les esperan también los chinos, que están mucho menos comprometidos con los valores democráticos. Rusia, con su inmenso territorio, su población en declive y una economía que depende de la venta de materias primas, es vecina de la nación más poblada de la tierra, con una desesperada necesidad de esas materias. No es extraño que en la ciudad fronteriza de Chabarowsk, al parecer, vivan ya más chinos que rusos. Al final, puede que no sólo sea profética la visión de la “Rusa violada sin cesar” de Merezhkovsky, sino también, quizá, las advertencias de muchos otros escritores rusos. En la distopía de El día de Oprichnik, Sorokin describe la Rusia de 2028, con una lengua colonizada por palabras chinas y una “Gran Muralla rusa” que separa el país de sus vecinos. Y qué ironía que la doble advertencia del mayor escritor ruso, Dostoyevski, en Los demonios, sobre la amenaza nihilista (comunista) y el “cólera asiático”, pueda aún convertirse en realidad. Dostoyevski era propenso a odiar a los polacos. Fastidiémosle a él encontrando un marido para Rusia en una Europa fuerte y unida.