Revista Cultura y Ocio

LA VIEJA CARRETERA Miguel Gila

Publicado el 30 mayo 2018 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica

No me gusta viajar de noche; antes, cuando era joven, sí, cuando las carreteras estaban solitarias y yo cruzaba los pueblos que dormían sin levantar el pie del acelerador; pero de esto hace años, cuando joven, cuando nunca tenía sueño ni cansancio. Ahora todo es distinto; me gusta viajar de día, parar a un lado de la carretera y asomarme a ver las aguas de un río, o detenerme en un pueblo y comprar algo típico del lugar. Pero hace dos años tuve que hacer un viaje al pueblo en que nací y del que me separan en mi vida actual doscientos seis kilómetros haciendo el recorrido por la vieja carretera; por la autopista se ahorran casi cuarenta kilómetros, pero aborrezco las autopistas, o autómatas, o como quieran llamarlas; tengo la sensación de que me convierto en una especie de robot obediente que recibe órdenes de carteles luminosos llenos de rótulos que indican por dónde podemos salir, a cuántos kilómetros podemos cambiar de dirección, cuánto falta para llegar a la próxima gasolinera, si hay café y mingitorio, y otro sinfín de indicaciones, flechas, carteles, luces y rayas que convierten en una tortura lo que podría ser un viaje de placer; millones de obedientes automovilistas transitan en sus vehículos como autómatas sin disfrutar del placer que suponen esos viajes donde uno puede detener su auto para mear en una rueda... Decía esto a propósito de la vieja carretera. Voy pocas veces a mi pueblo; luego de treinta y dos años que salí de allí, apenas conozco ya a la gente.Mi mujer también nació en el mismo pueblo, aunque ella salió cuatro años después que yo; lo supe en la capital, cuando nos conocimos casualmente en una fiesta. Pero vayamos a cómo ocurrió lo que ocurrió. Les contaba que no me gusta viajar de noche, y les contaba que hace dos años tuve que hacer un viaje al pueblo donde nací. Era verano, pero no un verano normal, sino uno de esos veranos que los periódicos indican que no se conocía una temperatura igual desde hacía sesenta años, cuarenta y un grados a la sombra, y sumado a eso el motivo urgente del viaje, preferí (preferimos, mi mujer también estuvo de acuerdo) hacerlo por la noche, y por supuesto, dada la urgencia, por la autopista. No quiero alargarles la historia comentando los diálogos violentos que sostuvimos mi mujer y yo cuando descubrí que la salida que debíamos tomar para salir de la autopista y entrar al pueblo la habíamos dejado atrás. Para el cambio de dirección teníamos que recorrer treinta y dos kilómetros más, y preferí algo más práctico: tomar la próxima salida, llegarme hasta Sotillo, y de ahí, por la carretera 263, llegar hasta mi pueblo, hasta nuestro pueblo, el mío y el de mi mujer. Cruzamos el control de peaje que separaba la autopista de la carretera que conduce a Sotillo, entramos en una carretera angosta y mal pavimentada, con profundos baches, que la luz de los faros acentuaba al llenarlos de sombra oscura. No puedo calcular los kilómetros que llevábamos recorridos cuando ocurrió lo que ocurrió, ya que la maleza y los cardos que crecen a los lados de la deteriorada carretera que conduce hasta Sotillo impiden ver los mojones que señalan los kilómetros. La cuestión es que el motor del auto se detuvo de manera brusca, como si una mano gigantesca lo hubiera apretado con fuerza y lo hubiera convertido en un puñado de hierro inservible. No entiendo nada de mecánica, así que me bajé por nada, por bajarme, miré hacia ambos lados de la carretera y no vi ni la más mínima señal de vida. Mi mujer se quedó en el auto esperando que yo respondiera a su «¿Qué ha pasado?». Decidí esperar a que amaneciera; total, la noche era calurosa y, por otra parte, mi desconocimiento en materia de mecánica no iba a resolver nada. Ahí me di cuenta de que la noche se hizo para dormir cuando el sueño se apoderó de nosotros. Haría una hora que mi mujer y yo dormitábamos dentro del auto cuando un trueno nos despertó. Comenzó primero un fuerte viento y luego una tormenta de agua tan tremenda que nos obligó a cerrar las ventanillas del auto a pesar del calor sofocante. La lluvia caía cada vez con más violencia. Por el cristal del parabrisas no se podía ver nada. Mi mujer le tiene verdadero terror a las tormentas, particularmente cuando éstas van acompañadas de ruidosos truenos. No sé por qué extraño impulso se me ocurrió girar la llave del contacto y el coche se puso en marcha, como si la mano gigante que una hora antes lo aprisionara se hubiera arrepentido de hacerlo, y también de manera simultánea la lluvia cesó de golpe y el coche comenzó a andar por la carretera, ahora con los grandes baches llenos de agua que yo trataba de sortear. Algunos sapos cruzaban la carretera de un lado a otro con saltos torpes. Cuando habíamos recorrido aproximadamente cuarenta kilómetros traté de eludir un gran bache y el coche se me fue de costado, y así en esa postura quedó semivolcado en la cuneta entre los altos cardos que la bordeaban. Paré el motor y, sin abandonar el auto, me dispuse a hacer un análisis de la situación. Le dije a mi mujer que no se moviera, ya que corríamos el riesgo de que el coche se desequilibrara y diera un vuelco total. Me bajé con todas las precauciones; como nunca viajo de noche, no tenía una linterna, así que con mi encendedor de gas observé como pude nuestra situación, y no era tan grave. Hice que mi mujer bajase por el lado del volante, y lo hizo con todo cuidado. El coche quedó solo allí, semivolcado. De nuevo el cielo se iluminó con un relámpago. Cuando el relámpago pasó, en la retina de mis ojos quedaron fotografiadas las imágenes de mi mujer santiguándose, el coche con las ruedas del costado izquierdo levantadas y un camino que nacía a unos cuantos metros cerca del lugar donde nos encontrábamos. De nuevo comenzaba a llover. Subir al coche era una locura. De pronto descubrí una luz encendida a unos cien metros del lugar en que estábamos, y a pesar de la distancia vi una especie de casa de campo. Se lo dije a mi mujer, y la escuché suspirar aliviada. Dejamos el auto y comenzamos a avanzar por el camino, que a pesar de ser de tierra era bastante sólido. La luz estaba cada vez más cerca. Ya se podían ver las blancas paredes de la casa de campo y algunos árboles que asomaban por sus tapias. Seguimos caminando y llegamos a la puerta de la casa; miramos a través de los barrotes, y la oscuridad no nos permitió ver nada que no fueran algunos árboles. La luz de la entrada sólo iluminaba la puerta. Yo grité: «¿Hay alguien ahí?», pero nadie respondió. Grité de nuevo, ahora con más fuerza: «¿Hay alguien ahí?» Tampoco esta vez hubo respuesta. Pensé: «Estarán profundamente dormidos.» Empujé la puerta de hierro y se abrió con un quejido de óxido. Entramos. Frente a nosotros vimos varias cruces de piedra y alguna de hierro: un pequeño cementerio. Mi mujer cayó desvanecida. La levanté y traté de reanimarla, pero no obtuve ningún resultado; tal vez se había golpeado en la cabeza al caer. Metí una mano entre su pelo tratando de buscar alguna herida, algún golpe, pero en aquella oscuridad no pude ver nada. La tomé en brazos, y en ese momento una nueva tromba de agua cayó sobre nosotros como un segundo diluvio. Caminé unos cuantos metros con mi mujer en los brazos. Seguía diluviando; sin embargo, el calor era asfixiante; en mi cuerpo se mezclaba el sudor con el agua de lluvia, mis brazos estaban adormecidos y mis piernas débiles, y caí sin soltar a mi mujer. Ahí, en ese momento, fue cuando se inició lo que esa noche habría de suceder, lo que motivó que les esté contando esta historia.Calculé todas las posibilidades para salir de esta situación. Grité, intenté levantar a mi mujer de nuevo, pero todo fue inútil. Lo más que pude hacer fue arrastrarla hasta cerca de una pared y apoyarme en ella cubriendo su cuerpo con el mío para protegerla de la lluvia. Cuando ya mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad vi que la pared en que apoyaba mi espalda era una pared de nichos. Dejé a mi mujer en el suelo, me puse en pie y, acercándome mucho, busqué un nicho vacío. Cuando lo encontré, metí a mi mujer en él y salí a buscar ayuda; al menos allí no se mojaría. Corrí en la oscuridad, crucé la puerta de hierro y salí al camino; corrí, corrí en medio de la fuerte lluvia y alcancé la carretera; Sotillo no debía de estar muy lejos. Ya no me importaba la lluvia, ni siquiera la oscuridad; tenía que   buscar ayuda. Las piernas me obedecían y corrí y corrí. De pronto, algo se interpuso en mi camino, algo con lo que tropecé... y ya no puedo recordar más de aquella noche.Desperté en la cama de un hospital dos días más tarde. Pero fue solamente un despertar como si nada hubiera ocurrido. Me contaron que un hombre de Sotillo me recogió tirado a un lado de la carretera, y que por suerte la cosa no era grave. Yo pregunté si había parado de llover. Y ahí se me vino la lluvia, y el recuerdo, y el cementerio, y el nicho, y mi mujer.Cuando con las autoridades traté de identificar el nicho en que metí a mi mujer, no pude hacerlo por más que lo intenté; era una noche tan oscura...-Yo juraría que fue en éste.-¿Está seguro?-Sí, creo que sí.Pero no podía ser; en el nicho que yo señalaba había un epitafio de hacía veinte años con el nombre de un señor que de ningún modo podía ser mi mujer.-Tal vez en este otro.-¿Seguro?-No sé; había tanta oscuridad...Y no pudimos encontrar el lugar, y nunca he podido saber qué pasó aquella noche. Ahora, después de dos años, cuando contemplo la foto de mi mujer que hay en el comedor, sólo recuerdo que siempre que viajábamos en el coche y pasábamos por alguno de esos pequeños cementerios de pueblo, ella decía: «¡Qué lindos son los cementerios de los pueblos! ¡Tan blanquitos, tan solitarios!»
FIN

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