Blas, frente al espejo de su despacho, luchaba por colocar en su sitio un mechón de pelo que sobresalía de entre los demás. Pasaba su mano por encima del cabello rebelde, pero, cuando la retiraba, volvía a erguirse desafiando las leyes mismas de la gravedad. Blas estaba nervioso y su miraba viajaba del espejo a la puerta y de la puerta al espejo, la visita le había sorprendido y apenas tenía tiempo para adecentarse.
Renunció a colocar en su sitio el mechón y se concentró en poner orden en su escritorio, una mesa colonial de roble de gran valor. Estaba sepultada bajo pilas y pilas de papeles que Blas, en su característico desorden, acumulaba conforme iba recopilando nuevos datos en su investigación. Blas sólo tenía cuarenta años y ya estaba trabajando en su tercera novela, un relato histórico muy ambicioso que requería estudiar metódicamente y coleccionar ingentes montañas de documentación. Resultaba paradójico que el personaje protagonista de su libro estuviera basado en Sofía, la mujer que en ese momento llamaba respetuosamente a su puerta.
Blas dio los últimos retoques al escritorio y se alisó como pudo la camisa, no podía hacer más. Alcanzó la puerta, respiró hondo y la abrió sin la más mínima idea de lo que iba a encontrarse al otro lado. La imagen de Sofía lo dejó sin habla. Seguía teniendo ese espeso pelo negro, esos ojos grises que quitaban el sueño y esa boca pequeña que ocultaba una dentadura perfecta. Seguía siendo la misma, pero era otra persona totalmente diferente. Sofía se acercó y le dio dos besos, como si no hubieran pasado los últimos veintitrés años sin verse ni hablar el uno con el otro.
Blas se hizo a un lado y señaló una butaca hacia la que Sofía se encaminó. Una vez estuvieron sentados frente a frente, el escritor examinó más detenidamente a su amiga de la infancia. No estaba seguro de qué era lo que había cambiado, entonces recordó su sonrisa, la que esgrimía siempre que jugaban a darse besos. Esa sonrisa había desaparecido totalmente de su rostro y había sido reemplazada por una honda tristeza.
Sofía aguantó el escrutinio al que era sometida y sólo cuando vio que Blas se daba por satisfecho rompió el tenso silencio.
—Te veo bien.— Dijo con la misma voz con la que se habían dicho adiós cuando tenían diecisiete años.
—Con estas pintas… Tú estás igual, Sofía. Perdona el desorden pero no esperaba tu visita.— Contestó Blas, tratando de evitar que su preocupación se trasladase a sus palabras.
—Yo tampoco esperaba venir. Pero quería verte, necesitaba verte.—
La afirmación tan directa descolocó por completo a Blas que, incómodo como no lo había estado en años, trató de suavizar el tema.
—Una sorpresa bien recibida, siempre hace ilusión ver a una amiga.—
Sofía se levantó de la butaca y se acercó hasta Blas. Él trató de decir algo pero ella le tapó la boca con el dedo índice a la vez que se aproximaba a su boca. Sus labios se juntaron y la mente de Blas se llenó con recuerdos de hacía veintitrés años. Se vio a sí mismo besando a la Sofía de su juventud, se recordó abrazado a ella en la cama, unidos por el amor y la pasión que habían descubierto el uno en el otro. En los pocos segundos que duró el beso, Blas volvió a ser tan feliz como lo fue al lado de la única mujer que había amado, pero entonces terminó y volvió a su despacho lleno de papeles.
Ninguno de los dos dijo nada. Blas sabía que ése había sido un beso de despedida, no entendía por qué, pero así lo sentía. Temía que, de decir algo, Sofía se esfumara como un sueño que tratas de recordar al despertar. Se miraron a los ojos, marrones los de él y grises los de ella, durante un instante eterno hasta que Blas alargó la mano y Sofía se apartó de él. El instante mágico que habían compartido se había roto. Sofía caminó hasta la puerta sin que Blas hiciera nada por detenerla, se giró y le dedicó su sonrisa más perfecta.
—Gracias, Blas.—
Blas se quedó mirando la puerta en la que hacía un momento había estado Sofía. Se quedó mirando sin saber que a la mañana siguiente recibiría una llamada en la que le dirían que su amiga se había suicidado esa misma noche y que había dejado una carta a su nombre. Se quedó mirando sin saber que, en esa carta, Sofía se disculpaba por haberle roto el corazón. Se quedó mirando sin saber todo eso y no le hacía falta saberlo porque, durante unos minutos, ese día había sido feliz de nuevo.